La Opinión - Imágenes

El café en mi historia

- Isabel Cristina Valero M.

Me gusta el café en todas sus formas. Me gusta su historia milenaria y su eterno presente. Me gusta mi aproximaci­ón a sus orígenes en la amistad compartida con Rafael Eduardo Ángel Mogollón Insigne pamplonés quien, tras riguroso trabajo de investigac­ión, consignó en su libro

Colombia cafetera nació en Cúcuta, todo sobre ésta rubiácea de caracterís­ticas mágicas en su orido acontecer a través de los tiempos, experienci­a, a la postre, tan cercana como su misma vida (Pamplona Norte de Santander 1938, Bogotá 2014). Me es grato aludir al café y rendir homenaje en el recuerdo este señor ilustre, doctor en Jurisprude­ncia, historiado­r, investigad­or, archivista histórico (Escuela Documental­istas del Ministerio de Cultura de España,) Premio Tarradella­s Barcelona España 1981, Académico, Poeta, y un sin n de calidades las cuales compendio en su principal caracterís­tica, amigo, fortaleza desde la cual hizo de su vasto y plural saber una experienci­a para disfrutar, por lo que fue muy grato departir con él, nutrirse de su inagotable conocimien­to, contagiars­e de su alegría casi infantil, controvert­ir y, segurament­e disentir, pues sabía, además, interesars­e y escuchar otros puntos de vista. Así, en la vivencia de enriqueced­oras e interminab­les conversaci­ones sobre temas diversos y amenas veladas alrededor de la música, el canto, la poesía y un ingredient­e infaltable en su compañía, la risa, ruidosa y superlativ­a como él, tasa en mano, rigurosame­nte documentad­o, nos informó, nos contó y, nos contagió, de su fascinació­n histórica por el café, del apasionant­e deambular de la rubiácea por el mundo, de su recorrido hasta llegar a Venezuela, de su entrada a Colombia por Cúcuta la cual relacionó de la siguiente manera:

“Para llegar a nosotros el recorrido del Café, ‘la leyenda’ lo hace partir de ‘Esaú’ hasta encontrarl­o en manos de ‘José Gumilla” ( 3000 a. C.1732 d.C.) Es decir recorrió como del Éufrates al Orinoco y después en la realidad lo hace aparecer en tierras llaneras...” “De todas maneras tenemos que seguirle la ruta a los holandeses quienes llevaron la rubiácea a la Guayana y tuvo que suceder que fueran ellos, los que con ánimo expansivo primero lo llevaran a la isla de Martinica pasándolo luego a Surinam, para que por el Orinoco, ahí sí, en manos del jesuita español José Gumilla, nos viniera la rubiácea desde el oriente a Venezuela, a la desembocad­ura del Meta y bordeando el Arauca recorriera selvas y llanuras y llegara a las vertientes occidental­es del Táchira, por tierras del “Nuevo Reino Granda”, pasando a valles cucuteños para que por allí un francés monarquist­a, llamado Pedro Chauveau Peltier, fuera quien en territorio­s de la provincia de Pamplona, en el virreinato de la Nueva Granada, apareentra­do ciera comenzando primero él que ninguno otro, desde nales de 1794 hasta 1801, a hacer semillero en la Villa del Rosario de Cúcuta, en las riberas del río Táchira, legándonos 50.000 cafetos entablados en su hacienda “El Palmar”, después que de ese mismo café traído de Surinam, para 1783 lo sembrara en “Chacao”, cerca de Caracas, el padre Antonio García Mohedano, en las estancias “Blandín”, “San Felipe”, y la “Floresta” y a comienzos del siglo XIX su producido ya lo estuvieran exportando desde la capitanía de Venezuela en envidiable­s cantidades”. Rafael Eduardo Ángel, Colombia cafetera nació en Cúcuta, pags 33 y 43. -Sea este breve y vívido recuerdo mi homenaje al amigo, a Rafael Eduardo quien, el a sí mismo, hizo del saber la motivación de su existencia y vivió para honrar a la amistad.

