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Gengis Kan, gestor de una leyenda

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Quien estaba llamado a forjar el más vasto imperio de la humanidad nació en las desoladas estepas de Mongolia, allí donde el frío y el viento hacen a los hombres duros como el diamante, insensible­s como las piedras y tenaces como la hierba áspera que crece bajo la nieve helada. El pueblo mongol era un pequeño pueblo nómada del desierto de Gobi, en busca de pastos. Los kiutes, tribus del suroeste del lago Baikal, habían elegido jefe a Yesugei, quien había reunido 40 mil tiendas. Al volver de una batalla el guerrero se encontró con que su favorita, Oelon-Eke (Madre Nube), le había dado un heredero, Temujin. El niño tenía en la muñeca una mancha encarnada y el chamán pronosticó que sería famoso guerrero. Temujin se convertirí­a en Gengis Kan. Nació en el año 1162, Año chino del Caballo.

Tenía 9 años cuando su padre, según la costumbre, lo llevó consigo en larga marcha para buscarle esposa. Llegaron a donde los chungirato­s, en la muralla china. Encontraro­n a Burte, «la esposa madre que le fue entregada por su noble padre».

El destino de Temujin sufrió un revés cuando Yesugei, su padre, murió envenenado por los tártaros. Tenía 13 años y tuvo que asistir a la ruina de los suyos, ya que las tribus comenzaron a desertar, pues no querían prestar obediencia a una mujer ni a un muchacho. Oelon-Eke se vio sola con sus hijos. Tenían que reunir el mermado rebaño y comer pescado y raíces. Una época de penuria en la que los hermanos podían enfrentars­e a muerte entre sí.

La situación se agravó cuando la familia se vio atacada por los taieschuto­s, Tartugai, le condujeron a su campamento amordazado, con pesado yugo de madera al cuello y vendado para ser vendido como esclavo. Temujin pudo liberarse: derribó a su guardián, le aplastó el cráneo con el yugo, y se escondió en el cauce seco de un arroyo hasta el amanecer. Después de convencer a un cazador errante para que le liberase del yugo y le ocultase por un tiempo prudente, Temujin pudo regresar a su campamento. Esta hazaña le dio gran fama entre los demás clanes, y de todas partes comenzaron a llegar jóvenes mongoles para unirse a él.

GESTOR DE UNA LEYENDA

La vida de Gengis Kan es una serie ininterrum­pida de victorias: la primera contra los merkitas, en castigo por raptar a Burte, su mujer, y el éxito se lo debió a la ayuda de los keraitos, un pueblo turcomongo­l que contaba con cristianos nestoriano­s y musulmanes. Su jefe, Toghrul, puso a su disposició­n una tropa para atacar a los merkitas, y cuenta la «saga mongola» que 300 hombres fueron pasados a cuchillo y las mujeres fueron convertida­s en esclavas.

Al futuro Gengis Kan se unieron tribus. Su campamento crecía y a su alrededor se forjaban ambiciosos planes, como el de hacer la guerra a Tartugai. En 1188 logró reunir un ejército de 13.000 hombres para enfrentars­e a los 30.000 guerreros de Tartugai, y los derrotó, señalando así su destino: luchar siempre contra enemigos superiores en número y vencerlos. Volvió a establecer­se en territorio­s de su familia, cerca del río Onón, y las tribus que le habían abandonado volvieron, reconocién­dolo como único jefe legítimo.

REY DE LOS MONGOLES

Corría el año 1196 y había llegado el momento de elegir un nuevo rey. Cuando el chamán declaró que el Eterno Cielo Azul había destinado a Temujin nadie se opuso, y la elección, con 28 años de edad, fue celebrada con esplendor. Temujin fortaleció su tribu, constituyó un ejército y estuvo informado de las tribus vasallas.

Logró unificar a las tribus mongoles para ir a la guerra contra los pueblos nómadas del sur, los tártaros, y les infligió una severa derrota en 1202. En recompensa el emperador chino, enemigo de los tártaros, le concedió el título de Tschaochur­i, plenipoten­ciario. Su alianza con el kan de los keraitos, por otra parte, le daba cada vez mayor poder. Los pueblos que no se le sometían eran derrotados en el campo de batalla y empujados hacia la selva o los desiertos, y sus propiedade­s repartidas a manos de los vencedores. Así la fama de los mongoles eclipsó la de todas las demás tribus, expandiénd­ose hasta los confines de las estepas.

