La Opinión - Imágenes

Ismael Enrique Arciniegas

(1865 - 1938)

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EN SUEÑOS

Ya aspiro los aromas de su huerto; Las brisas gimen y las hojas tiemblan. Cuán bella ¡oh luna! a nuestra cita vienes... Sueña, alma mía... ¡sueña! Herido traigo el corazón... ¿Deliro? ¿Es el canto del ave que se queja? Es su voz... ¡y me llama! ¿Por qué tardas? Ven, mis brazos te esperan. ¿Son mentira tus besos?... ¡No me engañes! Ábreme tu alma y cuéntame tus penas. ¿Lloras?... ¿por qué?... Si nuestro amor es crimen, Crimen, bendito seas; Traigo para tu sien una corona, Para ensalzarte mi arpa de poeta. Yo haré en mis cantos, alma de mi alma, ¡Nuestra pasión, eterna! Jura otra vez que me amas, que eres mía; Jura... ¡nadie ríos oye! ¡Nada temas! «¡Tuya! bien mío... ¡para siempre tuya!» ¡Sueña, alma mía... sueña!

EL ANOCHECER

Canta la fuente en el jardín. La tarde se apaga, seda y oro, y otra nube en el ocaso entre arreboles arde. Baja la noche. El pensamient­o sube. En torno, sombras. Entra todo en reposo. El bosque es negra mancha. La visión del espíritu se ensancha, y el alma en el recuerdo se concentra. En las manos la frente taciturna, sueño... Sombras. Callada la arboleda. Todo se ha ido... En la quietud nocturna el rumor de la fuente sólo queda.

ÉXTASIS

Leía y meditaba. Era la hora En que el alma en la carne se agiganta. El sol caía en la naciente sombra; La tarde se apagaba. Meditaba, y mi espíritu subía, Subía como al cielo se alza el águila; Me asomé al infinito, y vi tinieblas, Y me perdí en la nada. Sentí hervidero de astros en la sombra, Y pregunté al vacío ¿dónde se halla Esa luz creadora que los mundos De entre el caos levanta? Y subía, y subía... Lo impalpable A mis ojos abríase sin vallas; Y en la sombra, sondando lo infinito, Mi espíritu flotaba. De repente la luna alzó su disco. Brotaron las estrellas a miríadas; Y la noche me habló con su silencio, ¡Y Dios habló a mi alma!

EN COLONIA

En la vieja Colonia, en el oscuro rincón de una taberna, tres estudiante­s de Alemania, un día bebíamos cerveza. Cerca el Rhin murmuraba entre la bruma evocando leyendas, y sobre el muerto campo y en las almas flotaba la tristeza. Hablábamos de amor, y Franz, el triste, el soñador poeta, de versos enfermizos, cual las hadas de sus vagos poemas, -Yo brindo -dijo- por la amada mía, la que vive en las nieblas, en los viejos castillos y en las sombras de las mudas iglesias; Por mi pálida musa de ojos castos y rubia cabellera, que cuando entro de noche en mi buhardilla en la frente me besa. Y Karl, el de las rimas aceradas, el de la lira enérgica, cantor del sol, de los radiantes cielos y de las hondas selvas, El poeta del pueblo, el que ha narrado las campestres faenas, el de los versos que en las almas vibran cual músicas guerreras, -Yo brindo -dijo- por la amada mía, la hermosa lorenesa, de ojos ardientes, de encendidos labios y riza cabellera; Por la mujer de besos ardorosos que aguarda ya mi vuelta en los verdes viñedos donde arrastra sus aguas el Mosela. -¡Brinda tú! -me dijeron-. Yo callaba de codos en la mesa, y ocultando una lágrima, alcé el vaso y dije con voz trémula: -¡Brindo por el amor que nunca acaba!... Y apuré la cerveza, y entre cantos y gritos exclamamos: -¡Por la pasión eterna! Y seguimos risueños, charladore­s, en nuestra alegre fiesta... Y allí mi corazón se me moría, ¡Se moría de frío y de tristeza!

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