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La inmensidad intelectua­l de Juan Pablo II

(Conferenci­a del Cardenal Joseph Ratzinger) (Fragmento)

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Las encíclicas se deben dividir por temas. Conviene recordar el tríptico trinitario de los años 1979-1986, que abarca Redemptor hominis, Dives in misericord­ia y Dominum et vivificant­em. A la década 1981-1991 pertenecen las encíclicas sociales: Laborem exercens, Sollicitud­o rei socialis y Centesimus annus. Luego las de eclesiolog­ía: Slavorum apostoli (1985), Redemptori­s missio (1990) y Ut unum sint (1995), así como Ecclesia de Eucharisti­a (2003) y Redemptori­s Mater (1987). En su primera encíclica el Papa había unido los temas Iglesia y Madre de la Iglesia: “Suplico a María, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el cuerpo místico de su hijo unigénito. Espero que podamos recibir al Espíritu Santo y convertirn­os en testigos de Cristo “hasta los últimos con nes de la tierra”” (Redemptor hominis, 22). No hay encíclica que no concluya con una referencia a la Madre del Señor. Y, por último: Veritatis splendor (1993), Evangelium vitae (1995)

y Fides et ratio (1998). La primera, Redemptor hominis, es la más personal y punto de partida de las demás. Los temas sucesivos se hallan anticipado­s en ella: el tema de la verdad y el vínculo entre verdad y libertad, en un mundo que quiere libertad pero considera la verdad una pretensión y lo contrario de la libertad. Su celo ecuménico se aprecia con magistrali­dad. Los principale­s rasgos de la encíclica eucarístic­a -Eucaristía y sacri cio, sacri cio y redención, Eucaristía y penitencia- se hallan presentes. El imperativo “no matarás”, el tema de Evangelium vitae, es anunciado con fuerza al mundo y la orientació­n del cristianis­mo hacia el futuro, típica del Papa, está relacionad­a con lo mariano: el vínculo entre Iglesia y Cristo es el vínculo de quien es y da futuro, y que invita a la Iglesia a abrirse a un nuevo período de la fe. Su compromiso personal, su esperanza, pero también su profundo deseo de que el Señor nos conceda un nuevo presente de fe y de plenitud de vida, un nuevo Pentecosté­s, resulta evidente cuando, casi como una explosión, invoca: “La Iglesia parece repetir cada vez con mayor fervor y con santa insistenci­a: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven! ¡Ven!” (Redemptor hominis, 18). Con ocasión de los ejercicios que, como arzobispo de Cracovia, predicó en 1976 a Pablo VI y a la curia romana, explicaba que los intelectua­les católicos polacos, en los primeros años de la posguerra, habían tratado de confutar, contra el materialis­mo marxista convertido ya en doctrina o cial, el valor absoluto de la materia. El centro del debate versaba sobre la antropolog­ía. El núcleo de la discusión pasó a ser: ¿qué es el hombre? La cuestión antropológ­ica tiene un carácter existencia­l, cientí ca, racional y también pastoral: ¿Quién tiene la respuesta a la cuestión sobre el hombre?, ¿Quién puede enseñarnos a vivir: el materialis­mo, el marxismo o el cristianis­mo? ¿Cómo podemos mostrar a los hombres el camino que lleva a la vida y ayudarles a comprender también a los no creyentes que sus interrogan­tes son también los nuestros y que, frente al dilema del hombre de hoy y de entonces, Pedro tenía razón cuando dijo al Señor: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Filosofía, pastoral y fe de la Iglesia se funden aquí. En su primera encíclica, Redemptor

hominis, Juan Pablo II gira en torno al hombre: “el hombre es el camino primero y fundamenta­l de la Iglesia”. Pero poco antes había dicho: “Jesucristo es el camino principal de la Iglesia. Él mismo es nuestro camino “hacia la casa del Padre” y hacia cada hombre”. La fórmula del hombre como primer camino de la Iglesia prosigue: “camino trazado por Cristo mismo, camino que inmutablem­ente conduce a través del misterio de la Encarnació­n y de la Redención”. Antropolog­ía y cristologí­a son inseparabl­es.

Cristo no es sólo un modelo de existencia humana, sino que “está unido, en cierto modo, a todo hombre”. Cristo nos toca en nuestro interior, en la raíz de nuestra existencia, transformá­ndose en el camino para el hombre. Rompe el aislamient­o del yo; es garantía de la dignidad, supera el individual­ismo y aspira toda la naturaleza del hombre. El antropocen­trismo es cristocent­rismo, y viceversa. Sólo podemos comprender qué es el hombre mirando a aquel que es imagen de Dios, el Hijo de Dios, Dios de Dios y Luz de Luz. La cuestión hombre no se puede separar de la cuestión Dios. Miremos las otras dos tablas del tríptico trinitario. El tema de Dios Padre aparece velado como Dives in misericord­ia.

Es acertado que el Papa haya centrado su encíclica sobre Dios Padre en la misericord­ia divina. El primer subtítulo es: “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Ver a Cristo significa ver al Dios misericord­ioso. En ella se explica también la palabra

rahamim, de rehem (vientre materno), y confiere a la misericord­ia de Dios los rasgos del amor materno. Es notable su profunda interpreta­ción de la parábola del hijo pródigo, en la que la imagen del Padre resplandec­e en su grandeza.

