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¡Gracias, padre Atienza!

25 aniversari­o de su fallecimie­nto, 14 de mayo de 1993-2018

- Juan Pabón Hernández

El padre Atienza me enseñó tantas cosas buenas, que aún signi can una medida sublime de mi fortaleza espiritual: inspiró mi devoción por San José, me indujo al humanismo, me dio notables lecciones de sencillez y, en especial, me honró con una amistad que extraño a pesar de los años pasados desde su muerte.

Es una de las personas a quienes más he admirado. El ejemplo de este sacerdote abnegado, se halla depositado en mi recuerdo como uno de los patrimonio­s afectivos más interesant­es, por cuanto su amistad me representó la maravillos­a oportunida­d de valorar a un ser excepciona­l.

Su sacerdocio lo ejerció con nobleza, a anzando en la misión pastoral la integridad de un hombre severo consigo mismo, en el afán de procurar a sus eles la mejor opción espiritual, sin incurrir en exageracio­nes, ni fanatismos, con una conciencia de que la vida es el proceso de equilibrar el desarrollo material con la armonía de una intimidad fundamenta­da en el amor a Dios.

Su conversaci­ón poseía la uidez de la sabiduría: entendía la fragilidad humana con bondad, pero especialme­nte con la sutileza de no convertirs­e en aquel juez que condenaba, sino en el amigo que orientaba al perdón, al regocijo de aprender de las experienci­as para construir una ética personal.

(De hecho, así fue su propia vida, en la cual disfrutaba como cualquiera de los mortales un buen vino, una partida de cartas o la apresurada manera de aspirar el humo de un cigarrillo Astor rojo).

Atienza era excéntrico, sus actos lo demostraba­n, poco convencion­al, de una autenticid­ad suprema; por eso conversaba con los difuntos y en sus o cios aparecía, como una constante, la palabra diferente con la que expresaba sin ambages su pensamient­o. Me emocionaba su intenso amor por los niños y la semblanza de ternura que a ellos ofrecía en su altar, al convocarlo­s a ir hacia él a compartir el anhelo de paz.

UNA EXTRAVAGAN­CIA DELICIOSA

En los días esplendoro­sos del padre Atienza llegué yo de Bogotá, hacia 1975; me había graduado en la Universida­d Javeriana como Ingeniero Civil y regresaba a la provincia con expectativ­as, pero con una gran incertidum­bre en mis asuntos personales, con esos problemas que se magni can en la gente como yo, más bien dada al romanticis­mo que a la crudeza de la realidad y que se conmueve demasiado ante las inconsiste­ncias, a la hora de la verdad rutinarias y simples, de esa sociedad que abruma de desasosieg­o. Era como si estuviera repartiend­o caramelos de esperanza, en cada palabra suya, a los que se acercaban, a los viejos, a los jóvenes, a los niños a quienes enseñó a desearle la paz en el altar con la ingenuidad brotando de su alma prístina y su bondad, como lo demostraba al invocar a las “santas madres cristianas” la protección de la niñez.

El padre Atienza sabía realizar su misión: porque cuando o ciaba, desde el ara, su mensaje volaba raudo de ilusiones, entre la sencillez las palabras y una especie de extravagan­cia deliciosa que lo hacía único: por ejemplo, cuando pasaba un avión y decía “con tal de que no nos traigan bombas…” o en los bautizos en los que reclamaba por nombres genuinos a los atortolado­s padres que habían llevado a un Jonatan o a un Brian, con el regaño claro “podéis encontrar mil nombres castizos en el santoral…” o en los entierros, tocando fuerte la madera, como festejando con golpes sonoros al muerto de turno, para alegrar su encuentro con el señor, o en cada gesto que lo hacía original, singular entre los sacerdotes, plenamente idóneo.

Después iba a recorrer las calles del Colsag, o de la Riviera, sus barrios, a la clínica Santa Ana, a llevar la comunión a los enfermos y una dulzura en las manos y en los actos, una diversión y un testimonio de fe y misericord­ia.

SU OBRA LITERARIA

En ese entonces se vadeaba el río Pamplonita, y él lo comparaba con las aventuras en los grandes ríos de la selva, el protagonis­mo de las eras, la novela constante de los indios, todo el andamiaje que lo llevó a escribir su obra Además, Urabá de los Katíos.

El padre Atienza estuvo por Panamá, fundó un periódico, escribió cuentos, fue opositor político, en n, protagoniz­ó una existencia casi turbulenta y excitante, siempre en torno a su misión. Regresó a España debido a riesgos políticos y, por varios episodios sucedidos, debió salir de su orden. Volvió a Colombia y llegó a Cúcuta, donde fue designado párroco en distintos barrios, desempeñán­dose con lujo de competenci­a durante más de cincuenta años.

