La Opinión - Imágenes

Poemas de Alfred de Musset (1810-1857)

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ACUÉRDATE DE MI

Acuérdate de mí cuando la aurora abra el Sol el mágico palacio, cuando la meditabund­a, soñadora, cruce la noche el silencioso espacio, cuando al placer tu corazón palpite, cuando la tarde a delirar te invite, oye una voz que se dirige a ti diciéndote a través del Océano: ¡Acuérdate de mí! Acuérdate de mí cuando el destino te haya para siempre para mi eclipsado, cuando ya sienta el pobre peregrino marchito el corazón desesperad­o, piensa en mi amor, en nuestro adiós supremo, que yo sé amar y serte fiel no temo, y el pecho que una vez latió por ti mientras palpite clamará doliente: ¡Acuérdate de mí! Acuérdate de mí cuando ya inerte mi destrozado corazón sucumba, cuando la flor piadosa de la muerte sonría sobre el mármol de mi tumba, ¡ay! ¡Ya no te veré! Pero mi alma de la alta noche en la solemne calma como una hermana fiel volverá a ti y oirás que te murmura dulcemente:

IMPROMPTU

En respuesta a la pregunta: ¿Qué es la poesía? Ahuyentar los recuerdos, fijar el pensamient­o, sobre un bello eje de oro mantenerlo oscilante, inquieto e inseguro, mas sin embargo quedo, acaso eternizar el sueño de un instante. Amar lo puro y lo bello y buscar su armonía; escuchar en el alma el eco del talento; cantar, reír, llorar, solo, al azar, sin guía; de un suspiro o una sonrisa, de una voz o mirada, hacer obra exquisita, pletórica de gracia, de una lágrima perla: esa es la pasión del poeta en la tierra, su vida y su ambición.

LUCÍA

Caros amigos, cuando yo muera, plantad un sauce en mi tumba. Yo amo ese follaje desolado, su palidez me es dulce y querida, y su sombra será leve para la tierra en que dormiré. Una tarde. Estábamos solos. Yo, sentado junto a ella, que inclinaba la cabeza y sobre el clavecín dejaba, ensoñadora, flotar su blanca mano. No era más que un murmullo: era como un roce de alas, un viento lejano que regresa, deslizándo­se sobre las rosas, y teme que al pasar se despierten los pájaros. A nuestro alrededor, la cálida voluptuosi­dad de la noche emanaba del cáliz de las flores. Los castaños del parque y las añosas encinas mecían dulcemente sus ramas llorosas. Nosotros oíamos la noche; la ventana entreabier­ta nos dejaba llegar los perfumes de la primavera; los vientos estaban mudos; el camino, desierto; nosotros, solos, pensativos, teníamos quince años. Yo miré a Lucía. Pálida y rubia. Nunca unos ojos han tenido más la dulzura del cielo más puro, ni más han sondeado la profundida­d y reflejado el azur. Su belleza me adormecía; yo no la amé sino a ella en el mundo. Pero yo creía amarla como se ama a una hermana. Todo lo que de ella venía era el pleno pudor. Desfalleci­mos largo tiempo; mi mano tocó su mano, contemplé el ensueño de su frente triste y amada, y sentía en el alma, a cada movimiento, que poco estarían con nosotros, para aliviar toda pena, estos dos signos unidos de paz y felicidad: juventud del rostro, juventud del corazón. La luna se alzaba en un cielo sin nubes como un largo velo de plata que de golpe lo inundase Ella vio, en mis ojos, resplandec­er su imagen: su sonrisa parecía un ángel. Ella cantó. ¡Hija del dolor, harmonía, harmonía! Lengua que el genio inventó para el amor. Que nos vino de Italia, que le vino del cielo. ¡Dulce lengua del corazón, la sola del pensamient­o, esta virgen tímida y de una discreción agresiva se puso el velo en los ojos, sin timidez! –¿Quién sabe esto que un niño puede entender y puede decir, en tus suspiros divinos, nacidos del aire que respira, tristes como su corazón y dulces como su voz? ¡Se sorprende una mirada, una lágrima que cae; lo demás es un misterio ignorado de la multitud, como aquello que flota, de la noche y de los bosques! Nosotros estábamos solos, pensativos; yo miraba a Lucía. El eco de su canción temblaba en nuestros semblantes.

TRISTEZA

Perdí mis fuerzas y mi vida, y mi alegría y mis amigos; hasta perdí incluso el orgullo que hizo creer cierto mi genio. Conocí un día la verdad y me creí que era una amiga; en cuanto yo la comprendí y la sentí, de ella me harté. Y, sin embargo, es eterna y quien pasara aquí sin ella todo ha ignorado de este mundo. Habla Dios, hay que responderl­e. Me queda un bien únicamente: haber llorado algunas veces.

LA VISIÓN

Amigo, nuestro padre es también tuyo. No soy tu ángel guardián ni soy tampoco El destino funesto de los hombres. Acerca de los que amo nunca sé Qué caminos sus pasos tomarán En la esfera del barro que habitamos. Te diré que no soy dios ni demonio, Y que muy bien acabas de nombrarme Dirigiéndo­te a mi como a un hermano; Donde tú vayas yo estaré presente Hasta el último día de tu vida, Y entonces estaré sobre tu tumba. Tu corazón me lo ha confiado el cielo. Cuando sientas de nuevo este dolor, Sin inquietud acude siempre a mí, Que yo te seguiré por el camino, Pero darte la mano no podré, Porque, amigo, yo soy la Soledad.

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