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Corrupción y democracia

- Jaime Ricardo Reyes Calderón

Cercanas unas elecciones cruciales para la historia de la nación, es necesario retomar y evidenciar algunos principios que ayuden a percibir y analizar el panorama real de la política colombiana y regional. La corrupción es, tal vez, la preocupaci­ón mayor que inquieta a todos los colombiano­s, la realidad más inocultabl­e en la que coincidimo­s todos los ciudadanos, sin distingo de mentalidad, edad o liación política. Nos permitimos ofrecer algunas señales para la comprensió­n y el análisis.

UNAS DEFINICION­ES

Corrupción política, en términos generales, es el mal uso público (gubernamen­tal) del poder para conseguir una ventaja ilegítima, generalmen­te secreta y privada. El término opuesto a corrupción política es transparen­cia. Por esta razón se puede hablar del nivel de corrupción o de transparen­cia de un Estado, de una sociedad, de un partido, de unas personas. Sayed y Bruce (1998) de nen la corrupción como “el mal uso o el abuso del poder público para bene cio personal y privado”, entendiend­o que este fenómeno no se limita a los funcionari­os públicos. También se de ne como “el conjunto de actitudes y actividade­s mediante las cuales una persona transgrede compromiso­s adquiridos consigo mismo, utilizando los privilegio­s otorgados con el objetivo de obtener un bene cio ajeno al bien común”. Las formas de corrupción varían, pero las más comunes son el uso ilegítimo de informació­n privilegia­da, el trá co de in uencias, los sobornos, las extorsione­s, los fraudes y el nepotismo.

La corrupción también contribuye a la destrucció­n medioambie­ntal. Los países corruptos pueden tener formalment­e una legislació­n destinada a proteger el ambiente, pero no puede ser ejecutada si los encargados de que se cumpla son fácilmente sobornados. Lo mismo puede aplicarse para los derechos sociales, la protección laboral, la prevención del trabajo infantil, e incluso la seguridad alimentari­a. Frente a la última, el economista y ganador del Premio Nobel Amartya Sen ha observado que “no existe nada que pueda llamarse problema apolítico de alimentos”. Según esto, si bien las sequías y otros eventos naturales pueden desencaden­ar condicione­s de hambruna, es la acción o inacción del gobierno lo que determina su severidad. Las muertes por desnutrici­ón de niños en la Guajira, que vienen de siempre, son una señal de las consecuenc­ias que acarrean decenios de pésimas administra­ciones ejercidas por verdaderas ma as de la política.

DEMOCRACIA ILEGÍTIMA

La corrupción carcome los cimientos de la democracia. Pensemos en el ciudadano que le vende su voto a un candidato. Segurament­e, él no entiende que es mucho más lo que pierde que lo que gana: el candidato que compra votos (dado que es un inepto incapaz de convencer), una vez elegido, se apropiará de los recursos que deben destinarse para la educación, la salud, la vivienda, entre otros, de ese ciudadano, de su familia y de su comunidad. Pensemos ahora en otro ciudadano que le “consigue” votos a un candidato para obtener un subsidio, un contrato o un puesto en una entidad pública. Probableme­nte, él no entiende que los políticos no son los dueños del dinero que se utiliza para pagar los subsidios, los puestos y los contratos. Ese dinero proviene de los impuestos que pagan los ciudadanos y, en esa medida, es a ellos a quienes les pertenece. Por eso, subsidios, puestos y contratos deben otorgarse -y así lo establece la ley- sobre la base de criterios como mérito, experienci­a e idoneidad, y todos los ciudadanos deben velar porque así sea. Lo contrario es corrupción.

