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La muerte de Simón Bolívar, el Libertador de la Gran Colombia

- Marta R. Domingo

Una de la tarde del 17 de diciembre de 1830. Santa Marta, Colombia. Simón Bolívar está postrado en una pequeña alcoba de la Quinta de San Pedro Alejandrin­o de la que no se levanta desde que llegó a la ciudad caribeña hace once días. Sufre tuberculos­is pulmonar, una dolencia desconocid­a entonces.

Su enfermedad no remite desde que arribó a la costa huyendo de quienes trataron de asesinarle en el Palacio Presidenci­al de Bogotá. Viajó hasta esta antigua explotació­n de ron, miel y panela para evitar el clima de enfrentami­entos constantes en Suramérica y alejarse de quienes un día habían luchado a su lado y que tiempo después trataron de acabar con su vida.

Bolívar muere minutos más tarde, a los 47 años. Prácticame­nte solo. Traicionad­o por sus más allegados. Y totalmente consumido: pesaba 38 kilos. «Hemos arado en el mar», dijo con sus últimas fuerzas, consciente de la complicada situación en la que dejaba a su Gran Colombia, según dicen las crónicas de la época.

Años después, los silencioso­s muros ocres de la casa principal de la nca son transitado­s por cientos de personas al día que acuden a visitar el lecho de muerte de «su libertador», ahora enfundado en la bandera nacional. Entre las iguanas que acampan a sus anchas por los jardines de la hacienda, también habitan estos días los 174 «ruteros» para conocer de primera mano los pasajes que entraron a formar parte de la historia de Colombia.

Pese a la gloria con la que se le recuerda y venera ahora, Bolívar se despidió de la vida con medio país en contra. Había declarado la ley marcial en Colombia: sustituyó las autoridade­s civiles por las militares y suspendió las libertades elementale­s. Todo ello originó una oleada de persecucio­nes políticas y condenas a muerte, entre ellas, la de su vicepresid­ente Francisco de Paula Santander, aunque, al nal, conmutó su pena por el destierro.

Ya enfermo de los pulmones, decide renunciar a la presidenci­a de la Gran Colombia. El 1 de diciembre llega a Santa Marta, una ciudad costera contraindi­cada para su salud. El general Mariano Montilla, uno de los pocos que lo acompañaro­n hasta el nal, contrata al médico francés Alejandro Próspero Reverend. El 2 de diciembre, el doctor escribe sus primeras impresione­s: «La enfermedad me pareció ser de las más graves, y mi primera opinión fue que tenía los pulmones dañados». Al día siguiente añade: «Duerme solamente dos o tres horas por la noche, y el resto lo pasa desvelado, y como con pequeños desvaríos».

El día 10 Bolívar le pide al médico que le hable francament­e y este le dice que no cree que pueda salvarse. Bolívar le dice: Y ahora, ¿cómo salgo yo de este laberinto? Se decide entonces escribir su última proclama y su testamento. El día 11 escribe su última carta.

«Todos debéis trabajar por el bien inestimabl­e de la Unión: Los pueblos obedeciend­o al actual Gobierno para liberarles de la anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo; y los militares empleando su espada para defender las garantías sociales. ¡Colombiano­s! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro».

José Palacios, su mayordomo, llorando en un rincón de la habitación exclamó: «¡Se me murió mi señor!». El general Montilla no pudo contener el llanto y exclamó: «¡Ha muerto el Sol de Colombia!». Desenvainó su espada y cortó el cordón del péndulo que daba la hora, el cual quedó marcando la una.

LA LEYENDA DEL CORAZÓN ESCONDIDO DE BOLÍVAR

Entre las instalacio­nes de la Quinta de San Pedro Alejandrin­o, se encuentra la capilla donde reposan los restos del médico Alejandro Próspero Reverend, quien atendió a Bolívar en Santa Marta. También fue él quien le practicó la autopsia y extrajo su corazón y entrañas. Existe en Santa Marta una leyenda que dice que se conservan estos órganos dentro de una pequeña urna entre los muros de la catedral de la ciudad.

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Muerte de Simón Bolívar. Obra de Antonio Herrera Toro.
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San Pedro Alejandrin­o.

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