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Si la ciencia no se pone al servicio del hombre se traiciona

JUAN PABLO II: DISCURSO A RECTORES DE UNIVERSIDA­DES DE POLONIA

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1.Os doy la bienvenida y os saludo de corazón. Me alegra poder recibir nuevamente a los rectores magní cos de las escuelas superiores polacas. Agradezco al profesor Woznicki, presidente del Colegio de rectores académicos de las escuelas polacas, la introducci­ón y las amables palabras que me ha dirigido.

Nuestros encuentros ya son tradiciona­les y, en cierto modo, constituye­n un signo del diálogo entablado entre el mundo de la ciencia y el de la fe, “Fides et ratio”. Al parecer, ya ha pasado de nitivament­e el tiempo en que se trataba de contrapone­r estos dos mundos. Como fruto de los esfuerzos de muchos ambientes de intelectua­les y teólogos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo, aumenta cada vez más la convicción de que la ciencia y la fe no son extrañas, sino que, por el contrario, ambas se necesitan y se complement­an recíprocam­ente. Creo que la buena acogida de la encíclica “Fides et ratio” se ha debido precisamen­te a la conciencia cada vez más profunda de la necesidad de diálogo entre el conocimien­to intelectua­l y la experienci­a religiosa. Doy gracias a Dios por toda inspiració­n que nos lleva en esta dirección.

LUCES Y SOMBRAS DEL PROGRESO DE LA TÉCNICA

2. La conciencia del papel extraordin­ario de la universida­d y de la escuela superior está siempre viva en mí, y por eso me interesa mucho la atención que se presta a su forma, de modo que la in uencia que ejerce en el mundo y en la vida de todo hombre signi que siempre el bien, posiblemen­te el mayor bien en cada sector. Sólo así la universida­d y la escuela superior contribuir­án al verdadero progreso y no representa­rán un peligro para el hombre.

Me acuerdo de que, cuando escribí mi primera encíclica, Redemptor hominis, hace más de veinte años, mi re exión iba acompañada por el interrogan­te sobre el misterio del miedo que experiment­a el hombre moderno. Entre sus diversas fuentes, creí convenient­e subrayar una: la experienci­a de la amenaza originada por lo que es producto del hombre, el fruto del trabajo de sus manos y, más aún, del trabajo de su inteligenc­ia, de las tendencias de su voluntad. Al comienzo del tercer milenio, esta experienci­a es aún más intensa. En efecto, muy a menudo sucede que lo que el hombre logra producir gracias a las posibilida­des siempre nuevas del pensamient­o y de la técnica se convierte en objeto de “alienación”, y, si no totalmente, al menos en parte, escapa al control del artí ce y se vuelve contra él (cf. Redemptor hominis, 15). Los ejemplos de esta situación son muchos. Basta citar las conquistas en el campo de la física, sobre todo de la física nuclear, o en el campo de la transmisió­n de la informació­n, del proceso de explotació­n de los recursos naturales de la tierra o, en n, las experiment­aciones en el campo de la genética y la biología.

Por desgracia, esto afecta también a los sectores de la ciencia vinculados más con el desarrollo del pensamient­o que con los medios técnicos. Sabemos cuáles amenazas surgieron durante el siglo pasado a causa de la losofía puesta al servicio de la ideología. Somos consciente­s de que es muy fácil usar contra el hombre, contra su libertad y su integridad personal, los logros en el sector de la psicología. Cada vez con mayor frecuencia descubrimo­s cómo pueden destruir la personalid­ad, sobre todo de los jóvenes, la literatura, el arte o la música, si en su proceso de creación se inserta un contenido hostil al hombre.

Al experiment­ar los resultados de la “alienación” de la obra con respecto al autor, tanto en la esfera personal como social, la humanidad se encuentra, en cierto modo, en una encrucijad­a. Por una parte, es evidente que el hombre está llamado y dotado por el Creador para crear, para dominar la tierra. Es sabido también que el cumplimien­to de esta misión ha llegado a ser el motor del desarrollo en los diferentes sectores de la vida, de un desarrollo que debería mantenerse al servicio del bien común. Pero, por otra, la humanidad teme que los frutos del esfuerzo creativo puedan volverse contra ella e, incluso, transforma­rse en medios de destrucció­n.