Digo que me gusta el café en todas sus formas y pienso en caracterís­ticas fascinante­s de su naturaleza, como por ejemplo, que es el cafeto una de las pocas plantas que orece y frutece al mismo tiempo, que las primeras hojas se llaman “chapolas o mariposas” porque así lo parecen, que las

ores del cafeto son blancas o rosáceas y perfumadas con olor a jazmín, que el fruto se llama “cereza del café” y su mesocarpio es mucilagino­so, dulce y aromático, que contiene cada fruto o drupa dos semillas que son los granos del café los cuales vienen cubiertos, cada uno, por una delicada membrana llamada “piel de plata” y, por si fuera poco, los protege un velo rme y transparen­te de nombre “pergamino” el cual acuna con celo a las semillas hasta bien el proceso cafetero, en el momento de la “Trilla”, excelsos atributos de “Su Señoría”, el café, en los que se recrea mi imaginació­n al asociar el desarrollo de sus semillas con el de los gemelos dicigótico­s, (juntos pero independie­ntes protegido cada uno por su propia membrana amniótica), no sin relacionar, ésta asociación, con un símbolo cuya armonía en blanco y negro cautiva mis sentidos, el Yin Yang, el cual pareciera mostrarme tanto a los dos granos del café contenidos en su fruto como a los mellizos en su período de formación y, por qué no, a los hemisferio­s cerebrales, a las mitades del corazón o... a lo femenino y lo masculino como principio de vida, sin desconocer que representa este símbolo al concepto filosófico Taoísta exponente de la dualidad de todo lo existente en el Universo, -dualidad conformada por dos energías fundamenta­les, antagónica­s y complement­arias las cuales se generan mutuamente formando un equilibrio dinámico en el que cada energía, al alcanzar su plenitud, involucra dentro del opuesto un fragmento de sí-, bello imaginario el cual concluyo con esta considerac­ión, muy personal: -si es potestad del ser humano, según la teoría Taoísta, generarse y complement­arse con su opuesto hasta alcanzar la plenitud, al punto de involucrar en el otro un fragmento de sí, me gusta creer que es igualmente potestativ­o del ente pensante, ejercer a plenitud su autonomía y lucir su individual­idad, solo o acompañado, en aras de hallar su propio equilibrio, de tal forma

que al complement­arse con su opuesto o...con su igual, sea la conjunción de dos individual­idades, la realizació­n de dos experienci­as singulares, porque es claro que aunque eventualme­nte exista, por génesis, otro “idéntico” o muy parecido, cada ser humano es único en la especie.

Me gusta la soberanía cafetera de nuestro país y el nombre del café ligado a la historia, a la cultura y al progreso de los pueblos que lo han cultivado, me gusta el esmero y la dedicación que el café, soberano, demanda de quienes se acercan a él en sus diferentes momentos, me gusta su sugestivo color de tierra mojada una vez ha sido tostado y su textura millonaria en micropartí­culas una vez ha sido molido; me gusta su poderoso aroma emergiendo como un secreto muy bien guardado por las válvulas de refrescami­ento, cuando inopinadam­ente, alguna vez, me antojo de oprimir las bolsas en el supermerca­do o cuando ese mismo aroma, una vez preparado, se esparce sin mezquindad colmando los ambientes, embriagand­o los sentidos, anunciando su presencia. Me gusta el Café en su estado natural, es decir, contenido en sus frutos “rojo pasión” los cuales hacen suponer cualquier maravilla brotando de su interior, me gusta su sabor contundent­e, su sabor a vida, a naturaleza fresca, su sabor a...café y, me gusta saberlo por las mañanas de mi vida recién colado, en bolsa de tela, por un experto en la materia cuando lo disfruto a mis anchas, sin aditamento­s, sin leche, sin azúcar, sin cafetera electrónic­a, solo el, con toda su historia a cuestas, en actitud de forjar nuevas historias, momentos en los que se me antoja, esplendoro­so y algo posesivo, pues me abraza en la nostalgia y me precisa a vivir su encantamie­nto, a abstraerme mientras vivo la música, escribo, leo o simplement­e me dejo llevar por la imaginació­n y, cómo no, por la fascinació­n que él, dueño de sí, ejerce sobre mí. Me gusta el café humeante contenido en mi taza favorita o en alguna taza, en algún lugar, en alguna presencia cuando, a través del tiempo, es posible identi carse con una historia, con unos sueños, con unas soledades... y, retomar, compartir o simplement­e evocar, porque el café tiene memoria; en mi particular, una memoria antigua, toda vez que, siendo niña, me detenía en el duende de su aroma cuando lo degustaban mis solemnes adultos con la consigna “los niños no toman café”, lo cual, imposibili­tada para entender, simplement­e debí aceptar, sin poder, entonces, nombrarlo entre mis favoritos y lo que es peor, sin poder degustarlo a menos que se quedara algún sorbo olvidado en alguna taza y yo, en actitud sigilosa pero con aires de su ciencia o, como diría Rafael Eduardo, “dándomelas de café con leche”, procediera a beberlo.

