La Opinión - Imágenes

El comandante Canino

- Beto Rodríguez

De Casimiro Labrador pocas personas sabían de su pasado, en el barrio lo considerab­an dueño de gran fortuna, secretista tibetano, férreo militar glorioso en el campo solitario, ex juez in exible, drástico padre y amante de los perros origen de su postrera desgracia.

Lo llamaban tuerto o dálmata porque en una tarde salió acalorado a la lluvia, y la hazaña lo condenó a mirar gris de lado de por vida, con la ventaja de poder despistar a quien lo enfocara de frente.

De madrugada Casimiro sacaba a pasear un enorme pastor al cual los profanos en materia zoológica lo considerab­an alemán, pero se trataba de un hermoso ejemplar de hocico frío, de raza alsaciana.

El bicho tenía algunos cruces, entre éstos la intervenci­ón de una lombriz solitaria acompañada de otros parásitos.

El canó lo infundía respeto entre los parroquian­os, cuando al morir el día, con paso marcial, orondo, también sacaba a airear al cuadrúpedo que dejaba marca territoria­l en cada árbol y en el parque su enorme suciedad parecida a un racimo de bananas.

Algunos le reclamaban por la contaminac­ión originada en el irracional ser, pero terminaban medrosos, retados por el castrense a terminar el asunto en el estadio del honor donde “perro no come perro” y no hay veterinari­o ni vacuna antirrábic­a que valga.

Adorador de la bestia el militar que nunca mostró los alamares, pero hablaba de sus hazañas en batalla, le pagó enseñanza en las mejores escuelas y la habilidad de la mascota llegó a tal punto que aprendió a hacer nudos marineros, a leer la correspond­encia sin romperla y anotaba sigiloso los datos del remitente. A la prensa donde se repiten las noticias con diferentes nombres, fechas y caras cada día, se reservaba el derecho de analizarla con perruno desdén.

Viejo dictador impuso a sus hijos la obligación de llegar temprano de noche. También estaban en el deber de presentar un detallado informe de sus andanzas, para no degenerar su prosapia plena de próceres de noble ascendenci­a.

Cuando los herederos, mayores de edad, no aparecían a leer el libro de entrada, a rmar la minuta, furioso le hacía oler sus prendas de vestir a la bestia, los buscaba hasta en los burdeles y garitos de donde los sacaba a garrote.

Cada vez que los muchachos se insubordin­aban, eran sometidos a dieta de pan, agua, calabozo y severa disciplina­ria de patio para forjar el espíritu.

En momentos de solaz el opresor de barriada ponía con palabras técnicas a hacer cabriolas detectives­cas al sabueso, mientras alardeaba de los premios obtenidos en solemnes ferias, desde la copa vacía, el salto de la pulga, la desprendid­a garrapata, la parvoviros­is, el moquillo y el aspa del esta lococo.

Una noche cuando charlaba con su mujer en el jardín de su forti cada casa, pasaron dos extraños con una gigante perra en celo. El manso mastín enloqueció, saltó una pared de dos metros y se perdió para siempre a bordo de un camión.

Al deprimido gruñón no le sirvieron investigad­ores privados, ni fuertes propinas para encontrar al ingrato producto de su desvelo.

Los vecinos retornaron al parque sin tapabocas, las matas no volvieron a secarse y Casimiro de noche le ladraba a la luna llena.

A la hora de dormir rastreaba, daba tres vueltas, agachado no tenía a quien moverle la cola y sus aterradore­s gañidos atraían a la Policía.

Los felices habitantes, le aconsejan cancelar la cuota y sacri cio de vigilante resignació­n.

¡La verdad es que en ningún barrio amaron tanto a los ladrones!

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