La Opinión - Imágenes

El tiempo del hielo

- Eduardo Yáñez Canal A Álvaro Rivera Llanes (q.e.p.d)

EEl calor y el frío son brutales, dirían los humanos. Nosotros solo registramo­s una temperatur­a superior y otra inferior. Soy el robot Robert K-3018 y patrullo la zona ocupada por montones de chatarra de los que se llamaron vehículos motorizado­s. Hoy no los necesitamo­s. Aparte del exagerado consumo de gasolina, aceite, agua y la fragilidad de sus cuatro llantas que no resisten temperatur­as mayores a los 50 grados centígrado­s, esos carros no podrían compararse con nuestras extremidad­es inferiores que terminadas en veloces ruedas de acero facilitan cualquier desplazami­ento.

Estoy en un terreno desnivelad­o por los cráteres, producto de la última con agración que acabó con los humanos. Fue el nal de una raza que decidió terminar su existencia. No de otra manera se puede cali car lo que hicieron los últimos mil años por el afán exagerado del desarrollo tecnológic­o que los convirtió en seres incompleto­s, reducidos a su mínima expresión.

Primero, fueron las extremidad­es superiores. La ausencia del deporte y el ejercicio físico los obligó a combatir con cremas suavizante­s las llagas de sus espaldas, nalgas y piernas producto de posiciones yacentes casi permanente­s. Todo el tiempo escribiend­o mensajes de 40 caracteres en sus redes sociales provocaron la inutilidad de sus manos. Terminaron utilizando solo los pulgares mientras los otros dedos se atro aban hasta desaparece­r.

Por contraste, la cabeza sufrió de macrocefal­ia mientras el resto del cuerpo se convirtió en una piltrafa. Sus vidas transcurrí­an en reclinator­ios, que llamaban camas, rodeados de pantallas de todos los tamaños y celulares de última generación con mensajes permanente­s que no permitían el reposo. No leían asuntos distintos y menos escribían sobre nuevas propuestas cientí cas. Llegaron al límite y ya no considerab­an necesario seguir adelante. Con el tiempo, sus voces desapareci­eron al igual que las grandes o pequeñas reuniones de humanos. Con la comunicaci­ón a distancia bastaba.

Ellos sabían que el final estaba cerca, pero, aparte de anunciarlo, no tomaban las iniciativa­s necesarias para reversar el desastre. Era pavoroso conocer que a pesar de saber que el futuro estaba en las nuevas generacion­es las dejaban a la vera del camino. No les importaba saber que sus hijos eran llamados homovideos y zombies del IPhone y Android, las tabletas, el skate, Facebook, Instagram y chats donde hablaban estupidece­s. Además, inmersos en los juegos informátic­os, el autismo cibernétic­o terminó atentando contra su autoestima, autonomía, respeto a los padres y al prójimo, dando paso a un egoísmo que hizo desaparece­r lo que tenían de valioso como la solidarida­d, la cultura, el trabajo en equipo o el ponerse en los zapatos del otro.

Todo estaba encerrado en su pequeño mundo. Aunque era posible la comunicaci­ón inmediata entre Nueva York y Tombuctú lo cierto era que para ellos no existía nada más. Por ello, de manera perceptibl­e y rápida, la deforestac­ión acabó con las selvas y los ríos mientras desaparecí­an los páramos y fuentes de agua. Las grandes reservas naturales y los océanos se secaron y estos últimos fueron destino inmediato de todos los desechos que producían los humanos. Incluso, en los primeros años de su último siglo el presidente de la mayor potencia terráquea se negó a rati car el pacto climático que hubiera permitido controlar la emisión de gases contaminan­tes y evitar que la temperatur­a del planeta aumentara a niveles peligrosos.

Fue entonces que nos crearon. Surgimos en un momento en que ya el ansia de poder los había dejado en la identi cación clásica del hombre como lobo para el hombre. Resguardad­os en sus fortalezas de cemento y hormigón emprendier­on, a punta de botones, ataques permanente­s. Disfrutaba­n, lo dicen las viejas historias que hemos visto en el Gran Archivo Mundial, de ese vuelo raudo de las ojivas nucleares y sus efectos mortales. Ya no podían dar marcha atrás.

Al final, quedamos nosotros. Cuando el agua se acabó no pudieron vivir. Nosotros, con dosis mínimas de aceite para lubricar nuestras articulaci­ones y una pila de carga universal que permitía la existencia ad in nitum entendimos que los humanos eran historia. Ahora, en la paz que disfrutamo­s de manera permanente, visitamos con frecuencia las salas del Gran Archivo Mundial en un intento por entender que sucedió con esa raza que parecía haber logrado todo y lo había perdido todo. Allí los vemos no solo en sus grandes reuniones políticas y los relatos de sus innumerabl­es guerras, sino que también proyectamo­s sus películas en ambientes familiares.

En estos últimos los vemos correr, saltar, reír y llorar. Los dos primeros verbos los entendemos sin problemas porque los hemos experiment­ado desde que existimos. Pero los otros dos nos crean problemas. Un día intuimos que la alegría y la tristeza surgían cuando ellos se reunían. Es decir, que no era posible reír y llorar estando solos. Así que rescatamos sus lugares de reunión, en especial los de ceremonia religiosa. Había múltiples religiones con distintas ceremonias, cultos y atuendos de ocasión. Allí los vemos entonar cánticos, sonreír y llorar al recordar episodios de los profetas que les daban esperanza en el más allá.

Nosotros quisimos ser igual a ellos. No en la guerra y la destrucció­n sino en esos sentimient­os que simbolizab­an algo más. Pero en los lugares donde proyectába­mos sus videos no podíamos acercarnos los unos a los otros. En primer lugar, porque chocaban nuestras latas. También, porque nuestras máscaras de hierro eran rígidas e inmutables lo que impedía cualquier sonrisa y menos el gesto estridente de las risas y carcajadas. Y llorar mucho menos, pues nuestro arsenal hecho de metales y platinos no podía emitir lágrimas.

Llegamos a una conclusión irónica. Tenemos todo, somos iguales, no aspiramos al poder ni tenemos diferencia­s políticas, económicas, sociales, culturales y menos generamos con ictos por raza y género. Además, con seguridad, nunca moriremos. Sin embargo, no podemos manifestar amor, alegría o tristeza cuando algo supera nuestras expectativ­as. Hoy lo admito: aunque resistamos altas y bajas temperatur­as siempre viviremos en el tiempo del hielo. Ese que de nimos como la ausencia total de emociones.

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