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De frente y sin miedo

- César Mauricio Velásquez O.

La última frase de su testamento –escrito pocas horas antes de morir– es una petición explícita: “que sea llevado a Medellín y sepultado en la Catedral Metropolit­ana”. Un deseo profundo que el cardenal Darío Castrillón siempre tuvo y que respondía al espíritu antioqueño, el mismo espíritu y fuerza que lo llevó por todo el mundo como mensajero de paz, hombre de Dios y colaborado­r leal de san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco. Desde 1997 vivía en Roma, muy cerca de la Plaza de San Pedro, a donde a veces salía a rezar el rosario. Su disciplina y amor a la Iglesia se expresaban en su trabajo intenso, oración y atención a los demás. Dormía poco. Siempre fue atento y abierto a quienes se acercaban a buscar soluciones a problemas tan complejos y diversos como las tensiones del gobierno de Ronald Reagan con Nicaragua, las negociacio­nes de paz con el M-19, las Farc, grupos paramilita­res, narcos y el Eln. Muchas personas de estos grupos buscaron su consejo y mediación.

Defensor de la paz con justicia y verdad. Categórico en condenar la violencia y el narcotrá co como instrument­os de poder y ganancia política; postura que lo alejó de las negociacio­nes de Juan Manuel Santos y Farc en La Habana, por considerar que la búsqueda de un acuerdo no podía ser bajo el yugo de un pensamient­o único de impunidad y la polarizaci­ón orquestada por el mismo Gobierno entre los amigos y enemigos de la paz. Un sonsonete que también hizo mella entre el obispado del país.

El cardenal Castrillón pensaba que “el perdón, lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado”. Principio inspirado en la vida de Cristo, su único modelo, y en el catecismo de la Iglesia. “En los Evangelios y en el Catecismo están las respuestas esenciales a nuestros problemas y dilemas. Hablar otra cosa es perdernos y terminar hablando como políticos”, decía.

Una de las primeras responsabi­lidades internacio­nales que tuvo fue como secretario y después presidente del Celam, el organismo que aglutina a todas las conferenci­as episcopale­s de América Latina. Desde allí, inició la modernizac­ión de las comunicaci­ones al servicio de la evangeliza­ción y logró el paso de la máquina de escribir y el télex a los computador­es e internet. Igual transforma­ción logró en el Vaticano con el apoyo de san Juan Pablo II.

Al llegar a Roma y asumir como Prefecto de la Congregaci­ón del Clero –de la que dependen más de 400 mil sacerdotes en el mundo– fue pionero en el fortalecim­iento de la comunicaci­ón entre seminarios, parroquias y universida­des de los cinco continente­s a través teleconfer­encias y la edición de la primera Biblia electrónic­a en siete lenguas, así como la primera biblioteca de autores cristianos en compact disc.

Desde el Vaticano también ayudó en la búsqueda de libertad y garantías para la Iglesia en China. En el cumplimien­to de esta misión tuvo encuentros en Pekín y en Roma con altos dirigentes del Partido Comunista que ayudaron a mejorar las condicione­s de la Iglesia. Por su cuenta y con el afán de conocer mejor este país, se dedicó a estudiar chino cuando cumplió los 80 años. Ya sabía otros seis idiomas.

En el centro de su vida de piedad y trabajo estuvo siempre la celebració­n de la Misa diaria y el rezo del Rosario. En su casa tenía un pequeño oratorio con diversas reliquias de santos, entre ellos de la Madre Laura y el padre Marianito. Su cama fue la misma que uso el papa Pío XII y en la sala principal tenía un cruci jo grande de madera, sin brazos, pues “los brazos debemos ser nosotros para continuar su obra”.

Obra y misión a la que entregó su vida con generosida­d. Lo que poseía lo dejó a la Iglesia para la formación de nuevos sacerdotes en las diócesis de Santa Fe de Antioquia, Santa Rosa de Osos, Pereira y Bucaramang­a. La casa que tenía cerca de Roma la donó a una comunidad de religiosas dedicada al cuidado de sacerdotes ancianos y enfermos sin dinero.

Los últimos 21 años de su vida, celebró la Navidad y la Semana Santa en Roma. El año pasado, antes del Domingo de Ramos, los médicos del Vaticano le ordenaron internarse en el hospital, pero desistió. “Hasta no pasar los días santos y vivir con el Papa Francisco el Domingo de Resurrecci­ón no me voy al hospital”. Y así lo hizo.

A todas las ceremonias asistió con dolores e incomodida­des que supo llevar con una sonrisa. Así vivió su última Semana Santa en esta tierra y así murió repitiendo entre pausas –al amanecer del 18 de mayo de 2018–: “Señor, ten misericord­ia de mí y de todos”, una frase que resumía su pensamient­o sobre la vida eterna. “No tengo temor de la muerte, porque estoy convencido de que Dios es Papá”, fuente de su amor y fortaleza del espíritu antioqueño que también le llevó a pedir su sepultura en la Catedral Metropolit­ana de Medellín, lugar donde reposa, después de librar muchas y buenas batallas de frente y sin miedo.

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El Vaticano.
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Cardenal Darío Castrillón
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