La Opinión - Imágenes

El valor educativo de la literatura

- Arturo Pérez Reverte

Van a permitirme que no les coloque a ustedes un ladrillo de literatura y teoría educativa, sino que les hable de lo que realmente conozco. De la experienci­a de vida y libros que sostiene lo que escribo, lo que digo, lo que pienso. Y de cómo unas cosas me llevaron a otras, del mismo modo que a cualquier muchacho con un libro cerca éste le abre puertas que, de otro modo, permanecer­ían cerradas mucho tiempo, o tal vez para siempre. De la literatura como mecanismo, como arma, de educación y de vida.

Durante veintiún años, como reportero, trabajé en países en guerra. Y desde hace ahora treinta años escribo novelas. Sin los libros que me acompañaro­n desde el principio, explorando delante de mí el camino, tal vez me habría perdido mil veces en esa vasta geografía de las guerras y las catástrofe­s que empecé a recorrer muy joven. Los libros me ayudaron a empezar el juego con ventaja. En el principio, por tanto, fueron los libros. La biblioteca. Yo tuve la suerte de empezar a leer muy pronto. Vengo de una de esas familias con biblioteca­s grandes, y eso facilitó las cosas.

Esa memoria literaria es mi verdadera patria como lector. Y como escritor. La matriz de la que parte todo. Hace algún tiempo, un buen amigo mío me propuso, a modo de juego, que elaborase la lista de los 100 libros que, de una u otra forma, más habían in uido en mi vida, como lector, como escritor, y como individuo. Me puse a ello por curiosidad y, para mi sorpresa, descubrí que de esos cien libros la mayor parte los había leído ante de los veinte años. Y, siguiendo con la sorpresa, a la hora de re exionar sobre ello y establecer relaciones, caí en la cuenta de que, en realidad, el resto de mi vida, lo que he hecho ha sido buscar en los viajes, en los amigos, en todo lo demás, la huella que esos libros me dejaron. Y a reescribir­los, como novelista, una y otra vez, bajo luces diferentes.

En realidad, igual que, dicen, el hombre intenta volver inconscien­temente al claustro materno, yo, tras haber vivido, deprisa y con intensidad, el mundo real, intento ahora, con mis novelas, tal vez, volver a mis libros de juventud. Reescribir aquellos libros, pero a mi manera. Proyectar en mi propia vida aquellos años de lecturas ininterrum­pidas, cuando todo estaba aún por descubrir y cuando todo cuanto podía caber en una vida aún por vivir era posible. Si fue la literatura la que me empujó a llevar esa vida, una vez vivido todo eso, el camino lógico, natural, era un retorno a las fuentes. Un regreso a ese origen. A la literatura.

Que alguien que se inició como lector apasionado y se hizo reportero a causa de la literatura regrese allí de donde vino, no sólo no es una paradoja, sino que es lógico. Incluso como aventura. Recuerden que, según los cánones del género, por aventura entendemos un viaje lleno de peligros o descubrimi­entos, a cuyo término el protagonis­ta encuentra la felicidad o la decepción pero que, en cualquier caso, ha progresado en el conocimien­to de sí mismo y del mundo en el que ha vivido. Y todo eso lo sé, lo sabemos, lo saben ustedes, gracias a la literatura. A los libros que en primer lugar nos muestran el camino por donde irnos y en segundo lugar, al regreso, nos permite ordenar lo que de tan largo viaje traemos en la mochila.

La lectura como factor educativo. Como trampolín de vida e inteligenc­ia. De vida y futuro para un joven lector. El ser humano suele llamar nuevo a lo que, en realidad, ha olvidado. Sin embargo, todo está ahí. En esos tres mil años de memoria cultural: las repuestas a los desafíos, las grandes soluciones, los grandes desastres, el ser humano en su miseria y su gloria. Los libros, la lectura, no sólo dan el conocimien­to de una lengua y su uso correcto, o transmiten conocimien­tos. Son también puertas al pasado, viajes del tiempo que permiten a un joven pelear junto a los tlaxcaltec­as, construir las pirámides, navegar por el mar tenebroso, vivir la Italia

del Renacimien­to, las independen­cias americanas, gritar su miedo y su valor en campos de batalla o vivir la intensa emoción de la soledad y el descubrimi­ento en un laboratori­o, en un gabinete cientí co. Pasear junto a lósofos griegos, luchar en las Cruzadas o ser amigo de George Washington o de Beethoven.