Cuando digo que me gusta el café no me re ero sólo del placer de tomarlo lo cual supera ya todas las expectativ­as, me re ero a la inefable sensación que el estímulo de sus caracterís­ticas, todas, ejerce sobre mí, me re ero a su nutrida compañía a lo largo de mi vida, a su carismátic­a presencia en mi cotidianid­ad y a su injerencia en mi determinac­ión a la hora de plasmar las ideas y subvertir algunos, sólo algunos, órdenes establecid­os, hablo de su complicida­d con mi silencio y mi amada soledad, de su proximidad en mis momentos de re exión, en mis instantes de dicha, en mis encuentros con lo inevitable de la vida, hablo de su comprometi­da presencia en mi desempeño asistencia­l cuando, en el medio hospitalar­io, particular­mente en horas nocturnas, era necesario y bienvenido no sólo para matizar el rigor del ambiente, sino para alejar a la fatiga y garantizar efectivida­d a una exigente labor multifunci­onal, dirigida a una población ante la cual, considero, sólo DEBE SER POSIBLE mostrar rostros y actitudes afables, alertas, y comprometi­das en un cuidado integral, oportuno y e caz que revista garantías de calidad, cometido el cual, he de decirlo, redundará por siempre en satisfacci­ón muy personal. En éste orden de ideas y no sé, si debido a mi antecedent­e laboral o, más bien, a mi innata calidad de insomne, he de reconocer que, en el evento de tomarlo al nal del día, tiene el café el poder de trasmutar mi esquivo sueño en fantasía de mente presente lo cual me dispone para vivir alerta y a plenitud las 24 horas del día, estilo de vida poco recomendad­o a largo plazo por lo cual, a menos que, eventualme­nte, la magia deba continuar, me abstengo de su compañía vespertina.

Me gusta el café porque sí, porque es afín a mi naturaleza y no podría privarme de él ni reconocerl­o como una adicción, tal vez sólo puedo asumirlo como un placer, indescript­ible además, como todos los placeres. Me gusta su proximidad... quitándome el sueño, contando historias, evocando vidas, “nostalgián­do” como diría el poeta, seduciendo gustos y es que, se me antoja, el café, un fascinante seductor, pues una vez servido es improbable resistirse a su encanto. Me gusta el café suave, el café nuestro, el suave café Colombiano, (variedad Arábica del genero co ea reconocido por su excelencia en el mundo entero) y, me gusta servido en taza grande, no en taza pequeña, no, con generosida­d como reclama alguien muy cercano: “quiero un café generoso” y como quien, en uso de sus facultades, aquilató y cantó la magia de la vida en compañía del café ligando irreversib­lemente el recuerdo a su aroma o como quien, de forma incomprens­ible para mí, se toma “una buena taza de café para conciliar el sueño”. Yo, evoco mi historia, tan parecida a mí, entre mi imposibili­dad primera de hacerlo mi amigo y mi posterior familiarid­ad con él hasta el día de hoy, cuando, como ahora, escribo sobre él, en su compañía. Mi vida está gratamente ligada a su aroma, a su color, a su sabor, a su efecto benefactor sobre mi naturaleza la cual lo reclama so pena de desdibujar­me el ánimo. Mi vida en su familiar compañía, la del Café, trasciende en el tiempo, evoca y consolida, retoma, potencia y dilucida, se inspira y... espera. Mi vida en compañía del Café es un encuentro diario con mi noción de las realidades, con la íntima conciencia de mí, con la verdad y la belleza que habitan mi universo. Es el Café un placer que disfruto en cada sorbo, en cada evocación, en cada momento, en lo posible y en lo imposible, en lo que es, en lo que ya no es, en lo que fue, pero...sigue siendo.

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