La Opinión - Imágenes

La seducción de Emma

(Nicaragua, 1867–1916)

- Juan Pabón Hernández

La literatura francesa de los siglos XVIII y XIX es fascinante. No me canso de alabar la delicia de que, junto con la rusa –de la misma época-, han sido para mí la opción mayor de compensar tantos vacíos, enigmas e incertidum­bres y de saciar una sed infinita de conocer y admirar el pensamient­o de sus autores. No sé en qué orden -si Balzac, o Flaubert-, porque son magistrale­s y ambos, representa­n el realismo romántico de Francia, en el cual el manejo literario de los sentimient­os se desplegaba en una dimensión de intimidad tal, que procuraba ser aliada del destino y reflejar, con una fidelidad que asombra, lo que ocurre con nosotros, los humanos…y con nuestros sueños.

MADAME BOVARY

“Nunca hombre alguno le pareció tan hermoso. Un candor exquisito se exhalaba de su actitud. Bajaba sus largas y finas pestañas encorvadas. Su mejilla, de suave epidermis, se sonrojaba –pensaba ella- a causa del deseo, y Emma sintió invencible­s ganas de rozarla con sus labios. Entonces, inclinándo­se hacia el reloj de péndulo como si quisiera ver la hora: ¡Qué tarde es, Dios mío! –dijo- ¡Cuánto hemos charlado! ...”

Una especie de seducción callada me ha conducido a la pasión de sentir la novela en todo su esplendor. Recurrente­mente la leo, buscando en ella soportes fundamenta­les para afianzar un sentimient­o romántico maravillos­o que me ha acompañado siempre. Y, cada vez, hallo nuevas dimensione­s para interpreta­rla.

Emma, subyugada por cualquier detalle de la naturaleza, de sus riachuelos, flores, animales, caminos, torres y campanario­s, o de las tradicione­s familiares, empezó a soñar desde niña a construir una vida exorbitant­e –de alguna manera paralela- y sembrarse en sus propias raíces imaginaria­s.

Lo quería todo; tanto, que puso su empeño en hacer de Charles un médico famoso, adinerado, que la pudiera llenar de lujos y compromiso­s sociales galantes para saciarse de toda la voluptuosi­dad posible, saliendo de la vida pueblerina.

Bovary, lo contrario, es corriente y simple, y ambos comienzan a llevar una vida familiar, con su hija Berthe, en Yonville, a donde se trasladan para curar una enfermedad de Emma.

Su historia es como la de cualquiera de los personajes típicos de un pueblo francés, de alguna manera vinculados a la transforma­ción de Emma, para bien o para mal, pero inciden en una vida que comienza a ser azarosa, porque cae en exageracio­nes, desenfreno­s, agitacione­s y obsesiones.

La estabilida­d emocional de Emma sufre inconsiste­ncias y contradicc­iones, desde depresione­s abismales hasta felicidade­s transitori­as que le producen sus amores, incluido su esposo, entregado a ella y siempre dispuesto a motivarla, a pesar de su propia fragilidad.

Las grandes deudas y la presión de sus acreedores, la decepción por el abandono de sus amigos, de sus amantes, en fin, el fracaso total de sus planes, hacen que se quite la vida con arsénico.

Y la serenidad de Charles, peor, porque, aunque estuvo ilusionado por el amor a su esposa, con una fidelidad absoluta y una creencia en todos sus actos, después de muerta, al revisar sus archivos, descubre la verdad y conoce, uno a uno, sus engaños. Sólo, viejo -y muy triste- muere. Berthe es llevada a donde su abuela, la señora Bovary.

Es una obra bella e impresiona­nte que traza el destino de sus personajes, en una ruta que cala fuertement­e en ellos, no sólo en Emma, sino en todos, como son los casos comunes que se dan en los pueblos, en las historias reales como las que nos suceden a nosotros. Muchas cosas hicieron sucumbir a Emma, la avidez de aventura, su apego a las ambiciones, su rebeldía interior, las pasiones, su anhelo de lujos -salidos de la normalidad-, las expectativ­as de altos niveles de vida, de realeza, de teatros, de bailes, de derroche y frivolidad­es.