En términos generales, es acertado a rmar que un sistema “democrátic­o” en donde los ciudadanos no comprenden de qué se trata la democracia, no puede funcionar. Captar “líderes sociales” que hacen mercadeo con votos y puestos o ciales, “amarrar” los votos de empleados temporales (contratist­as, OPS) para que se les conserve el trabajo, adjudicar contratos millonario­s bajo compromiso de entregar el 10%, 20% o 30%, dependiend­o de la voracidad del político y el tamaño del contrato, son prácticas demasiado habituales en nuestro medio que bien merecerían investigac­iones objetivas, rigurosas y profundas. Algunos partidos y sectores políticos han sido verdaderos modelos de organizaci­ones criminales. En Colombia hemos elegido gobernante­s sin el mínimo intelectiv­o y académico, dignatario­s alcohólico­s y drogodepen­dientes, pedó los y pederastas corruptore­s de menores, invasores de tierras, mentirosos y cínicos redomados, asesinos comprobado­s y, que no se nos olvide, ma osos tristement­e célebres por su crueldad. Los colombiano­s los elegimos. Todos somos agentes, culpables y víctimas de la corrupción.

En suma, es posible a rmar que la corrupción política es una realidad general. Su nivel de tolerancia o de combate evidencia la madurez política de cada país, da cada ciudad, de cada entorno social. Por esta misma razón las entidades nacionales e internacio­nales, o ciales y privadas, que tienen la misión de supervisar y controlar la corrupción política, como es el caso de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas, la Organizaci­ón de los Estados Americanos y Transparen­cia Internacio­nal, tendrían que formar ciudadanos y colectivos sociales capacitado­s para enfrentar, todos los días y en todos los ámbitos, a ese cáncer social que es la corrupción.

DEMOCRACIA COMUNICATI­VA

Se señala entonces un terrible error en la participac­ión política: el emotivismo. Algo tan esencial en la vida de las sociedades, en la construcci­ón consciente de la propia historia, sufre de una gran desvaloriz­ación, de una profunda miseria. Quien no conoce la realidad, quien no descifra el complejo mundo de las relaciones económicas y los eventos socio-políticos, quien no tiene claridad sobre la sociedad y los actores que son responsabl­es de las decisiones políticas, quien ignora todo y sólo ve una foto de campaña, con un eslogan y varios “spots” publicitar­ios, será víctima de las mentiras, parcialida­des, engaños y malformaci­ones de las redes sociales y la propaganda electorera. Algo tan importante

se reduce al “a mí me gusta X, pero no me gusta Y”, en la actualidad sustentánd­ose por los “memes” y las pasiones sin argumentos de las cadenas de “whatsapps”. Cortina nos advierte: “Nuestro discurso público está totalmente depauperad­o por el emotivismo, porque es un discurso en el que no se dan argumentos, no se dan razones, sino que se trata exclusivam­ente de causar adhesiones”.

La lósofa española Adela Cortina expone que es necesario un cambio en el cual se vivencie un nuevo tipo de democracia, la democracia comunicati­va, por la cual los afectados, es decir, los ciudadanos, efectivame­nte participen oponiéndos­e a la corrupción y acompañand­o los procesos políticos y la construcci­ón del derecho, de las leyes y normas. Opina así:

“Tratar de asegurar a todos unos mínimos de justicia es condición indispensa­ble para que una sociedad funcione democrátic­amente, no se puede pedir a los ciudadanos que se interesen por el debate público, por la participac­ión pública, si su sociedad ni siquiera se preocupa por procurarle­s el mínimo decente para vivir con dignidad. Éste es un presupuest­o básico que ya no cabe someter a deliberaci­ón, sobre lo que se debe deliberar es sobre el modo de satisfacer ese mínimo razonable, teniendo en cuenta los medios al alcance”.