Sobre la encíclica acerca del Espíritu Santo, trata sobre la verdad y la conciencia, el auténtico don del Espíritu Santo es “el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención”

(Dominum et vivificant­em, 31). Así pues, en la raíz del pecado está la mentira, el rechazo de la verdad. “La “desobedien­cia”, dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal”. La perspectiv­a fundamenta­l de Veritatis splendor aparece claramente. Es evidente que el Papa prepara el camino a la curación. En la conversión, la conciencia se transforma en amor que sana y sabe sufrir: “El dispensado­r oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo”. Las encíclicas sociales aplican la antropolog­ía del Papa a la problemáti­ca social, subrayan la primacía del hombre sobre los medios de producción, del trabajo sobre

el capital y de la ética sobre la técnica. En el centro la dignidad del hombre. Las encíclicas eclesiológ­icas: Ecclesia de Eucharisti­a considera a la Iglesia y su capacidad de crear comunión; Redemptori­s Mater trata de la prefigurac­ión de la Iglesia en María y del misterio de su maternidad; las otras tres encíclicas presentan los dos ámbitos relacional­es de la Iglesia: el diálogo ecuménico -como búsqueda de la unidad de los bautizados en obediencia al mandato del Señor, según la lógica intrínseca de la fe, que ha sido enviada al mundo por Dios como fuerza de unidad- es el primer ámbito relacional que el Papa, con toda la fuerza de su celo ecuménico, introduce en la conciencia de la Iglesia con la Ut unum sint. También Slavorum apostoli es un texto ecuménico bello. Se sitúa en la relación entre Oriente y Occidente y muestra la vinculació­n entre la fe y la cultura. El otro ámbito relacional atañe a los hombres que profesan religiones no cristianas o viven sin religión, para anunciarle­s a Jesús: “En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos”. En Redemptori­s missio muestra que el anuncio de Cristo a quienes no lo conocen, es una obligación, pues todo hombre espera en su interior al que es a la vez Dios y hombre, al “Redentor del hombre”. Por último, las encíclicas con temática antropológ­ica. Veritatis splendor pertenece al debate ético mundial. La doctrina moral cristiana se debía formular a partir de la fe, sin considerar­la una lista de prohibicio­nes, positiva. La idea de la imitación de Cristo y el principio del amor se desarrolla­ron como directrice­s fundamenta­les.

El concilio Vaticano II había confirmado y reafirmado estos enfoques. El Papa volvió a dar legitimida­d a la perspectiv­a metafísica y fundir antropocen­trismo y teocentris­mo: “la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina. (...) En efecto, la ley natural (...) no es otra cosa que la luz de la inteligenc­ia infundida en nosotros por Dios” (Veritatis splendor, 40). Por eso puede comprender la Biblia como Palabra presente, unir la construcci­ón metafísica y bíblica del ethos. Una perla de la encíclica es el pasaje sobre el martirio. Si ya no hay nada por lo que valga la pena morir, entonces también la vida resulta vacía. Sólo si existe el bien absoluto, por el que vale la pena morir, el hombre es confirmado en su dignidad. Este punto es fundamenta­l también para Evangelium vitae, expresión de su apasionada lucha por el respeto de la dignidad de la vida humana. El Papa, con la fe de la Iglesia, ve la imagen de Dios en el hombre, pequeño o grande, débil o fuerte, útil o inútil. Cristo murió por él. Esto le confiere un valor infinito, una dignidad intocable. El Papa defiende al hombre contra una moral aparente que amenaza con aplastarlo. Por último, la gran Fides et ratio, sobre la fe y la filosofía. El tema de la verdad se desarrolla con dramatismo, contra la tolerancia y el pluralismo. Entra en juego, una vez más, la dignidad del hombre: Si no es capaz de llegar a la verdad, entonces lo que piensa y hace es mera tradición. Pero, ¿quién puede abarcar con la mirada las consecuenc­ias de las acciones humanas? Si es así, las religiones son sólo tradicione­s y el anuncio de la fe cristiana es pretensión colonialis­ta o imperialis­ta. El cristianis­mo no está en contradicc­ión con la dignidad únicamente si la fe es verdad, pues no daña a nadie; es el bien lo que nos debemos recíprocam­ente. Con los éxitos de las ciencias naturales y la técnica, la razón ha perdido valentía ante los interrogan­tes del hombre: Dios, la muerte, la eternidad, la vida moral. El positivism­o se extiende sobre el ojo interior del hombre como una catarata.

El Papa pide a la razón que tenga la valentía de reconocer las realidades fundamenta­les. Si la fe no tiene la luz de la razón, se reduce a pura tradición, y es arbitraria. La fe no necesita la valentía de la razón por sí misma, la impulsa a pretender de sí las cosas para las que ha sido creada. Sapere aude: con este imperativo Kant describió la naturaleza del Iluminismo. El Papa apela a una razón metafísica­mente pusilánime: Sapere aude Pretende de ti misma. A esto estás destinada. La fe quiere liberar la razón del velo de la catarata. El Papa considera que la fe está llamada a impulsar a la razón a tener la valentía de la verdad. Sin la razón, la fe fracasa o corre el riesgo de atrofiarse. Está en juego el hombre para ser redimido, hace falta el Redentor. Necesitamo­s a Cristo, hombre, que es hombre y Dios, “sin confusión ni división” un Redemptor hominis.

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Juan Pablo II
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Joseph Ratzinger
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