De los Alpes a Fontainebleau: ‘Obermann’, de Senancour
Entre los libros que he leído este verano, me ha fascinado Obermann (1804), de Étienne Pivert de Senancour. Cuenta la historia de un joven aristócrata que abandona Francia para vivir al pie de los Alpes. Tras di cultades iniciales para adaptarse a la sociedad, Obermann se enamora de Mme. Del. Su pasión, sin embargo, no es correspondida, lo que le conduce a una profunda crisis espiritual. En los Alpes, Obermann vivirá tres experiencias iniciáticas. En la primera, el protagonista asciende a Les Dents du Midi y una vez arriba, entre rocas y glaciares, se despoja de toda atadura social —reloj, dinero e incluso ropas— para unirse a la naturaleza: “Allí, el éter indiscernible dejaba perderse la vista en la inmensidad sin límites, buscar otros mundos y otros soles en medio del resplandor del sol y de los ventisqueros como bajo el vasto cielo de la noche, y por encima de la atmósfera abrasada por el fuego del día penetrar en un universo nocturno”.
En el segundo pasaje referido, Obermann contempla exaltado la cascada de Pissevache cuando, de repente, se ve envuelto por el vapor de agua que le cala hasta los huesos: “Separado de todos los lugares por esta atmósfera de agua y por este ruido inmenso, veía todos los lugares ante mí y no me ve veía en ninguno. Inmóvil, sentíame conmovido, no obstante, por un movimiento extraordinario. En seguridad, en medio de las ruinas amenazadoras, me sentía como sumergido por las aguas y viviendo en el abismo. Había abandonado la tierra, y consideraba mi vida ridícula […]”.
El tercer episodio solo aparece en la edición de 1840 de la novela. Es aparentemente el más irreal, aunque, según los comentaristas de la obra de Senancour, se basa en una experiencia autobiográ ca. En él, Obermann parte de Martigny con la intención de alcanzar el albergue de Grand-Saint-Bernard, situado unos 2000 m. más alto y a 40 km. de distancia. Tras pasar el pueblo de Saint-Pierre, última etapa en la ascensión, le sorprende una copiosa nevada y la caída de la noche. Desorientado, logra a duras penas encontrar el curso del Dranse, a cuyas aguas torrenciales se lanza para descender lo antes posible.
El peligro —“una vez, la caída fue tan fuerte, que creí llegado el término”— se torna en aquel momento en deleite: “entonces comenzó la lucha contra los obstáculos; entonces principió el goce particularísimo que suscitaba la magnitud del peligro”. Obermann cierra los ojos ante la imposibilidad de servirse de ellos y se somete sin resistencia a la fuerza de la naturaleza. La envergadura de la experiencia le hace mirar con desdén incluso su propia posibilidad de salvación: “Empezando a
acostumbrarme a aquellos movimientos bruscos, a aquella especie de audacia, olvidaba la aldea de Saint-Pierre, único asilo al que podía pretender, cuando una luz me lo indicó. La vi con una indiferencia que, sin duda, provenía más de la irre exión que del verdadero valor […]”.
Trasladémonos ahora a Fontainebleau, a apenas 60 km. de París. Frente a este exceso sublime de los Alpes suizos, el bosque francés hace las veces de su opuesto. Los capítulos dedicados a Fontainebleau se sitúan casi al inicio de la novela. Tras un año en Suiza, Obermann se ve obligado a retornar París sin que se nos revele la razón. Para aplacar su deseo de volver junto a los Alpes, acude diariamente a una biblioteca para distraerse con libros de viajes. Un día, mientras pasea sobre los viejos adoquines del patio, recuerda la cantera de Fontainebleau y sus paseos de juventud entre los árboles del bosque. Aquel verano decide volver allá.
Cuando Obermann se adentra de nuevo, por primera vez después de varios años, por los senderos de Fontainebleau espera perderse “en torrentes, barrancos, parajes románticos y terribles”. Pero lo que encuentra son “colinas de arenisca derribadas, un suelo bastante llano y apenas pintoresco”. En realidad, a sus ojos Fontainebleau es esencialmente un desierto —”al n, me creo en el desierto”—, un lugar solitario, propicio a la melancolía.
Y, sin embargo, pese a su monotonía y su carencia de grandes accidentes, Fontainebleau cautiva al protagonista si tan siquiera como sucedáneo de los Alpes. “¿Se da usted cuenta del placer que experimento cuando mi pie se hunde en una arena movediza y ardiente, cuando avanzo trabajosamente, y no hay agua, ni frescura, ni sombra? —pregunta Obermann a su con dente anónimo— Veo un espacio inculto y mudo, rocas ruinosas, despojadas, quebrantadas, y las fuerzas de la Naturaleza sometidas a la fuerza del tiempo”. Aun carente de sublimidad, Fontainebleau también posee para Senancour una vertiente romántica, propia de los parajes desolados y solitarios. Finalmente, “el silencio, el abandono y la esterilidad me bastaron”. Senancour inició con Obermann la moda romántica de evadirse de París en el bosque de Fontainebleau. George Sand, quien prologó la tercera edición de la novela, vivió en 1833, entre las grutas de Fontainebleau, el comienzo de su tempestuosa relación con el poeta Alfred de Musset; episodio rememorado por ambos en La confesión
de un hijo del siglo (1836) de Musset y en Ella y él (1859) de George Sand. Diez años más tarde, aquella aventura sirvió todavía de pretexto a Gustave Flaubert para escribir uno de los más bellos pasajes de La educación sentimental (1869): el que narra los amoríos de Frédéric y Rosanette en plena Revolución de 1848. De este modo, mientras que Senancour pre rió recorrer los senderos de Fontainebleau en soledad, los que le siguieron hicieron de sus recovecos lugar predilecto para aventuras amorosas.