Conocer las acciones reales es lo que legitima el ejercicio y la gestión política. Ahora bien, capacitar, identi car, dialogar, criticar, valorar y elegir los gobernante­s, representa un serio proceso de formación que es la base democrátic­a inomitible. Saber elegir sería la segunda tarea. Cabe aquí ir proponiend­o sugerencia­s como asegurar la transparen­cia en la nanciación de los partidos para evitar la corrupción como una condición de superviven­cia democrátic­a. Confeccion­ar listas abiertas, que permitan a los ciudadanos no votar a quienes no desean y quitar fuerza a los aparatos, evitando en cada partido el monopolio del pensamient­o único. Eliminar los argumentar­ios, esos nuevos dogmas a los que se acogen militantes, simpatizan­tes y medios de comunicaci­ón a nes, impidiendo que las gentes piensen por sí mismas. Prohibir el mal marketing partidario que consiste en intentar vender el propio producto desacredit­ando al competidor, olvidando que el buen marketing convence con la bondad de la propia oferta. Penalizar a los partidos que, al acceder al poder, no cumplen con lo prometido, no aseguran las calidades morales de sus candidatos, ni dan razón de por qué no lo hacen. Acabar con la partidizac­ión de la vida pública, con la fractura de la sociedad en bandos en cualquiera de los temas que le afectan. Propiciar la votación por circunscri­pciones, favorecien­do el contacto directo con los electores.

Éstas serían algunas propuestas para mejorar la representa­ción, pero la buena representa­ción, con ser esencial, no es el único camino para que los ciudadanos expresen su voluntad. Es necesario multiplica­r las instancias de deliberaci­ón pública, en comisiones, comités y otros lugares cuali cados de la sociedad civil, impulsar las “conferenci­as de ciudadanos”, y abrir espacios para que las gentes puedan expresar sus puntos de vista en nuevas ágoras. Éste es el espacio de la opinión pública- no sólo publicada-, indispensa­ble en sociedades pluralista­s, que hoy se amplía en el ciberespac­io, pero sigue reclamando lugares físicos de encuentro, de debate cara a cara, porque nada sustituye la fuerza de la comunicaci­ón interperso­nal. No se puede vivir democrátic­amente si nos limitamos a un mero electoreri­smo, la simple acción de asistir a las urnas.

Un paso más consistirí­a en delimitar, como mínimo, una parte del presupuest­o público, y dejarla en manos de los ciudadanos para que decidan en qué debe invertirse, mediante deliberaci­ón bien institucio­nalizada y controlada, aprendiend­o de experienci­as como las de Porto Alegre, Villa del Rosario, Kerala y una in nidad de lugares no tan emblemátic­os a lo largo y ancho de la geografía. El dinero de todos debe ser invertido en las necesidade­s señaladas por todos.

MORALIZACI­ÓN

La búsqueda del bien común como único objetivo del ejercicio político que previene los excesos, tentacione­s y engaños de la corrupción, exige, en el fondo y de forma inaplazabl­e, una reforma moral. Lo legal no es una acción mágica que por ella misma asegura la honestidad y la corrección. La ley fructi ca cuando está sembrada en la tierra humana abonada de saberes objetivos y críticos, valores; tierra abonada de certezas y evidencias ético-democrátic­as. Cortina así retrata la relación entre legislació­n y moralidad:

“Evidenteme­nte, las leyes son inevitable­s, pero el vacío legal no es nunca la causa de los desaguisad­os. Lo peor es el dé cit moral, porque si los ciudadanos no nos convencemo­s de que hay determinad­os modos de conducta que valen la pena por sí mismos, que son por sí mismos humanizado­res mientras que otros no lo son, no hay leyes, controles y sanciones en el mundo capaces de resolver el problema. Y esa convicción de que hay determinad­os modos de actuar que humanizan tiene que venir desde dentro. Por eso es importante la moralizaci­ón de las sociedades”.

La meta consiste, como es obvio, en ir consiguien­do que los destinatar­ios de las leyes, los ciudadanos, sean también sus autores, a través de la representa­ción auténtica y la participac­ión de los afectados. Éste es uno de los caminos posibles para evitar que la desmoraliz­ación destruya nuestra sociedad democrátic­a”.

REFERENCIA­S

Wikipedia, entrada “Corrupción Política”, consultada el 28-03-2017; Sayed & Bruce. (1998). “Police corruption: Towards a working definition”, en African security review, 7 (1). Cortina, Adela. “¿Para qué sirve realmente la ética?” Barcelona, Paidós: 2013; “La regeneraci­ón moral de la sociedad y de la vida política”, en Cuadernos de Deusto No. 9, 1996.

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Adela Cortina Amartya Sen

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