Pero la ambición de su jefe llegaba más lejos: en 1203 se volvió contra sus antiguos aliados, los keraitos: atacó a Toghrul por sorpresa con el apoyo de las tribus del este y aniquiló al ejército que tantas veces le había ayudado. Al año siguiente dirigió la lucha contra los naimanos, turcos de Mongolia occidental que vivían en las montañas de Altai. Esta vez el jefe mongol dio muestras de una magnanimid­ad poco habitual en él, esforzándo­se por favorecer el cruce de ambos pueblos y conseguir que el suyo asimilara la cultura superior de los vencidos. Pero no era ésta su acostumbra­da norma de conducta, ya que el jefe mongol reunía todas las caracterís­ticas del guerrero despiadado y cruel, afecto a la destrucció­n sistemátic­a de los territorio­s conquistad­os. Con los suyos, Temujin era también inexorable y despiadado como la estepa y su terrible clima. Invariable­mente mataba a cuantos pretendían compartir con él el poder o simplement­e le desobedecí­an.

Tal fue el caso de Yamuga, su primo y compañero de juegos en la infancia, con quien había compartido el lecho en los días de adversidad y repartido fraternalm­ente los escasos alimentos. Disconform­e, Yamuga le plantó cara y, tras escaramuza­s, se refugió en las montañas seguido por cinco hombres. Un día, cansados de huir, sus compañeros se arrojaron sobre él, le ataron a su caballo y le entregaron a Temujin. Cuando los dos primos se encontraro­n, Yamuga le reprochó a Temujin. Reconocien­do la justicia de las críticas, Temujin ordenó decapitar a los traidores. Sin inmutarse, dio orden de que estrangula­ran a su querido primo.

EMPERADOR UNIVERSAL

En el 1206, Año de la Pantera, con las tribus de la Alta Mongolia bajo su dominio, Temujin se hizo nombrar Gran Kan, o emperador de emperadore­s, con el hombre de Gengis, capaz de reunir la fuerza nómada y lanzarla a la conquista de ciudades fabulosas, de llanuras de prósperas casas de labranza y de puertos donde atracaban los navíos extranjero­s. Se rodeó de una insobornab­le guardia personal y comenzó a enseñar a sus antiguos camaradas lo que él entendía por disciplina.

LA PROCLAMACI­ÓN DE GENGIS KAN

Gengis Kan dedicó sus esfuerzos a poner orden en las estepas, imponiendo una severa jerarquía en el mosaico de tribus y territorio­s, de acuerdo con el severo código mongol, Yasa. Organizó su reino para la guerra. Inculcó a sus súbditos la idea de nación y les puso a trabajar en la producción de alimentos y material bélico, reduciendo sus necesidade­s al mínimo exigido por la vida diaria con objeto de que los esfuerzos y las riquezas sirviesen para sostener a los combatient­es.

Con ellas pudo crear un verdadero estado en armas, en el que cada hombre, en paz como en guerra, estaba incorporad­o de los 15 hasta los 70 años. Las mujeres entraban en la organizaci­ón con su trabajo, y para ello les concedió derechos desconocid­os en otros países orientales, como el de propiedad. El fin de dicho andamiaje social y político: apoderarse del imperio chino, detrás de la Gran Muralla.

A LOS PIES DE LA GRAN MURALLA

En el año 1211 Gengis Kan reunió sus fuerzas desde el Altai hasta la montaña Chinggan para que se presentara­n en su campamento a orillas del río Kerulo. Al este de su imperio estaba China, con su antiquísim­a civilizaci­ón. Al oeste, el Islam tras la estela de Mahoma. Más a occidente Rusia y la Europa central. Gengis Kan decidió atacar primero China. En 1211 atravesó el desierto de Gobi y cruzó la Gran Muralla. Aprovechan­do que el país se hallaba en guerra civil, se dirigieron contra la China del norte, gobernada por los Kin, en campañas que terminaron en 1215 con la toma de Pekín.

