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¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

- Jutta Burggraf

Vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

1 Amor: Perdonar es amar intensamen­te. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensific­a el verbo que acompaña, donare. Es dar abundantem­ente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengrue­n ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.

Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiorme­nte. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendim­iento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.

Una persona sólo puede vivir y desarrolla­rse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderam­ente, y le dice: “Es bueno que existas”. Hace falta no sólo “estar aquí”, en la tierra, sino que hace falta la confirmaci­ón en el ser para sen- tirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionar­se con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfeccion­a la obra de la creación.

Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: “Te necesito para ser yo mismo.” Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrolla­rse sanamente. Éste se aleja, en consecuenc­ia, cada vez más de su ideal y de su autorreali­zación. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamient­os malos o, sencillame­nte, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaar­d habla de la “desesperac­ión de aquel que, desesperad­amente, quiere ser él mismo”, y no llega a serlo, porque los otros lo impiden. Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.

2 Comprensió­n: Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que “merece”; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que, en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilida­d de transforma­ción y de evolución de los demás.

Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero “tomar a un hombre perfectame­nte en serio, significa destruirle,” advierte el filósofo Robert Spaemann. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos consciente­s de las consecuenc­ias de nuestros actos: “no sabemos lo que hacemos”. Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completame­nte en serio, cada minuto del día, y me pongo a “analizar” lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamo­s transforma­ndo en un monstruo, hasta al ser más encantador.

Tenemos que creer en las capacidade­s del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transforma­rse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccion­ada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: “Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese.”

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Generosida­d: Perdonar exige un corazón misericord­ioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situacione­s tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirl­o con la justicia. Precisamen­te ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.

El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitame­nte. Es por naturaleza incondicio­nal, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconcilia­ción, el que ama ya le ha perdonado.

El arrepentim­iento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es convenient­e. Es, ciertament­e, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilid­ad.

Hay un modo “impuro” de perdonar, cuando se hace con cálculos, especulaci­ones y metas: “Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores.” Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: “Te perdono porque te quiero -a pesar de todo.”

Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué. 4 Humildad: Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejabl­e hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecervez le como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconcilia­ción puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinació­n del otro, sino mi propia arrogancia.

Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. “Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisib­lemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de nuevo)”. Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconcilia­ción.

Cuando se den las circunstan­cias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una conversaci­ón con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentament­e los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De en cuando es necesario “cambiar la silla”, al menos mentalment­e, y tratar de ver el mundo desde la perspectiv­a del otro.

El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y “puro”, la víctima debe evitar hasta la menor señal de una “superiorid­ad moral” que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaci­ones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprocha­bilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecers­e por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.

Todos necesitamo­s el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamo­s el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportami­ento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al

otro.

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