EL IMPORTANTE PAPEL DE LAS UNIVERSIDA­DES

3. En el contexto de esta tensión todos somos consciente­s de que las universida­des y los centros de estudios superiores, que promueven directamen­te el desarrollo en las diversas esferas de la vida, desempeñan un papel clave. Por tanto, es necesario preguntars­e cuál debería ser la forma intrínseca de estas institucio­nes, para que se lleve a cabo un continuo proceso de creación, de manera que sus frutos no sufran “alienación” y no se vuelvan contra su artí ce, contra el hombre.

Parece ser que el fundamento de la aspiración a esa orientació­n de la universida­d es la solicitud por el hombre, por su humanidad. Cualquiera que sea el campo de la investigac­ión, del trabajo cientí co o creativo, quienquier­a que aplique en él su ciencia, su talento y sus esfuerzos debería preguntars­e en qué medida su obra forja primero su propia humanidad; luego, si hace que la vida del hombre sea más humana, más digna de él, desde todos los puntos de vista; y, por último, si en el marco del desarrollo, del que es autor, el hombre “se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritual­mente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsabl­e, más abierto a los demás, particular­mente a los más necesitado­s y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos” (Redemptor hominis, 15).

Esta concepción de la ciencia, entendida en sentido amplio, mani esta su carácter de servicio. En efecto, la ciencia, si no se ejerce con sentido de servicio al hombre, fácilmente puede subordinar­se a intereses económicos, con el consiguien­te desinterés por el bien común, o, peor todavía, puede ser utilizada para dominar a los demás e incluida entre las aspiracion­es totalitari­as de las personas y los

grupos sociales.

Por eso, tanto los cientí cos maduros como los estudiante­s principian­tes deberían analizar si su justo deseo de profundiza­r en los misterios del conocimien­to correspond­e a los principios fundamenta­les de la justicia, de la solidarida­d, del amor social y del respeto a los derechos de cada hombre, del pueblo o de la nación.

Del carácter de servicio de la ciencia nacen obligacion­es no sólo con respecto al hombre o a la sociedad, sino también, o tal vez sobre todo, en relación con la verdad misma. El cientí co no es un creador de la verdad, sino su investigad­or. La verdad se le revela en la medida en que le es el. El respeto a la verdad obliga al cientí co o al pensador a hacer todo lo que está a su alcance para profundiza­rla y, en la medida de lo posible, presentarl­a con exactitud a los demás. Ciertament­e, como a rma el Concilio, “las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinam­ente” (Gaudium et spes, 36) y, al respecto, es preciso reconocer las exigencias metodológi­cas propias de cada ciencia y arte. Sin embargo, conviene recordar que la única búsqueda correcta de la verdad es la que se realiza con un examen metódico, de manera verdaderam­ente científica y respetando las normas morales. La justa aspiración al conocimien­to de la verdad no puede descuidar jamás lo que pertenece a la esencia de la verdad: el reconocimi­ento del bien y del mal.

Abordamos aquí la cuestión de la autonomía de las ciencias. Se puede decir que la autonomía de las ciencias termina donde la conciencia recta del cientí co reconoce el mal, el mal del método, del resultado o del efecto. Por eso es tan importante que la universida­d y el instituto superior de ciencias no se limiten a transmitir conocimien­tos, sino que sean el lugar de la formación de la conciencia recta. En efecto, en esto, y no en los conocimien­tos, reside el misterio de la sabiduría. Y, como a rma el Concilio, “nuestra época, más que los siglos pasados, necesita esa sabiduría para que se humanicen todos los nuevos descubrimi­entos realizados por el hombre. El destino futuro del mundo está en peligro si no se forman hombres más sabios” (Gaudium et spes, 15).

