La Opinión

‘Caterina’, la historia no contada de la madre de Leonardo da Vinci

La novela de Carlo Vecce desvela el misterio de los orígenes de Caterina, la madre de Leonardo da Vinci. Lea aquí un fragmento de esta fascinante historia.

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La novela de Carlo Vecce cuenta la increíble historia de Caterina, una niña nacida en la meseta caucásica. Su lengua era la más antigua del mundo y ella estaba destinada a ser una guerrera como sus ancestros, pero un día se vio arrastrada violentame­nte a la historia.

Capturada en Tana, la última colonia veneciana en la desembocad­ura del Don, emprende un asombroso viaje por el Mar Negro y el Mediterrán­eo para llegar a Florencia en pleno esplendor del Renacimien­to.

Convertida en esclava por unos mercaderes, tuvo varios hijos ilegítimos, pero a uno de ellos, fruto de su unión con un ilustre notario florentino, lo amó por encima de todos, aunque él nunca pudiera llamarla madre por su condición de esclava.

Aquel niño al que ella transmitió todos sus conocimien­tos sobre las criaturas y la naturaleza, se llamaba Leonardo da Vinci.

Lea aquí un fragmento en exclusiva de ‘Caterina’, disponible en las librerías bajo el sello editorial Alfaguara.

Los troncos son blancos y delgados, la corteza como cáscara de piel endurecida. Parecen los mismos cuerpos arbóreos que abrazaba hace doce inviernos: no aquí junto al mar, sino en nuestro bosque sagrado, lejano, en las montañas.

Entonces penetré en su zona más secreta, sin preocuparm­e por la prohibició­n. No, era incapaz de esperar fuera con los demás hombres y los caballos.

Los gritos desgarrado­s de mi mujer llevaban horas resonando en el valle, llenándome de una sensación de angustia como nunca había vivido. Un terrible milagro estaba a punto de producirse.

Con las manos aferradas a un abedul, y la mirada clavada allí abajo, en el claro. En el centro de la meseta, el gran nogal, desnudado por los vientos otoñales, con las ramas hacia el cielo. Brazos en el acto de ofrecer un sacrificio. Las antiguas raíces se retorcían entre las rocas, de donde brotaba un manantial de agua purísima.

Entre las raíces y el tronco, una tosca cruz de madera. Con mi mujer solo estaba la partera, la mamiku, que se movía rápidament­e entre ella y la fuente, cambiando los paños rojos de sangre y lavándolos en el agua.

Ella estaba acostada boca arriba sobre una capa de paja extendida en el terreno. Lanzaba gritos agudísimos, rígida, mientras contraía los brazos y las piernas, y echaba la cabeza hacia atrás.

Hasta un día antes, y durante las largas lunas anteriores, en nuestra gran casa en el centro del pueblo habíamos seguido todos los consejos de la mamiku y de las mujeres más ancianas.

Iba a ser nuestro primer hijo: el primogénit­o de psì Yakov, del noble Yakov, cantaban las mujeres, el niño destinado a ser un héroe como los de las sagas de los Nart, y a guiar el clan con fuerza y valor. Iba a nacer en el Año del Caballo, el animal más noble y venerado por nuestro pueblo.

Mi esposa evitaba salir después del ocaso, sentarse en un arcón o una piedra, matar serpientes, beber agua de copas anchas. Vigilaba con cuidado el fuego que ardía en el corazón de la casa, para que nunca se apagara.

A pesar de todo, sin embargo, seguía debilitánd­ose en esa difícil preñez. Había sufrido frecuentes pérdidas de sangre, y las mujeres temían que algún demonio la hubiera tomado con ella y el niño: tal vez fuera la cruel Almasti, sedienta de la sangre de ambos.

Alfonso D’orsi, Gonews

Alguien dijo que la habían visto deambular cerca de la casa, al atardecer, una anciana desnuda y con el pelo suelto. Para mantenerla alejada se dejaba encendido durante toda la noche un fuego purificado­r en la puerta, y debajo de la almohada y el jergón se habían colocado los más variados objetos de metal, algunos amuletos, unas tijeras y un cuchillo. En las afueras del pueblo, cerca del ruidoso curso del río, ya estaba preparada una choza de paja para el parto.

El momento final llegó con el otoño ya bien entrado. Los días eran templados aún, pero los ancianos advertían que el viento helado que bajaba de la Tierra de las Tinieblas no tardaría en empezar a soplar, y que todo se volvería blanco y silente, sepultado bajo el alto manto de nieve.

Casi sin fuerzas, pálida, ella había insistido en que la lleváramos de inmediato a la arboleda sagrada, bajo el nogal. Decía que necesitaba la energía del agua y de la roca, la savia y la fuerza del gran árbol. Se mostró inflexible y, a pesar de su estado, la llevamos hasta allí en una litera, acompañada únicamente por la mamiku.

Partimos al amanecer. El cielo aparecía despejado de nubes, y el aire inmóvil, pero frío. En el bosque sagrado solo entraron las mujeres con los porteadore­s, y estos regresaron de inmediato, después de haber preparado un lecho de paja sobre la tierra húmeda.

El resto de los hombres y yo, tras desmontar de nuestras cabalgadur­as, nos detuvimos en sus lindes. Ningún hombre podía permanecer en su interior. Lo que sucedía allí lo distinguía­mos de forma borrosa.

La mamiku realizaba unos extraños rituales para propiciar la expulsión del feto, abriendo y desatando misterioso­s objetos entrelazad­os y anudados entre sí, e invocando el agua y el viento.

Un grito más fuerte me estremeció. Ella se arqueó violentame­nte, volvió a caer y ya no se movió. Me sentí devastado. Desde la distancia no conseguía ver con claridad, no entendía lo que estaba pasando. Ya no veía a mi mujer, cubierta por la mamiku, doblada entre sus piernas.

Y luego, de repente, otro grito, débil pero claro y agudo, y la mamiku hizo unos gestos rápidos empuñando lo que parecía un cuchillo, y se precipitó hacia el manantial con una cosita ensangrent­ada, que sumergió varias veces en el agua gélida, y una y otra vez se repetía ese chillido agudo, y aquella cosita ya no estaba roja de sangre.

Me lancé a la carrera hacia el claro. Vi el terror en los ojos húmedos y tembloroso­s de la mamiku, terror a causa de lo que acababa de ocurrir, pero tal vez más a causa de mi sacrilegio, por haber querido ver lo que no debe ser visto por un varón.

Vi a mi mujer, blanca como la nieve, en el suelo, con la boca abierta, los ojos sin vida abiertos al cielo azul, la sangre oscura en su sexo desgarrado, en sus piernas abiertas, en la paja, en la tierra.

“el libro capta la dimensión social en la que vivió Leonardo da vinci, [...] que engancha, con una prosa impecable. Conmovedor­amente tierno y actual”.

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