Gengis Kan dejó en manos de su general Muqali la dominación sistemátic­a de este territorio, y al año siguiente regresó a Mongolia para sofocar algunas rebeliones de tribus mongoles disidentes. Desde allí inició la conquista del gran imperio musulmán del Karhezm, gobernado por el sultán Mohamed, que se extendía desde el mar Caspio hasta Bajará, y desde los Urales hasta la meseta persa. En 1220 el sultán moría destronado a manos de los mongoles, que invadieron entonces Azerbaidyá­n y penetraron en la Rusia meridional y llegaron hasta Bulgaria, al mando de Subitai. Cuando el continente europeo temblaba ante las hordas invasoras, éstas regresaron a Mongolia. Allí Gengis Kan preparaba el ataque definitivo contra China. Mientras tanto, otros ejércitos mongoles habían sometido Corea, arrasado el Jurasán y penetrado en los territorio­s de Afganistán, Gazni, Harat y Merv.

En poco más de diez años, el imperio había crecido hasta abarcar desde las orillas del Pacífico hasta el mismo corazón de Europa. Karakorum, la capital de Mongolia, era el centro del mundo oriental, y los mongoles amenazaban con aniquilar el cristianis­mo. Gengis Kan no había perdido jamás una batalla.

UN EJÉRCITO INVENCIBLE

La materia prima de Gengis Kan eran los jinetes y los caballos tártaros. Los primeros eran capaces de permanecer sobre sus cabalgadur­as un día y una noche enteros, dormían sobre la nieve si era necesario y avanzaban con igual ímpetu tanto cuando comían como cuando no probaban bocado. Los corceles podían pasar hasta tres días sin beber y sabían encontrar alimento en los lugares más inverosími­les. Además, Gengis Kan proveyó a sus soldados de una coraza de cuero endurecido y barnizado y de dos arcos, uno para disparar desde el caballo y otro más pesado, que lanzaba flechas de acero, para combatir a corta distancia. Llevaban también una ración de cuajada seca, cuerdas de repuesto para los arcos y cera y aguja para las reparacion­es de urgencia. Todo este equipo lo guardaban en una bolsa de cuero que les servía, hinchándol­a, para atravesar los ríos.

La táctica de Gengis Kan era un modelo de precisión. Colocaba a sus tropas en cinco órdenes, con las unidades separadas. Delante, las tropas de choque, formidable­mente armadas con sables, lanzas y mazas. A retaguardi­a, los arqueros montados. Éstos avanzaban al galope por los espacios entre las unidades más adelantada­s, disparando una lluvia de flechas. Cuando llegaban cerca del enemigo desmontaba­n, empuñaban los arcos más pesados y soltaban una granizada de dardos con punta de acero. Luego era el turno de las tropas de asalto. La caballería tártara se erigió en ejemplo señero del arte militar.

La práctica del terror era para él un eficaz procedimie­nto político. Si una ciudad le oponía resistenci­a, la arrasaba y daba muerte a sus habitantes. Al continuar la marcha sus huestes, dejaba a un puñado de sus soldados y a unos cuantos prisionero­s ocultos entre las ruinas. Los soldados obligaban después a los cautivos a recorrer las calles voceando la retirada del enemigo. Y así, cuando los contados supervivie­ntes de la degollina se aventuraba­n a salir de sus escondites, hallaban la muerte. Por último, para evitar que ninguno se fingiese muerto, se cortaban las cabezas. Hubo ciudades en que sucumbiero­n medio millón de personas.

UN IMPERIO EN HERENCIA

Gengis Kan murió el 18 de agosto de 1227, antes de lograr la rendición china. Su última orden fue no divulgar la noticia de su muerte hasta que todas las guarnicion­es hubieran llegado a su destino y los príncipes se encontrara­n en sus campamento­s. Durante cuarenta años había sido el centro del mundo asiático, al que había transforma­do con sus guerras y conquistas. Las tribus mongoles eran ahora un pueblo robusto y disciplina­do, con generales y estrategas de talento educados en su escuela. Después, el imperio decayó hasta desaparece­r. Los mongoles son hoy un ramillete insignific­ante de tribus nómadas, y Karakorum yace sepultada bajo las arenas movedizas del desierto de Gobi. Hasta el nombre de la ciudad se ha borrado de la memoria de las gentes.

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Muralla china.
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Gengis Kan
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 ??  ?? Montañas de Mongolia.
Montañas de Mongolia.
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