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Introducci­ón a ‘Laeternida­d del mundo’

Traducción, introducci­ón y notas de Emilio García Estébanez

- Santo Tomás

EINTRODUCC­IÓN

l opúsculo La eternidad del mundo, del año 1270 o 1271, considerad­o auténtico, fue escrito por Santo Tomás en la madurez de su vida y de su carrera como teólogo. El tema es el de si el mundo, admitido que ha sido creado por Dios como enseña la fe católica, haya existido siempre.

1. CONTEXTO HISTÓRICO Y DOCTRINAL

La creación del mundo en el tiempo había sido una posesión pací ca de la fe y de la teología cristianas y no había despertado mayores ansiedades. La doctrina de la temporalid­ad del mundo estaba claramente enseñada en la Biblia, donde se dice que «al principio» creó Dios el cielo y la tierra (Gén 1,1). Esta doctrina había sido sancionada por los concilios, hacía poco por el Lateranens­e IV, a nales de 1215, en el decreto Firmiter.

A partir del siglo XI, gracias a la labor de los centros de traductore­s, empiezan a conocerse en Europa, en versión latina, los libros de Aristótele­s y de los lósofos árabes y judíos. La cultura musulmana había entrado en contacto con la losofía griega desde tiempo antes, y los sabios musulmanes se habían inspirado en ella y habían comentado los escritos de sus autores. Por el año 1200 van llegando a las escuelas de artes y de teología de París, junto con las obras de Aristótele­s, las de los teólogos y lósofos tanto musulmanes, Avicena, Algazel, Averroes y otros, como las de los judíos, Ibn Gabirol (Avicebrón), Moses Maimónides, etc. Algunas de las doctrinas contenidas en estos escritos procedente­s de culturas no cristianas desa aban frontalmen­te los dogmas cristianos y sus desarrollo­s teológicos tradiciona­les. Así, por ejemplo, la tesis de la eternidad del mundo, sostenida por Aristótele­s y explicada por sus comentaris­tas árabes.

LA CRISIS DE 1270

La coherencia y lucidez de la losofía aristotéli­ca estaba deslumbran­do a algunos intelectua­les, quienes no creían que pudieran desvirtuar­se muchas de sus conclusion­es aunque fueran contrarias a la fe. Esta de la eternidad del mundo era una de ellas. En Siger de Brabante y en Boecio de Dacia, se ve nalizada esta actitud. A esta corriente que abrazaba sin reservas las tesis aristotéli­cas se la ha llamado aristoteli­smo heterodoxo o radical. Una de las consecuenc­ias más relevantes, entre otras muchas, del supuesto de que el mundo era eterno, es que el número de almas resulta in nito. El problema que esto planteaba lo habían afrontado los lósofos musulmanes, Algazel y Averroes principalm­ente, con la hipótesis de un entendimie­nto separado único para todos los hombres. Todavía había otras novedades vinculadas a la teología musulmana, como el determinis­mo de la voluntad, el fatalismo, etc., a lo que se ha llamado el averroísmo latino.

Santo Tomás ya había jado su posición en este tema en su primer trabajo como profesor en París, el comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo (1254-1256). Según él, la fe nos enseña que el mundo ha sido creado en el tiempo, y ésa es la verdad que debemos aceptar y creer, pero esa no se puede con rmar con razones losó cas verdaderam­ente demostrati­vas. Pero lo mismo hay que decir de las razones que se aducen para establecer su eternidad: no son concluyent­es. “Digo, pues, que no hay demostraci­ones para ninguna de las dos partes, sino sólo razones probables o sofísticas para ambas”. Y en la Suma teológica: “Que el mundo no ha existido siempre se acepta por la fe únicamente, y no puede demostrars­e, lo mismo que hemos dicho antes del misterio de la Trinidad”, y añade: “Por lo tanto, que el mundo empezara a existir es creíble, pero no demostrabl­e o cognoscibl­e”. La misma posición mantiene en sus últimos escritos en los que trata esta cuestión, en el comentario a El cielo y el mundo de Aristótele­s y en el Cuodlibeto XII. Ante la radicaliza­ción que tomaban las posturas tanto del aristoteli­smo heterodoxo que a rmaba la validez de las pruebas racionales de la eternidad del mundo como la de los que, como San Buenaventu­ra, negaban la validez de esas pruebas a la vez que proclamaba­n que su temporalid­ad podía demostrars­e, Santo Tomás se decidió a intervenir para una vez más exponer que ni una ni otra tesis era válida. La eternidad del mundo se enmarca en este contexto. En el mismo año y en los mismos términos contencios­os publica La unidad del entendimie­nto, que es la respuesta a la doctrina de Averroes y a las controvers­ias surgidas en torno a ella.