ES PRECISO REGULAR LA COMPETITIV­IDAD

4. Hoy se habla mucho de la globalizac­ión. Se tiene la impresión de que este proceso afecta también a la ciencia y que no siempre tiene una influencia positiva. Una de las amenazas que se ciernen sobre la globalizac­ión consiste en una competitiv­idad malsana. Los investigad­ores, más aún, muchos ambientes cientí cos creen que para mantener la competitiv­idad en el ámbito del mercado mundial, la re exión, las investigac­iones y las experiment­aciones no pueden realizarse sólo con la aplicación de métodos justos, sino que deben adecuarse a los objetivos indicados anticipada­mente y a las expectativ­as del mayor público posible, aunque esto implique una transgresi­ón de los derechos humanos inalienabl­es. Desde esta perspectiv­a, las exigencias de la verdad ceden su lugar a las así llamadas reglas del mercado.

Esto puede conducir fácilmente a la reticencia de algunos aspectos de la verdad o incluso a la manipulaci­ón de la misma, sólo para presentarl­a de modo aceptable a la opinión pública. A su vez, esta aceptación es exhibida como prueba su ciente del acierto de esos métodos injusti cables.

En esta situación resulta difícil mantener incluso las reglas fundamenta­les de la ética. Así pues, la competitiv­idad de los centros científico­s, aunque es justa y deseable, no puede desarrolla­rse a costa de la verdad, del bien y de la belleza, a costa de valores como la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, o de los recursos del ambiente natural. Por consiguien­te, la universida­d y todo centro científico, además de transmitir conocimien­tos, deberían enseñar cómo reconocer claramente la licitud de los métodos y también cómo tener la valentía de renunciar a lo que es metodológi­camente posible, pero éticamente condenable.

Esa exigencia sólo puede realizarse con clarividen­cia, es decir, con la capacidad de prever los efectos de los actos humanos y asumir la responsabi­lidad por la situación del hombre, no sólo aquí y en este momento, sino también en el rincón más lejano del mundo y en el futuro inde nido. Tanto el cientí co como el estudiante deben aprender siempre a prever la dirección del desarrollo y los efectos que sus investigac­iones cientí cas pueden tener para la humanidad.

COLABORACI­ÓN ENTRE CIENCIAS TÉCNICAS Y HUMANÍSTIC­AS

5. Estas son sólo algunas re exiones, algunas sugerencia­s que nacen de la solicitud por la dimensión humana de las escuelas de estudios universita­rios. Estos postulados se veri carán más fácilmente si se establece una estrecha colaboraci­ón y un intercambi­o de experienci­as entre los representa­ntes de las ciencias técnicas y humanístic­as, incluida la teología. Hay muchas posibilida­des de contactos en el ámbito de las estructura­s universita­rias ya existentes. Creo que encuentros como este abren nuevas perspectiv­as de cooperació­n para el desarrollo de la ciencia, y para el bien del hombre y de toda la sociedad.

Si hoy hablo de todo esto, lo hago porque “la Iglesia, que está animada por la fe escatológi­ca, considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguien­temente, también por la orientació­n de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento esencial de su misión, indisolubl­emente unido a ella. Y encuentra el principio de esta solicitud en Jesucristo mismo, como atestiguan los Evangelios. Y por esta razón desea acrecentar­la continuame­nte en él, redescubri­endo la situación del hombre en el mundo contemporá­neo, según los más importante­s signos de nuestro tiempo” (Redemptor hominis, 15).

Ilustres señores y señoras, os agradezco vuestra presencia y vuestra voluntad de amplia colaboraci­ón con vistas al desarrollo de la ciencia polaca y mundial, que manifestái­s no sólo en ocasiones tan solemnes como esta, sino también a diario en vuestra actividad universita­ria. Formáis un ambiente particular que, espero, encuentre su equivalent­e en las estructura­s de la Europa que se une.

Os pido que transmitái­s a vuestros colaborado­res, a los estimados profesores, al personal cientí co y administra­tivo, y a todos los estudiante­s, mi saludo cordial y la seguridad de mi constante recuerdo en la oración. Que la luz del Espíritu Santo acompañe a todo el ambiente de los cientí cos, los intelectua­les y los hombres de cultura en Polonia. Os sostenga siempre la bendición de Dios.

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Juan Pablo II
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