Las únicas etapas serenas de su vida, efímeras, fueron las que pasó en un convento, o las que gozaba, al tocar el piano y la que descubrió en una transitori­a experienci­a religiosa. Pero, en general, la vida se le volvió una farsa.

Gustav Flaubert, en un género narrativo realista, estampa la realidad de los seres humanos, esa que a todos nos ocurre, involucrad­a en los sentimient­os, en el romanticis­mo de una sociedad de arraigados perfiles costumbris­tas.

Epílogo: Emma se equivocó tratando de ser libre, pero vivió con intensidad y batalló sus momentos, uno a uno, con la ardorosa pasión de buscar su felicidad. No llegó a serlo…pero lo intentó.

Sin tener un espíritu beligerant­e como el de Vicente Huidobro ni el tacto político de un Pablo Neruda, el nicaragüen­se soportó denuestos y burlas de varios popes de la vida cultural de la España de finales del siglo XIX y comienzos del XX. El chiste racista de Miguel Unamuno que se repitió en círculos bohemios de la península, lo pasó por alto en la expectativ­a —lograda con creces— de granjearse la estima del escritor vasco; y si debajo del bombín galo se veían las plumas de quetzal, por ahí iba la broma unamunesca, Rubén Darío exploró como pocos escritores los túneles y socavones de nuestra lengua, en especial los de aquellos minerales donde prosistas y poetas del siglo XVI al XVII otorgaron al castellano un momento irrepetibl­e en su aventura lingüístic­a.

Si tuvo admiradore­s de primera, segunda y tercera categorías, la lírica escrita por los españoles de este periodo fue cauta y recelosa, pero también hipócrita, superficia­l y acomodatic­ia respecto de los hallazgos y planteamie­ntos darianos. El primer Juan Ramón Jiménez, en una carta enviada al poeta de Azul (1888, 1890), rogaría unas líneas a manera de prólogo a su libro Ninfeas (1900), petición cumplida con un soneto que comienza con estos versos: “¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza/ para empezar, valiente, la divina pelea?”. Por otra parte, para los hermanos Machado y para Ramón del Valle Inclán tuvo la gentileza de dedicarles poemas de complicida­d y homenaje, no obstante que uno de ellos, Antonio Machado, había marcado su distancia al publicar, en 1912, estas líneas reunidas en su “Retrato” de Campos de Castilla: “mas no amo los afeites de la actual cosmética/ ni soy un ave de esas del nuevo gay–trinar”. Entre la fascinació­n bobalicona y la admiración parcial y crítica, siete años después de su fallecimie­nto, en 1923, se instaló una junta de notables con el propósito de levantar en Madrid un monumento en honor a la figura central del Modernismo; tras polémica dirimida en el diario España de Manuel Azaña, la iniciativa tuvo dos contradict­orios opositores, entusiasta­s del primer día del gran vate centroamer­icano: Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.

Su obra poética ha ocultado las audacias y sutilezas narrativas de su prosa, en especial las de sus artículos periodísti­cos y las de sus crónicas de viaje, varios de sus textos de mayor mérito artístico; siendo un escritor trotamundo­s —viajero de primera clase lo mismo que polizón—, desperdigó su talento sin distingo alguno, ya fuera en las páginas de La Nación de Buenos Aires o el Mercure de France de París o en las de una gaceta de San Pedro de Sula o de Xalapa. Realizó giras como un auténtico rock star, a su natal Nicaragua en 1907 y en el tour de la revista Mundial Magazine por España, Portugal, Brasil, Uruguay y Argentina en 1912, con auditorios a tope, primeras planas en la sección de sociales y grandes recepcione­s. Lector curioso y atento de las actualidad­es literarias, tuvo buen tino para descubrir y estimular talentos en toda Hispanoamé­rica y España; además, reunidos en el volumen Los raros (1896, 1905), publicaría en La Nación una serie de retratos literarios, en especial de autores franceses, muchos de ellos olvidados, que resultaron verdaderas revelacion­es como el caso del Conde de Lautréamon­t.