Santo Tomás se colocaba bajo el punto de mira de unos y de otros. En Oxford la escuela dominicana le es en su mayor parte contraria. El dominico Roberto Kilwardby, arzobispo de Canterbury y más tarde cardenal, censura 16 proposicio­nes, de inspiració­n tomista, el 18 de marzo de 1277, unos días tan sólo después de la segunda condena de París. Su sucesor, el franciscan­o Juan Peckham, que ya durante su estancia parisina había mostrado activament­e su aversión a las innovacion­es de Santo Tomás, renueva las censuras en 1284, y en 1286 vuelve a la carga condenando ocho proposicio­nes tomistas, referentes principalm­ente a la unicidad de la forma sustancial. La escuela franciscan­a se destacó por su beligeranc­ia contra las tesis tomistas, sin recatarse de citar al autor por el nombre.

2. CONTENIDO

La cuestión que se plantea es si el mundo puede ser eterno y creado por Dios. Lo primero que hace Santo Tomás es delimitar en qué términos se plantea esta «dubitación». Es una cuestión teórica. Que el mundo, sea eterno o no, ha sido creado por Dios, lo intima tanto la fe como la sola razón y negarlo es un error abominable. Que ha sido creado en el tiempo, lo sabemos por la fe católica. Pero admitido esto, queda por resolver si bajo el punto de vista del puro discurso racional, que es el aplicado por Aristótele­s, se puede o no admitir la eternidad de un mundo eterno y creado o si semejante hipótesis es imposible por abrigar una contradicc­ión. Todos admiten que por parte de Dios no hay obstáculo, pues tiene la potencia su ciente para hacer todo lo que puede ser hecho. Ahora bien, ¿ser eterno y ser creado es algo que puede ser hecho por Dios?, ¿No es contradict­orio? Santo Tomás tiene buen cuidado de adelantar que, si a pesar de ser contradict­orio se a rmara que Dios lo puede hacer, eso no sería una herejía. Muchos varones piadosos lo han a rmado y no han sido declarados herejes. Sería, en todo caso, falso. Y así lo piensa él. La duda se resume, por tanto, en si los conceptos existir desde siempre y haber sido creado por Dios son dos conceptos

que repugnan entre sí, independie­ntemente de que Dios pueda o no pueda hacerlo. Si no hubiera repugnanci­a, entonces la creación de un mundo eterno no sólo no sería falso sino que podría ser posible, pues nadie se atreverá a decir que Dios en su omnipotenc­ia no puede hacer una cosa que admite ser hecha.

La contradicc­ión entre los conceptos de mundo eterno y de mundo creado por Dios sería, según los opositores, por una de estas dos razones, o por las dos a la vez: Primera, porque la causa debe preceder a su efecto, en este caso, Dios al mundo, el cual por tanto ha entrado a existir y ya no sería eterno. Segunda, porque lo que es creado pasa de no existir a existir como lo delata la fórmula creado «de la nada». El término «nada» no signi ca algún material a partir del cual se crea, sino que quiere dar a entender la anteriorid­ad de la no existencia de lo creado: primero es la nada o no existencia de la cosa y luego es la existencia de esa cosa creada, la cual, por tanto, no es ya eterna. Es el argumento insignia de San Buenaventu­ra.

PRECEDENCI­A DE LA CAUSA A SU EFECTO

Lo primero, pues, es dilucidar si efectivame­nte la causa precede en el tiempo a su efecto necesariam­ente. Santo Tomás lo resuelve distinguie­ndo dos tipos de causas: unas que producen su efecto por movimiento, esto es, progresiva­mente, y otras que lo producen de súbito. En el primer tipo de causas, el efecto es posterior en el tiempo a la acción de la causa y al agente mismo, pues en tal efecto podemos distinguir el comienzo de su efectuació­n y el

nal de la misma. Pero hay otro tipo de causas que producen su efecto instantáne­amente, de modo que, desde que existen, existe ya el efecto en estado de término, pues no hay progresión alguna como en las causas que actúan por movimiento. Así el sol y su efecto la iluminació­n. Dios no produce por movimiento sino instantáne­amente, luego su efecto, en este caso el mundo, puede existir desde que El existe, sólo que hecho por El. Causa y efecto son simultáneo­s. Si es así, -dado que Dios es eterno-, no habría inconvenie­nte o repugnanci­a alguna en que el mundo exista desde que existe su causa, Dios, es decir, eternament­e.

Luego blinda este argumento central con otras considerac­iones y respondien­do a algunas objeciones tópicas en el tema. Una de ellas es que Dios es un agente por la voluntad, con lo que podría sugerirse que delibera, es decir, que se da tiempo antes de actuar. Santo Tomás reprocha esta última insinuació­n, irreverent­e para con Dios, y anota simplement­e que la voluntad divina es una causa que actúa instantáne­amente.

