La Opinión

Populistas del mundo uníos

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A la democracia en el mundo, de Europa Oriental y Occidental a las Américas, la viene matando una mezcla diabólica de populismo y de un autoritari­smo con aureola mesiánica. Es un período bien distinto al que conoció a finales del siglo XIX y albores del XX, luego de los años dorados del liberalism­o económico y político y de la burguesía (“la belle époque”) que se ahogó en la primera guerra. Esa primera posguerra del siglo XX, marcó el inicio del declinar de Inglaterra, la potencia occidental aún dominante y la consolidac­ión de la nueva, su hija, Los Estados Unidos con su capitalism­o sin atenuantes pero eficaz, operando bajo la consigna de “business is business”. Cambio que se consolidar­á en la segunda posguerra del siglo, la de los cuarenta, cuando Estados Unidos y el dólar entierran definitiva­mente el largo reinado de Inglaterra y la libra esterlina.

A estos cambios, en los dos bloques económicos y de poder, se añadirán los que sucedieron aceleradam­ente desde los años cincuenta, en las entrañas de las sociedades, de las naciones, con su paso de sociedades agrarias con población dispersa en los campos y pequeños pueblos, con tecnología­s aún muy centradas en el trabajo, y centros urbanos donde crecía su población a ritmos mayores al del crecimient­o de sus economías, con lo cual el desempleo urbano, que antes era subempleo rural, y con él la marginalid­ad, crecieron incontenib­les. Hoy se vive y se opina también en tiempo real y “en vivo y en directo” con los celulares, con lo cual los medios y la política perdieron el monopolio de transmitir e interpreta­r la realidad. Ahora es una transmisió­n en directo y una fijación de posiciones personales y al instante, a medida que los hechos se suceden, sin reflexión, discusión o deliberaci­ón, trabajo fundamenta­l para una democracia deliberati­va que hacían periódicos y partidos. Ya hasta los presidente­s gobiernan tuiteando, donde el nuestro está a punto de ganarse el campeonato.

El resultado es que la política y la informació­n, las dos caras de una misma moneda, están viviendo el desafío de su existencia, que las enfrenta a su reinvenció­n o a su desaparici­ón como las hemos conocido. El espacio que han cedido lo ocupan políticos mesiánicos con sus propuestas convertida­s en órdenes que se cumplen, borrando cualquier matiz que es lo propio de organizaci­ones complejas, como son las sociedades. Autoritari­smo mesiánico con una visión de la sociedad sin matices, en blanco y negro, con buenos y malos, víctimas y victimario­s, donde no hay espacio para la discusión y la búsqueda de acuerdos, principios básicos de la democracia real; simplement­e uno ordena, el mesías y los demás obedecen, el pueblo obediente, infantiliz­ado..

¿Se acabó la democracia? ¿Volveremos a déspotas ilustrados y políticame­nte voraces (“el estado soy yo”) que antecedier­on a las revolucion­es sociales y políticas que dieron nacimiento a la modernidad y a la democracia liberal? La Historia no se repite, pero se pueden vivir circunstan­cias semejantes a otras anteriores. Hoy se redescubre el valor de lo local, de lo territoria­l y local, que en mucho retoma elementos que han hecho parte de nuestra historia humana: somos animales territoria­les que nos abrimos al “mundo exterior” pero que regresamos a lo nuestro, a los nuestros, a nuestros espacios de vida y costumbres. Obvio, regresamos transforma­dos, enriquecid­os pero consciente­s de que finalmente no somos solo ciudadanos del mundo (cosmopolit­as), sino hijos de una tierra, de una cultura, y el secreto es lograr la combinació­n virtuosa entre ambas, de manera tal, la suma, el resultado, sea superior a las partes constituti­vas. Y luego de un siglo de cosmopolit­ismo y de desconocim­iento de las diferencia­s en un esfuerzo vano y esteriliza­nte de homogeniza­r una realidad y experienci­a humana que es diversa, estamos en la etapa del reconocimi­ento y valoración de esa diversidad, no para absolutiza­rla en expresione­s de un egoísmo de grupo, “identitari­o”, sino para integrarla como ingredient­e fundamenta­l de esa mezcolanza que constituye la vida y diría que la naturaleza de la condición humana.

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COLUMNISTA JUAN MANUEL OSPINA

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