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¿El mejor amigo…?

- Po r: Eduardo Yáñez Canal

O -iga compadre, no se haga de rogar. Tómese otra, la de pirnos…

-Está bien, pero que sea la última respondí, con mirada vidriosa en aquella tienda del viejo barrio. Eran las 10 de la noche y no esperaba estar allí. Mi visita había sido rápida, llevarle un regalo de cumpleaños a la tía Margarita e ir a mi casa donde me esperaban Fátima y los niños. Pero al encontrarm­e con Dante todo se vino abajo. Me saludó y luego de un fuerte abrazo insistió: -Venga, venga, nos tomamos una. -No Dante. Tengo que llegar a mi casa.

-No se haga de rogar. Además, es temprano. No me deje solo. -Es que… -Hágalo por los viejos tiempos. Hace mucho que no nos vemos. Creo que desde que salimos de bachillere­s, hace como 20 años.

-No creo que fuera tanto. Nos graduamos hace 10…

-Este Fercho no cambia. Vuelve a ser el mismo, el que todo lo discutía en clase. Si no, pregunten al cura Beteré cómo le alegaba en losofía…

No pude negarme. ¿por el recurso de apelar al ser o no ser o por la nostalgia de haber dejado atrás la juventud? Lo cierto fue que acompañé a Dante a la tienda de Morales, la misma donde aprendimos a tomar cerveza, jugar naipe, leer revistas deportivas, “Playboy” y trasnochar de tal manera que casi perdemos el último año de bachillera­to. Al llegar, observé que era el mismo lugar donde otrora mandaba Andelfo Morales, cuya fama de malgeniado llevó a la gente a decir que los venezolano­s no venían a Cúcuta a comprar sino a ver furioso a Morales.

El viejo ya no estaba y su hijo Andelfo Junior era el an trión. Al igual que su taita se caracteriz­aba por un temperamen­to explosivo, capaz de apelar al machete cuando alguien se ponía alzado, se negaba pagar la cuenta o salía con ademanes de borracho.

-Hola, Junior. Mire quién viene conmigo…

Morales, detrás del viejo mostrador de madera, emitió un gruñido a manera de saludo mientras le espetaba a mi amigo:

-¡Miren a este güevón! No se contenta con amarrarme conejo, sino que se trae al Co a Ballestero­s. Hoy estoy jodido: dos gargantas de lata por falta de una.

-¿Qué pasa vale…? Fíjese que siempre le pago. Usted sabe que como abogado respondo. Son las ventajas de manejar la litis.

Andelfo Junior no dijo más. Con sonrisa burlona sacó dos polas del refrigerad­or, las colocó en la mesa más cercana y se fue a atender otros clientes. El aire enrarecido por el humo de los cigarrillo­s y la luz mortecina de un bombillo barato no impidió a mi amigo soltarse:

-Fercho, qué bueno verlo. Hay mucho de qué hablar bien acompañado­s de estas amigas que lo ponen a uno directo al mingitorio y sirven para pensar mejor. ¿No se ha dado cuenta que cuando uno vuelve del baño habla y llega con ideas claras? Así que tome sin miedo…

-Tranquilo Dante. Poco a poco.

-Es que usted con el deseo de ser futbolista poco empinaba el codo. Fresco, hermano, hágale a su ritmo. Pero no se haga el toche y venga a decirme que solo toma champagne. A otro con ese hueso. -Tampoco, tampoco… Después de dos horas de tomata, un perro callejero se acercó a la puerta. Fue entonces el cambio brusco y repentino de mi alicorado amigo. Se levantó con rapidez y sin mediar palabra lanzó una patada contra el animal que salió despavorid­o. Vi a Dante con el rostro congestion­ado mientras vociferaba: - ¡Perro vergajo! A mí no me la monta. Deberían cogerlos y quemarlos vivos. Saldríamos al n de tanta plaga. -Fresco Dante, era un perro inofensivo. Solo quería que le dieran cualquier pan -aduje, a manera de disculpa. Fue entonces cuando mi amigo respiró y más calmado se sentó y relató su drama: - Yo detesto a los perros. No los puedo ver. Un pastor alemán es el culpable de mi desgracia. Por eso vengo aquí todas las noches a soportar mi pena. Fue entonces que me relató, entre suspiros, lamentos y palabras de grueso calibre, lo sucedido. Se había casado con una abo- gada y mientras el litigaba en su propio bufete ella trabajaba en una multinacio­nal. Con el tiempo tuvieron dos hijas y su mujer dejó el trabajo para atender a las pequeñas. Pero cuando esa tas crecieron reclamaron una mascota y Dante, con amor de padre enternecid­o, les compró el perro.

- Fue entonces que empezaron los problemas. Aparte de que mi esposa era muy amiguera, lo que llenó la copa fue la presencia de Firulay, nombre que mis hijas le pusieron al cabrón. Ellas le dieron alas al perro, y en la época que empezó a sufrir el llamado de la selva me la montó. -¿Qué pasó? -No va a creerlo. Yo llegaba y me ladraba, o me atacaba cuando trataba de consentir a mis hijas o besar a mi esposa. Además, lo encontraba en la cama matrimonia­l gruñéndome si intentaba acostarme. Me tocaba decirle a mi mujer que le ordenara bajarse y, luego, forcejear para sacarlo del cuarto.

-Pero, ¿no les dijo que lo mejor era castrar al animal para que dejara la agresivida­d?

-Lo intenté, pero no pude convencerl­as. Mi vida se hizo insoportab­le, y aunque un amigo me dijo que me conseguía un veneno no fui capaz de matar al maldito. Eso sí, cuando estaba yo solo en casa me hacía caso, pero tenía que sacarlo a pasear, darle de comer y recoger su caca. -Una vaina jodida… -Cierto. Así que un día, en medio de insultos y gritos con mis mujeres, les planteé la disyuntiva: ¿el perro o yo? Ellas no dudaron un instante.

Ya era tarde. Aproveché para ir al baño y luego, de manera discreta, me despedí de Dante que, inclinado sobre la mesa, al lado de las botellas, lloraba sin contenerse.

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