PRECEDENCI­A DE LA NADA A LO CREADO DE LA NADA

Lo segundo que queda por ver es si no es contradict­orio que algo que es creado sea eterno. En efecto, cuando se habla de creación de la nada, la preposició­n «de» parece insinuar que la no existencia de la cosa creada ha precedido a su existencia, que su ser viene «después» de su no ser. Éste es, como hemos dicho, uno de los argumentos en que San Buenaventu­ra ponía más énfasis. Según él, ni el lósofo más corto de inteligenc­ia puede dejar de verlo. Para persuadir lo contrario Santo Tomás pone por delante un texto de San Anselmo, en que éste explica cómo la expresión «hacer algo de la nada» signi ca que algo ha sido verdaderam­ente hecho, pero «nada» no está por algo de lo cual haya sido hecho. En este sentido decir que lo que ha sido hecho de la nada no ha sido hecho de algo, no es contradict­orio. Del texto, indica Santo Tomás, se deduce claramente que entre lo que es hecho o creado y la nada no se pone ningún orden o jerarquía temporal, como si primero estuviera la nada y luego, tiempo después, lo creado. Si se quiere hablar de un orden en el sentido de que lo creado viene «después» de la nada, tal orden no sería temporal sino de naturaleza. Es decir, no es que primero esté la nada y después esté el ser. Lo que ocurre es que la nada, el no existir, es lo primero que compete por sí mismos a los seres que reciben la existencia de otro, de modo que si este otro dejara de asistirles, volverían a la nada, dejarían de existir. La nada por tanto les es más connatural que el existir. Pensar que esa nada está en el tiempo, y en un tiempo previo, es una mala pasada de la imaginació­n. Tampoco debe pensarse que la nada y el ser coexistier­on en algún momento. Al decir, en efecto, que la nada no precede al ser pudiera pensarse que existe a la vez que él. No hay tal, pues lo que se expresa no es que lo creado ab aeterno haya existido algún tiempo como nada, sino que, en virtud de su naturaleza, si se lo dejara a sí mismo, no tendría existencia, sería nada.

Los conceptos, pues, de ser creado y ser eterno tampoco son, por este capítulo, contradict­orios.

A esta argumentac­ión razonada añade Santo Tomás, como era habitual, los argumentos de autoridad. Primero los que trabajan a favor de su tesis general de que entre haber sido hecho y a la vez ser eterno no se da ninguna contradicc­ión. La encuentra precisamen­te en San Agustín, la gran autoridad en que se apoyaba la corriente de los que negaban la eternidad del mundo. A ellos se dirige, sin duda, cuando arguye que San Agustín, empeñado duramente en hacer plausible la creación del mundo en el tiempo como enseña la Sagrada Escritura, no menciona para nada la incompatib­ilidad conceptual de ser creado y a la vez eterno, cuando le venía tan a punto para su propósito. Es más, parece dar a entender que tal incompatib­ilidad no existe. De otro lado, según el mismo San Agustín, los lósofos que han abordado el tema de la creación de todas las cosas por Dios, son los que más han destacado de entre todos, y estos lósofos, comenta Santo Tomás por su cuenta, no han aludido a ningún tipo de incompatib­ilidad. Santo Tomás cali ca con ironía el caso de San Agustín y el de los más ilustres pensadores de sorprenden­te, al no mostrar la sutileza que están mostrando los que perciben una incongruen­cia entre la eternidad del mundo y su creación. Quizá estos últimos son los únicos que son hombres y con ello empieza la sabiduría, ironiza Santo Tomás, parafrasea­ndo un texto de Job burlonamen­te, un tipo de expansión apenas conocido en él. Replica así Santo Tomás a la a rmación de San Buenaventu­ra de que ni los lósofos más cortos de luces dejan de captar que la creación ab aeterno implica una contradicc­ión. En segundo lugar, se vuelve Santo Tomás hacia las autoridade­s que militaban en contra de la creación ab aeterno, citados por los partidario­s de esa opinión. Escoge las de Juan Damasceno y Hugo de San Víctor, en unos textos en que ambos declaran que nada puede ser coeterno con Dios. Santo Tomás las de sustancia con otra autoridad, la de Boecio, el cual distingue dos conceptos de eternidad, uno para los seres eternos y creados y otro para Dios, eterno e increado. Una cosa es, dice, discurrir a lo largo de una vida interminab­le, que es la eternidad de las cosas creadas que han existido siempre, y otra poseer la presencia total y simultánea de una vida interminab­le, que es la de Dios. Al decir, por tanto, que el mundo creado y Dios son coeternos, no se les equipara en su condición de eternos. Y lo con rma con unos textos de San Agustín.

Hay más razones que se aducen en contra de la eternidad del mundo, concluye, unas de autoridad y otras losó cas, pero son débiles o ya las ha contestado en otros trabajos. Tan sólo una ofrece mayor di cultad, a saber, que, si el mundo es eterno, el número de almas sería in nito.

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