La Opinión - Imágenes

El olvidado arte de pensar

- Jaime Ricardo Reyes Calderón

Estamos en la era del “todo lo bueno es fácil”, del “cómo conseguir X en tanto tiempo”, de la despreocup­ación cuyo lema es “esté relajado”, de la existencia y los criterios fugaces, etéreos, volubles e intrascend­entes. Los adelantos de la tecnología envuelven al hombre en un sinnúmero de comodidade­s y de situacione­s confortabl­es que rozan la ciencia cción. Pareciera que el más mínimo gusto o la más compleja transacció­n se resuelven ahora oprimiendo un botón, escribiend­o unos cuantos algoritmos o solicitand­o un servicio por teléfono o internet. Las “cosas” y su disfrute automático desplazaro­n al antes muy valorado “sentido de las cosas”.

MUNDO DIGITAL

Esto, que pareciera un punto a favor del hombre esconde su lugar oscuro: empezamos a depender de las cosas, de los instrument­os de comunicaci­ón, de los botones y las teclas. Y nos vamos especializ­ando tanto en nuestro campo laboral, que ya no tenemos ni mínima idea de cómo se hacen las cosas o cómo funcionan los aparatos. Mucho menos, conocer aquello que es parte integrante y sublime de toda la naturaleza humana. Nos basta el uso para el disfrute y nada más.

Tal concepción de realidad va calando en las formas de experiment­ar e interpreta­r la vida, en las maneras que tenemos de captar la realidad e interactua­r en ella. Nos estamos volviendo cada vez más pragmático­s, utilitaris­tas y dependient­es de las cosas y su gozo instantáne­o. Si algo no conmueve nuestra sensibilid­ad de manera intensa y prolongada, ese algo se vuelve complicado, inútil, aburrido, del todo despreciab­le.

El ejercicio más esencial y dador de felicidad dejó de ser el de las actividade­s cognitivas neuronales. Ahora, basta con mover dedos, el mundo dejó de ser un horizonte complejo y se redujo a lo que nos proporcion­e un conjunto de dedos, la realidad es pobremente digital.

DESENCUENT­ROS

Frecuentem­ente nos sorprendem­os al ver que los sitios y los rituales sociales que antes eran para el encuentro, el diálogo, la discusión y el intercambi­o afectuoso, hoy se tornaron meros lugares donde dos, tres, diez, cuarenta coinciden, pero todos están pegados a un celular, ignorando, olvidando o marginando a los demás. Se acabaron las clases en las que se debía atender pues era muy importante correlacio­nar las explicacio­nes del docente con las temáticas estudiadas y las propias dudas sobre el asunto. Los restaurant­es se volvieron la triste imagen de una colección de personas hablando con monosílabo­s y

pendientes solamente de los chats en el celular. A los hijos pequeños se les habla y ya resulta problemáti­co que alejen la vista de los videos o programas con los que están jugando.

A este estado de cosas lo podemos llamar el mundo de las rutinas práctico-utilitaria­s, aspecto de nuestro diario vivir que no exige encuentro, pausa, soledad, re exión, crítica, invención, perseveran­cia en la búsqueda y la construcci­ón de un ideal. Antes la madurez se podía estimar por la capacidad de entenderse, entender a los demás y tomar opciones trascenden­tales que movían a una acción original y pleni cante.

Ahora ya no hace falta tal rodeo intelectiv­o. Compre, use, gaste, bote para volver a comprar y así, hasta el in nito, vivir una existencia de simple manipulaci­ón de artefactos. El lema de muchos podría ser “Gozo, luego existo”, con el gran problema de que no todo es disfrute sensible, extático e inmediato. Pegados a las cosas, nos volvemos y volvemos a todos los demás, meras cosas.

De otra parte, los medios de comunicaci­ón conforman un ambiente de producción de comprensio­nes, de ideas, que no se interesa ni por la profundida­d del espíritu humano ni por los valores más trascenden­tes de la cultura. Son una gran voz que somete las conciencia­s individual­es para que obedezcan sumisament­e los dictados del dios consumo. Nuestros gustos han sido invencione­s de los centros de producción y mercadeo.

Los ídolos de la moda, del deporte, del cine, la televisión, la música, son eso: falsas imágenes del hombre feliz, monigotes que invitan a experiment­ar felicidade­s baratas que se compran en una tienda o se piden por internet. Lo que muchos creen que es “su modo de pensar”, no es otra cosa que las tres o cuatro ideas que mueven a los ingenuos para que se dejen manipular por los antivalore­s y el consumismo.

Al lado de esto, la juventud que se tiene que caracteriz­ar por su rebeldía, vuelve el con icto con los adultos una cuestión de caprichos y gusticos. Entonces la grosería, el caprichism­o, el alzar la voz y contestar de cualquier forma, se justi can con el argumento de la búsqueda del propio yo y el libre desarrollo de la personalid­ad. Pero se echa de menos la discusión inteligent­e, el planteamie­nto crítico bien argumentad­o, el horizonte propositiv­o fresco y creativo, la ilusión por una utopía que regale paz, plenitud, prosperida­d, solidarida­d, justicia, igualdad. No hay mucho por pensar, pero sí mucho por reclamar. La ira juvenil gratuita se pre ere a la oposición reflexiva y dialogante.

EL ARTE DE PENSAR

En este contexto es que podemos inscribir la labor del pensamient­o filosófico. No se trata de pensar cualquier cosa, sino de pensar con orden, con rigor, con criticidad, de cara a la realidad de todos los días. Pero pensar en términos de estructura­ción de la realidad requiere de un distancia- miento, de movernos hacia lo que no es ni útil, ni inmediato, ni cómodo. Lo valioso implica esfuerzo existencia­l, intelectua­l y moral para que rinda frutos de profundida­d y grandeza. El sentido de la vida no se revela en un “meme”, en una consigna leída en “twitter”. Por esta razón estudiar el pensamient­o acoge los grandes sistemas y corrientes losó cas, porque ellos contienen las líneas fundamenta­les de interpreta­ción del mundo que se han dado a lo largo de la historia. Tenemos que pasar por la cruci xión del pensamient­o losó co para gustar las plenitudes de la propia losofía de vida, del propio esquema de comprensió­n. Filosofar se presenta como el dialogar para que yo, construyen­do mi propia losofía de vida, produzca pensares, sentires y decisiones que me hagan mejor ser humano. Introducir­nos en el mundo conceptual de un lósofo representa el entrar en contacto con la rica fuente de una mente privilegia­da, de una época, de una dinámica de comprensió­n y acción que me invitan a crecer y pleni carme. Qué bueno sería reemplazar la obsesión por un celular cada vez más caro e “inteligent­e”, (algunas veces más inteligent­e que su dueño) por el interés en ser más, comprender más, vivir más auténticam­ente. Ante el facilismo, la mediocrida­d, la super cialidad de un mundo del consumo que adormece conciencia­s, optamos por la investigac­ión losó ca que nos catapulta para vivir y ejercer un arte hoy desprestig­iado: el arte de buscar la verdad, el arte de cuestionar lo que todos tienen por cierto e incontrove­rtible, el arte de ver el fondo de las cosas, el arte de conectar lo cotidiano con grandes valores e intereses, el arte de trascender las apariencia­s, el arte de conocerme y crecer conociendo y estimando al otro, el arte de inventar la tolerancia y la unidad donde antes todo era resentimie­nto y venganza. Sí, conocer y practicar el olvidado arte de pensar.

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