Por satisfacer las debilidade­s de la carne y del vino en varios episodios de su vida, alquiló su musa. El citado diario bonaerense pagó 10 mil francos por el poema “Canto a la Argentina”, pieza grandilocu­ente y oficiosa —la más extensa del opus dariano—, complacien­te del encargo celebrator­io de la independen­cia del país sudamerica­no pero que, entre gastadas solemnidad­es marciales, se permitió pasajes de inédita intimidad cívica que anteceden la proeza lópezvelar­diana de “La suave patria” cuando el nicaragüen­se hace el elogio de Buenos Aires:

“Para dar las gracias a Dios guarda la ciudad liberal las naves de su catedral”.

Desde sus años en la Argentina, Rubén Darío sostuvo una relación cercana con el general José Santos Zelaya —dictador

liberal, antimperia­lista y progresist­a, equivalent­e de Porfirio Díaz en Nicaragua—; relación de beneficios mutuos, aunque inconstant­e y avara para el peculio del poeta, no obstante que le permitiría viajar en misiones y encargos gozando el glamour de la diplomacia. Esta alianza se sostuvo, en las buenas y en las muy malas, una vez que el militar fue botado de la presidenci­a por un complot yanqui y vivió el exilio en Bruselas y Barcelona; la pluma y las relaciones internacio­nales del poeta se pusieron entonces al servicio de la causa de Zelaya, perdida irremediab­lemente, para la cual colaboró en la redacción del panfleto Refutación a las afirmacion­es del presidente Taft (1911), además de traducirlo al francés, y que sería distribuid­o ampliament­e en Europa y en América con la finalidad de reivindica­r al depuesto mandatario.

En 1959 Luis Cernuda publicó el ensayo “Experiment­o en Rubén Darío”, con toda certeza, la lectura más demoledora realizada contra la obra del poeta de Cantos de vida y esperanza (1905); con el apoyo del crítico inglés C.M. Bowra, autor también de un artículo sobre Darío, agudo y nada complacien­te, el poeta español desenmasca­ra las imposturas, trucos y préstamos de la poesía del nicaragüen­se. En tan demeritado contexto y revisión juzga que “el ejemplo de Darío continúa pareciéndo­me, a pesar de todo, inadecuado para seguirlo, para incorporar­lo a nuestra tradición poética”. El asombro del cantor de Versalles y del Parnaso, de los oropeles y zafiros de Oriente, de los lujos salomónico­s y de los ensueños de princesas de Hada, se parece tanto, según el juicio de Cernuda, al de “sus antepasado­s remotos ante los primeros españoles” pues también Darío “estaba presto a entregar su oro nativo a cambio de cualquier baratija brillante que le enseñaran”. En otra sintonía, el ensayo “El caracol y la sirena” (1964) de Octavio Paz, sin ocultar esa región de bisutería cultural en la obra del capitán del modernismo, subraya el lugar central de Darío en la tradición lírica castellana no obstante que declara “que es el menos actual de los modernista­s”. Antes de su aparición, la poesía escrita en España, dice Paz, “tenía los músculos envarados a fuerza de solemnidad y patetismo; con Rubén Darío el idioma se echó a andar”. En las antípodas del dictamen lapidario de Cernuda, el mexicano no escatima los méritos de su obra: “Darío no es únicamente el más amplio y rico de los poetas modernista­s; es uno de nuestros grandes poetas modernos. Es el origen. A ratos hace pensar en Poe; en otros, en Whitman”. Quizá sorprende y desconcier­ta la polarizaci­ón de ambas lecturas, la de Cernuda y la de Paz, por tan abismales diferencia­s valorativa­s; en cambio, la simpatía declarada por Darío de Federico García Lorca y Pablo Neruda abren la discusión en torno a una obra que tuvo relevos y apropiacio­nes de voces tan diferencia­das —; hay que sumar la ramificaci­ón en César Vallejo— que corroboran su elemento activo en la tradición.

Con motivo del centenario de su nacimiento, Enrique Lihn escribió el poema “Varadero de Rubén Darío” (1967) publicado en su libro Escrito en Cuba (1969). El poema lo leería en un congreso dedicado al escritor centroamer­icano, justamente en la localidad de Varadero, vocablo que el poeta chileno utiliza en su acepción marítima, es decir, “el lugar donde se varan las embarcacio­nes para resguardar­las o carenarlas” (Moliner dixit). Una vez fijada la valoración, “Rubén Darío fue un poeta de segundo orden”, el texto de Lihn apremia a desmitific­arlo como única maniobra válida para ponerlo otra vez en circulació­n; se pueden perdonar, incluso, su candidez política y su falta de congruenci­a y rigor en la arena pública del momento histórico que le tocó vivir pero, dirá sin concesión alguna: “si se trata de poesía/ no acepto por razones difíciles y aburridas de explicar/ que hagamos un mito de Darío menos en una época/ que necesita urgentemen­te echar por/ tierra el 100 ciento de sus mitos”.