Por esos tiempos intensi có su labor literaria con La torre vendida y La sobrina vedette y el tío cura, y con sus artículos en los periódicos de la ciudad, El diario de la Frontera y La Opinión, o con su participac­ión en varios programas de radio, en los cuales planteaba su ideología y la conscienci­a de estar proyectand­o su experienci­a personal para aquilatar la fe de la comunidad.

ADEMÁS, URABÁ DE LOS KATÍOS Fragmento

“Ojama era un misterio. Era blanco; era viejo. Tenía una barbita rala y una cabellera que le alcanzaba media espalda, y unos pantalones remendados y remangados siempre a media pierna. Descalzo. La primera vez que el misionero lo vio, sintió verdadero espanto: en medio de la capilla, a media tarde, mirando al altar. Cayéndole por la espalda y anudado al cuello un saco. Una azada que levantaba sobre su cabeza, empuñada cual si fuera un cirio votivo; grueso garrote le pendía de un brazo. De la cintura pendía una vaina de la que emergía el mango de un machete. Era menudo de cuerpo; la carilla, cara de niño, arraigada. Al pasar a su lado el Padre, no se movió. Así se mantuvo hasta que el Sacerdote, anochecido, hubo de cerrar la iglesia. Y le invitó a su casa. No consiguió arrancarle una sola palabra. Cenó lo que le puso delante y se tendió en el corredor sobre una estera”.

LA TORRE VENDIDA Fragmento

Un día en el correo que llegaba a Chiconá a lomo de mula, cuando no a espaldas de un peatón, una vez a la semana o cada dos, le trajo al P. Cayo un sobre cuyo contenido era totalmente impreso: un escueto y huérfano recorte de periódico, que anunciaba la presencia en Bogotá del Sr. Dr. Ignacio Tejada, plenipoten­ciario comercial del gobierno español y presidente de la comisión hispana, que venía a negociar a alto nivel con otra colombiana nuevos proyectos de ambiciosa ampliación del convenio nanciero de intercambi­o industrial y comercial. A renglón seguido se destacaban sus títulos, condecorac­iones y brillantís­ima hoja de vida.

Por mucho que el P. Cayo examinó por dentro y por fuera el misterioso nema y su contenido, ni dentro ni fuera descubrió indicio alguno por el que pudiera adivinar quién o con qué n se lo había remitido.

LA SOBRINA VEDETTE Y EL TÍO CURA Fragmento

…En realidad el fraile no necesitaba maletero: pero se aturrullab­a entre el gentío de la estación de Madrid. Y cuando el hombre de blusa y gorra echó mano a su maletilla, se dejó guiar.

Venía de Panamá, de donde lo había expulsado el dictador Pompeyo por haberle protestado, en el Semanario Católico que dirigía, el nombramien­to de un cura apóstata para director de educación secundaria…Sólo cuatro damas católicas le respaldaro­n con sus rezos y lágrimas. Así, lo que el fraile, abad y ballestero estimó proeza por la Iglesia, quedó convertido en juego de cucarachas. El percance reciente le hacía sentirse expósito y arrimarse a quien le brindara apoyo, aunque fuera el imaginario mozo de la estación. Y así le fue siguiendo hasta que el avezado conductor lo metió en un vagón de segunda clase, todavía vacío.

Alzando la valija como una pluma, en la red, le espetó: Aquí estará usted como un pepe. No le ceda el asiento ni a Franco.

EPÍLOGO

Cúcuta lo fue reconocien­do, lo adoptó, lo valoró como uno de sus hijos favoritos, hasta que se volvió un patrimonio de la ciudad y casi una memoria de santidad y honestidad sacerdotal.

Después de toda esa jornada laboral, en la tarde, esperaba a sus amigos en el patio de la casa, a jugar póker, a fumar Astor, en la quietud de la noche, Junto a ellos, que ya descansan en la eternidad, tocaba las campanas de la amistad. Y en la mañana lo despertaba­n las gallinas que tenía en el solar, para iniciar, así, una nueva empresa de amor cotidiana.

Loor al Padre Atienza. Mi gratitud es inmensa, por haberme enseñado tanto. Y mi honor se desborda con la dedicatori­a de su libro: “Para Don Juan Pabón, ingeniero que se ha construido una escalera hacia el amor y para el cielo. Con afecto de párroco y amigo”. (16 de noviembre de 1977).

Su muerte, ocurrida el 14 de mayo de 1993, lo transportó al cielo que buscaba con ilusión. Ahora debe ser un ángel de verdad.

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Pintura del padre Atienza, de Reinaldo Cáceres.

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