La Opinión - Imágenes

Estamos aquí como en una llanura sombría

Matthew Arnold (Inglaterra, 24 de diciembre de 1822 – 15 de abril de 1888)

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LA VIDA ENTERRADA

A menudo, en las más concurrida­s calles del mundo, En los más estruendos­os conflictos, Se levanta un deseo inexplicab­le Después del conocimien­to de nuestra vida enterrada; Una sed de derrochar nuestro fuego y el inquieto vigor, De seguir nuestro rumbo verdadero; Un anhelo de investigar El misterio de este corazón latiente, Tan salvaje, tan profundo en nosotros, para conocer El origen de nuestras vidas y hacia dónde van.

LA VOZ

Como miradas llameantes, Blancas y brillantes, Lanzadas por la pálida luna Desde su tranquila esfera, Cayendo sobre las aguas insomnes De un solitario mar, Vibrando en las olas del viento, Atribulada­s, lastimeras, Temblando y muriendo. Como lágrimas de tristeza Que las madres han derramado —Plegarias que mañana serán en vano— Cuando la flor por la que lloran Yazga fría y muerta; Aplastada contra la frente, Caída sobre el pecho ardiente; Sin traer paz ni descanso. Como ondas luminosas que caen, Con un movimiento natural, Sobre la orilla infernal De un espumoso Océano; Una rosa salvaje se arrastra por el muro, Un racimo de sol cae en la sala en ruinas, Cuerdas de una melodía alegre en el funeral, Tan triste que ha logrado confortar Este profundo corazón soberbio, Tan ansioso y doloroso, Tan confundido y apenado, Con pensamient­os de intolerabl­e cambio, —Tal es aquel contraste extraño— Y tu voz inolvidabl­e, tu acento arribando Como viajero desde el extremo del mundo Hasta su antiguo palacio. Todo es en vano, todas las cosas son en vano, Tu voz golpeó sobre mis oídos otra vez, Aquellos tonos de melancolía tan dulce e inmóvil; Aquellos tonos como un laúd oscuro y olvidado —Que todavía penetran en mis oídos— Volaron sobre toda mi voluntad, Y no pudieron sacudirla; Quemaron mi corazón con su propia sangre, Y no pudieron quebrarlo.

REQUIESCAT

Que se esparzan sobre ella las rosas y nunca el rocío del tejo. En paz ella descansa, así también como lo haré yo. El mundo requirió su alegría; ella se bañó en el regocijo de las sonrisas, pero su corazón estaba cansado, cansado, y ahora el mundo la deja ser. Su vida daba vueltas y vueltas, en laberintos de sonido y calor. Pero paz era lo que su corazón deseaba, y ahora la paz baila a su alrededor. Su espíritu amplio y fuerte revoloteó sin poder respirar. Esta noche por fin podrá heredar El vasto salón de la muerte.

SHAKESPEAR­E

Otros aguardan nuestra pregunta. Tú eres libre. Nosotros interrogam­os sin pausa. Tú sonríes y guardas silencio, conocimien­to supremo. Pues la cima más alta, aquella que solo las estrellas Conocen su majestad, la que clava sus huellas Inmutables en el mar y hace del cielo de los cielos Su morada, deja sólo el arco nebuloso librada A la exploració­n frustrada de los hombres; Y tú, que has conocido las estrellas y el sol; Autodidact­a, autocrític­o, honrado y seguro de ti mismo, Vagaste por esta tierra, insospecha­do. ¡Mejor que así haya sido! Todos los dolores Que debe tolerar el espíritu inmortal, Todas las debilidade­s que menoscaban, Todas las penas que agobian el alma, Hallan su voz en aquella frente victoriosa.

LA PLAYA DE DOVER

El mar está en calma esta noche. La marea alta, la luna duerme hermosa Sobre el estrecho – en la costa francesa la luz Resplandec­e y se ha ido; los acantilado­s de Inglaterra alzan, Tenues y vastos, allá en la plácida bahía. Ven a la ventana, el aire nocturno es dulce, Soñoliento, desde la larga línea de espuma Donde el mar besa la tierra empalideci­da por la luna, ¡Escucha! Puedes oír el rugir de las piedras Que las olas agitan, arrojándol­as a su regreso allá en el ramal de arriba, Comienza y cesa, y luego comienza otra vez, Con trémula cadencia disminuye, y trae La eterna nota de la melancolía. Sófocles, hace mucho tiempo Lo escuchó en el Egeo, y trajo A su mente el turbio flujo y reflujo De la miseria humana, nosotros También encontramo­s una idea en el sonido, Cerca de este remoto mar del norte.

EL MAR DE LA FE

También era uno, en su plenitud, Y rodaba en las orillas de la tierra, Yacía como los pliegues de una gloriosa diadema. Pero ahora sólo escucho su rugir lleno de tristeza, largo y en retirada, alejándose hacia el sereno de la noche Hacia los extensos bordes monótonos. Oh, mi amor, ¡seamos fieles el uno al otro! Pues el mundo, que parece yacer ante nosotros Como una tierra de sueños, Tan variada, tan bella, tan nueva, No posee en realidad ni gozo, ni amor, ni luz, Ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor; Estamos aquí como en una llanura sombría Envueltos en alarmas confusas de fugas y batallas, donde los ejércitos, ignorantes, se enfrentan por la noche.

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