La literatura da herramient­as prácticas de vida, se adelanta a lo que esos jóvenes tendrán que vivir en el futuro. Les proporcion­a analgésico­s para soportar el dolor, armas para combatir, mecanismos para comprender. Pone a su disposició­n esos tres mil años de cultura, de ciencia, de experienci­a y de memoria. Mi última novela se titula Hombres

buenos, y se re ere a quienes, en el siglo XVIII, creyeron que era posible cambiar el mundo con libros. Hacer a sus conciudada­nos, con libros y lectura, más cultos y en consecuenc­ia más libres. En este último año, en las entrevista­s de prensa, muchas veces me han preguntado quiénes son hoy los hombres buenos. A quiénes podemos llamar así. Y en todos los casos he respondido lo mismos: los hombres buenos, hoy, son los profesores. Los maestros. Esos hombres y mujeres con frecuencia mal pagados, maltratado­s a menudo tanto por el sistema como por la incomprens­ión de los propios padres de sus alumnos, que sin embargo siguen eles a su vocación y a su o cio, intentan salvar a la mayor parte de los chicos que se les encomienda­n. Esos maestros capaces de dejar huella, de abrir caminos, de merecer que, pasado el tiempo, algunos de esos alumnos los recuerden con afecto y respeto. Héroes anónimos que saben que de los veinte o treinta chicos que tiene en clase no se salvarán más que algunos, pero que esos pocos ya habrán justi cado sus esfuerzos. Su trabajo. Y para esos hombres y mujeres buenos, para esos maestros, la mejor herramient­a, el mejor argumento, es un libro. Un libro que sepa, gracias a ellos, captar la atención del niño, fascinar al joven, forjar al adulto”.

Estoy convencido, quizá porque tengo biblioteca y he leído lo su ciente para proyectarl­o en la vida, de que viene un mundo duro. Complejo y difícil. Un territorio hostil donde de nuevo, como en otros momentos de la Historia, el ser humano va a necesitar enormes recursos intelectua­les para mantener la serenidad y la lucidez. Y también estoy convencido de que para afrontar los desafíos de ese mundo que ya nos llama a la puerta no basta el buenismo estúpido que los adultos hemos organizado, llevamos mucho tiempo organizand­o, como mecanismo de diversión y de educación de nuestros hijos. Todo eso se irá al diablo al primer embate de realidad. Una realidad que siempre ha estado ahí, en las fronteras del horror, y que desde hace más de medio siglo el ser humano occidental se ha empeñado en olvidar y en negar.

En ese mundo que viene, que está ahí, que siempre estuvo pero que ahora en los confortabl­es hogares occidental­es se percibe más, quienes hoy son niños necesitará­n armas defensivas, recursos intelectua­les y consuelo analgésico. Con maestros, hombres buenos, que los guíen por un territorio de libros, de literatura que los conduzca al territorio de la vida. Con libros como, por ejemplo, el Quijote. Ese libro complejo, difícil de leer cuando se es joven y se está a solas, pero que en manos de un buen guía, de un hombre bueno que sepa utilizarlo, ofrece una panoplia extraordin­aria de material con el que se puede trabajar en el aula, pues todo está ahí: literatura, aventura, dignidad, fracaso, ética, heroísmo, cobardía, amor, infamia, bondad, lucidez…. Con sólo un Quijote como libro de texto, un buen maestro podría trabajar todo un curso con sus alumnos de una forma e cacísima y fascinante, extrayendo de sus páginas un temario tan completo como la vida misma. Un libro, recordémos­lo, que habría sido imposible sin un autor, Cervantes, asenderead­o de lecturas y de vida. Con la mirada lúcida, triste y bondadosa del hombre noble que ha leído, ha viajado, y a la luz de todo eso escribe su obra inmortal.

El Quijote es la bandera de nuestra patria: esa patria de 500 millones de hispanohab­lantes. La única que nadie discute. La de la lengua española que nos hace hermanos en Puerto Rico y en España, consciente­s que si cada cual tiene la lengua que merece, nosotros tenemos la lengua magní ca que merecemos tener. La lengua más hermosa del mundo. Y a mí, que no soy muy de banderas y fanfarrias patriotera­s, pues a menudo he visto cuánto canalla se esconde entre sus pliegues y sus notas musicales, debo confesar que me enorgullec­e decir esto aquí, en español de la vieja Castilla mestizado, enriquecid­o por siglos de historia, de sangres diversas, de lenguas, pueblos y lugares. Y hacerlo a miles de kilómetros del lugar donde por azar nací. Hablar en español hallándome en la misma patria, en la mía, al cabo de X horas de vuelo en avión. Con la certeza de que aquí no soy extranjero y que ustedes no lo son cuando viajan allí, y que en la sede de la Real Academia Española, junto al Museo del Prado, ustedes tienen su casa del mismo modo que yo tengo aquí la mía.

Por todo eso necesitamo­s hombres buenos, hombres y mujeres con el patriotism­o cultural al que acabo de referirme. Un patriotism­o que nada tiene que ver con fronteras o razas. Un patriotism­o noble que busca hacer mejores a nuestros hijos y nietos, en el que la literatura, la lectura, siguen siendo herramient­as educativas e caces e imprescind­ibles. La lectura, los libros, que permitirán a nuestros hijos y nuestros nietos, en tiempos revueltos de mudanza, a ambos lados del Atlántico, seguir pensando como griegos, pelear como troyanos y, cuando llegue el momento, morir como romanos.

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