La defensa de los imposibles
No sé dónde leí, escribí, escuché o aprendí que el grave problema del hombre es haber nacido, pues a partir de ese instante, es decir, desde los primeros alaridos anunciando y aclamando la existencia humana, empezamos una cruenta batalla en defensa de la vida, buscando prácticas que estén a la vanguardia de estrategias que prorroguen los segundos, por allá, al menos hasta la perpetuidad, pretendiendo torcerle el cuello a las leyes de la naturaleza que no son perdurables, especialmente con la carne y con los huesos, creyendo ilusamente quebrantar las normas que gestan el juego de las vicisitudes en cuanto se gana o se pierde; en resumidas cuentas, con los asomos de la luz también iniciamos una lucha despiadada de cara al sol, incluso, de espaldas a la luna, para impedir el aciago momento de la fatalidad que tarde o temprano se instala en unos breves instantes de dolor y colorín colorado, esta realidad vivencial se ha acabado.
Entonces, frente a lo patético de la trágica pero desigual contienda, vidamuerte, recorremos el camino de los años que nalmente nos conduce al irreversible destino, antes, obviamente superando escollos que se construyen sobre la ola de embestidas comandada por la tropa de los malos espíritus, esos engendros que gobierna el ángel de la oscuridad en su universo de incertidumbre y a quien, en la medida de las circunstancias hay que encarar y hasta desafiar, día tras día, que si no para vencerlo, a él y a su negra dama de compañía, amantes de la ausencia, de no doblegarlos, imposible, reitero, en su antro de malévolas pretensiones, al menos obligarlos a posponer sus tempraneras intenciones de hacernos sus eternos moradores allí en el macabro laberinto de tinieblas, ese espacio negado a los arreboles y a la claridad para soñadores, ateos y cristianos. Estas pruebas que se presentan en la cotidianidad como examen, al borde del sacri cio, las tenemos que enfrentar con mucha paciencia y resignación, gracias al cielo, sin olvidar la colaboración del creador que al nal de cuentas es quien nos deja a la deriva esperando, del tiempo y de los comportamientos, que se haga su santa voluntad; de todas maneras, el dueño de lo que existe, lo abstracto y lo material, es el único que nos puede ayudar para que nuestra estadía y recorrido por la supercie de los espejismos sea más lenta y placentera, en la previa a despacharnos, en la ruta de regreso, a la plataforma de la madre tierra para varios, o al mismísimo centro de lo desconocido para los desagradecidos incrédulos, hijos de la herejía que se jactan en vociferar a los cuatro vientos, disque no creen ni en lágrimas de mujer ni en rengueras de perro.
De las mencionadas guerras intestinas pueden dar fe todos, absolutamente todos los ilustres visitantes del ultrajado y malquerido planeta, con la diferencia, uno que otro de los que han contado con la ayuda divina, o el toquecito de la buena disciplina, o de quienes han recibido el apoyo de los aportes hereditarios para superar la barrera del siglo, claro que sin acercarse, ninguno de los anteriores, ni de vainas, a la marca mundial establecida por Matusalén, el abuelo de Noé, ilustre Patriarca Judío, pues, según las sagradas escrituras duró 969 años y les tocó matarlo a garrote, como lo cuentan las malas lenguas, puesto que no quería morirse por ninguna causa, motivo, razón o circunstancia.
Hermosa y única es la oportunidad de vivir, desde luego, aceptando los impredecibles altibajos de la suerte, las múltiples oportunidades para bien o para mal, algunas fabricadas al azar, hay de las que supuestamente vienen marcadas por el destino y también aquellas cuando por terquedad le acercamos más aquezas al cuerpo, en n, dichas variables que por principios biológicos, genéticos o arraigos
a la propia estirpe, con o sin fundamentos religiosos, son las que nos dejan en terminales o aeropuertos improvisados, listos para emprender el viaje que no tiene regreso; y es que este embarque sin ninguna otra opción a esquivar la partida, dispuesto al abordaje en la estación de los adioses por los que nalmente uno se va sin otas, sin trenes o sin barcos, no deja alternativa. Lo cierto es que cuando suena el clarín de retirada y dan la orden de abandonar el mundo, mis queridos pasajeros y compañeros de pasantías, no hay manera de bajarnos de esa implacable nave blindada a la consideración de suplicas con nada ni con nadie. Se parte y punto sin que haya vuelta atrás, así el señalado reniegue o patalee por no llevar las pastillitas del mareo, o las viandas por si acaso en la travesía lo acosa el apetito o porque le da mucho pesar abandonar a la mamita, o a sus hijos, revuélquense los quejumbrosos y conchudos que no alcanzaron a pagar las deudas o algún asunto pendiente cuando en sus ratos libres se hicieron los pendejos y a tal razón no cumplieron o dejaron tareas inconclusas. Llegada la hora del duelo horizontal, la declaratoria es brutal, mortal diría yo: Máximo veinticuatro horas para los lloriqueos y de ahí en adelante a enterrar al paciente de inmediato porque se nos apicha la víctima.
Por lo anterior y como alternativa para amortiguar un instante las obligatorias despedidas, le invito a usted y a muchos más para que a partir de ya practiquemos el ejercicio de saborear la arepita que nos podemos comer hoy, en virtud que a lo mejor ese bocadito, de no disfrutarlo ahora, lo puede venir devorando el vecino o cualquier oportunista de los que abundan por doquier, sin desconocer al burócrata holgazán que siempre vive a despensa del trabajo ajeno.
Cuesta y mucho sopesar la realidad, la de tener muy claro que aquí estamos de pasada; de análoga manera fastidia aceptar el juego volátil del calendario, ese maldito horario que poco a poco nos convierte en recuerdo como insumo para que otros visitantes y nuevas generaciones ocupen nuestro espacio. Sin presunciones ni egoísmos, así sea a regañadientes, tenemos que abandonar la vida sin llevarnos nada, pero, apuntándole a la lógica del desplazamiento, sabiendo ricos y pobres que no hay pretextos que valgan para evadir la circulación por el planeta, ni tratados que detengan a esa tirana, matrona de propios y extraños, porque he visto pelear a los santos por porciones de pan y de tierra, por amor y por gotas de agua, por defender la inmortalidad de la existencia, por amamantar intereses prestados, por afán de poder y de fuerza; los he observado luchar contra el tiempo, haciéndole oposición a los vientos, y es que hay muchos con ansias de triunfo, pero no vislumbra el que llegue hasta ella, la señora que viste de negro, la culpable de tantas desgracias, la dueña absoluta del mundo, la enemiga implacable del hombre, la asesina del germen humano, y aunque es tarde empezar la batalla, es de cuerdos admitir la ley de los contrarios, se tengan convicciones o no, exista el cielo para los buenos o aquella casa grande donde se alojan los demonios que atienden a los impíos. Con fundamento en mi disparatado planteamiento, se piense en el premio o el castigo, al nal de los tiempos, ayúdenme, mejor, busquemos, todos, una fórmula para derrotar por n a la muerte que nos lleva a rejo hacia los despeñaderos del olvido.