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Cuento de Navidad

- Gustavo Gómez

-T-Tun-tun -¿Quién es? –dijo una voz quejumbros­a desde adentro. La noche era calurosa. Noel se había quitado la chaqueta roja. Los renos tenían sed. La estrella de oriente aún no había salido.

-Soy Papá Noel. Que salgan los niños para darles regalos.

-Aquí no hay niños –dijo una anciana. Las palabras le tambaleaba­n en la boca.

-¿Cómo que no hay niños? –dijo Noel. Indudablem­ente el viejo venía de otros parajes. De otros mundos. -No puede haber hogar sin niños. ¿Y los hijos? ¿Y los nietos? Abran, por favor.

El anciano de adentro abrió la puerta. Tenía la barba descuidada y los ojos tristes. Detrás se asomó la anciana. Con una mano se sostenía en el bastón. Con la otra tanteaba el aire.

-Estábamos rezando el rosario para acostarnos –dijo el viejo, a modo de excusa. -¿El rosario? -¿Usted no reza el rosario? -Mi oficio es repartir ilusiones en navidad y para eso no necesito rezar. Mis renos y yo venimos cansados y sedientos. Podrían regalarnos un poco de agua, mientras descansamo­s?

-No tenemos agua –dijo la anciana, con voz desgonzada.

-¿No hay aquí niños, ni agua? ¿Cómo pueden vivir sin la alegría de los niños y sin la fresquedad del agua?

-Verá usted –le dijo el abuelo. Le acercó una banqueta de palo al recién llegado-. Los niños se hicieron grandes y se marcharon cada quien por su camino. Al comienzo nos visitaban de cuando en cuando. Después nos olvidaron. Hace tiempos que no sabemos de ellos.

-No nos olvidaron. Tal vez no han podido venir –dijo la abuela, con palabras yertas.

-La tristeza nos aporreó muy duramente –siguió hablando el anciano-. No conocemos nietos. Vivimos solos, mi vieja y yo, contándono­s cuentos del pasado para no perder la memoria.

-¿Y qué pasó con el agua? –preguntó Noel.

-Por allí cerca pasaba una quebradita, que venía de la montaña. Teníamos agua pura y suficiente. Pero un día alguien trajo unas máquinas. Tumbaron los árboles. Se llevaron la madera. La fuente se secó. Nos dejaron un peladero. Ahora compramos el agua en bolsas a un camión que pasa todas las semanas.

-¿Y plata para comprar el agua?

-Vendemos lombrices, vendemos huevos de gallina y vendemos limones. Con eso nos sostenemos.

-¿Lombrices?

-Sí señor. Todas las tardes la abuela y yo nos vamos por el campo abriendo huecos en la tierra. Cogemos las lombrices. Las echamos a un calabazo. Los sábados pasa el comprador. Las lleva para venderlas a donde hacen embutidos y comidas enlatadas. También compran carne de culebra y de otros animales de monte. Noel se levantó. Tenía un nudo en la garganta. Le tendió la mano al abuelo para despedirse. -No señor, usted no se va. Somos pobres, pero damos posada al peregrino. De noche estos caminos son muy peligrosos. Hay mucha insegurida­d, aunque hablan de paz. Además no nos ha contado su historia. ¿Por qué viaja de noche? ¿Y esos animalejos qué son? Usted no es de estas tierras, ¿cierto? Por aquí pasan burros y caballos y arrieros con sus mulas, pero no, animales de estos, enganchado­s unos a otros. -Mire, mi don, -intervino la anciana -. Detrás de la casa hay un corral, suelte allí sus venados para que descansen y usted se acomoda ahí adentro con nosotros. Las noches son calurosas, pero en las madrugadas hace frío. -Muchas gracias, pero el o cio nos espera. Nosotros viajamos por el aire. Nos acaballamo­s sobre el viento y mis renos y yo viajamos a donde el destino nos lleve. -Ave María Purísima – dijeron los ancianos al unísono. –Viaja por el aire como las brujas. ¿Usted quién es? -Soy Papá Noel o Santa Claus o como me quieran decir. Mi nombre poco importa. Yo llevaba cargamento­s de risas, de alegrías, de felicidad. Los niños me esperaban en esta época navideña y yo les repartía carritos de madera, muñecas, trompos de colores, pero… -¿Pero qué? -Los tiempos cambian –dijo Noel. Ahora esperan juegos electrónic­os, celulares, tablets, portátiles, trenes mágicos y aviones a control remoto. Las familias se dividieron a causa de los aparatos electrónic­os. Cada uno se va a su cuarto y se acabó la vida familiar. Siento que mi o cio se está acabando. Ya no vamos a las ciudades. Venimos a buscar niños del campo, a donde todavía no ha hecho su entrada triunfal el progreso. Yo también como ustedes me siento agobiado.

A Noel se le quebró la voz. Los renos patalearon. Por primera vez, después de muchos siglos, Santa Claus estaba triste. Y sus renos. Un silencio, tan profundo como la oscuridad de la noche, se apoderó del rancho. Los ancianos despidiero­n a Noel, quien les recomendó:

-Mis viejos, hagan un pesebre. ¿Recuerdan lo que es un pesebre?

-Sí, un rincón donde se ponen cartones con casitas y ovejas y pastores.

-Y el Niño Dios, naciendo. Háganlo, y pídanle que les devuelva la alegría. Navidad es una palabra que quiere decir milagros y alegría.

Noel y su trineo se levantaron y se fueron por los aires. Durante largo rato los viejos vieron en el cielo, las luces del carruaje. “Y nosotros creíamos que eran estrellas fugaces”, pensó la abuela.

EPÍLOGO

Noel viajó muy lejos. Por eso nunca supo que el milagro se hizo. Los hijos de los ancianos vinieron a pasar con ellos esa Navidad. Y vinieron los nietos cargados de risas y de regalos y de ovejitas para el pesebre viejo que los abuelos habían armado. Desde la pesebrera, el Niño Dios sonreía.

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