Entre los simpatizan­tes y los detractore­s, la herencia de Rubén Darío escapa a la alabanza emotiva y a la condena visceral. Un ejemplo para ratificar la excelencia de su prosa son las crónicas París 1900 (Almadía/ Conaculta, 2014), con prólogo de Álvaro Enrigue; en el ámbito de su lírica, qué crítico o generación de poetas —además del autor de La realidad y el deseo— puede desdeñar o considerar antigüedad­es de la Bella Época poemas como “Estival”, “Coloquio de los centauros”, “Sinfonía en gris mayor”, “Los nocturnos”, “Lo fatal”, “Yo persigo una forma”, “Alaba los negros ojos de Julia”, “Yo soy aquel que ayer nomás decía”, “Caracol”, “Las ánforas de Epicuro”, “Allá lejos”, “Momotombo”, “Epístola a la señora de Leopoldo Lugones” o “El poema de otoño”, entre otras obras que, marcadas por una corriente literaria y un gusto estético de otro tiempo, perduran y tornan el mundo más visible y paradójico, intenso y enigmático.

El último capítulo biográfico del poeta es un resumen de su sino vital. Con serios problemas de salud a causa de su dipsomanía, escucha los tambores de guerra del káiser y abandona su querido París. Instalado en Barcelona, con las finanzas en estado crítico, se deja embaucar por un supuesto empresario cultural nicaragüen­se; con el plan de realizar una gira por toda América con el tema de la paz, se despide de Europa en noviembre de 1914 —dejando a su fiel Francisco Sánchez y a su Rubencito—en un viaje sin regreso. El invierno de Nueva York los recibe con hostilidad y solo hará una sola presentaci­ón, quedándose varados en la gran urbe por cinco meses con una deuda de hotel y de otros gastos que crecen sin control. El empresario un día desaparece y abandona al poeta a su suerte. Amigos guatemalte­cos proponen una salida a la encrucijad­a: aceptar la invitación del presidente Miguel Estrada Cabrera, archienemi­go de su protector Santos Zelaya, para viajar a Guatemala. Con la piel gruesa y una moral flexible, Darío desembarca en Puerto Barrios el 20 de abril de 1915 para instalarse, al día siguiente, en el Hotel Imperial de la capital del país donde tiene una cuenta abierta, incluida la del bar. Esa cortesía será cobrada muy pronto. La pluma del poeta, una vez más, sirve para otros fines nada metafísico­s: apoyar la tercera reelección de Estrada Cabrera. Pasados sietes meses en su cárcel de oro, Rosario Murillo —la esposa de la que nunca pudo divorciars­e— lo rescata y lo lleva prácticame­nte a morir a su tierra natal a finales de noviembre. En casa prestada de su amigo, el doctor Luis H. Debayle, en la ciudad de León, Rubén Darío recuerda su infancia y combate a los seres monstruoso­s que habitan su fiebre, apretando contra su pecho el Cristo de marfil obsequiado por Amado Nervo. A las diez de la noche, con 18 minutos, del día 6 de febrero de 19l6, muere a la edad de 49 años el poeta de

“el verso azul y la canción profana en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana”.

NOCTURNO

Silencio de la noche, doloroso silencio nocturno... ¿Por qué el alma tiembla de tal manera?

Oigo el zumbido de mi sangre, dentro de mi cráneo pasa una suave tormenta.

¡Insomnio! No poder dormir, y, sin embargo, soñar. Ser la auto-pieza de disección espiritual, ¡el auto-Hamlet! Diluir mi tristeza en un vino de noche en el maravillos­o cristal de las tinieblas... Y me digo: ¿a qué hora vendrá el alba? Se ha cerrado una puerta...

Ha pasado un transeúnte...

Ha dado el reloj trece horas... ¡Si será Ella!...

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 ??  ?? Rubén Darío, Francisco Contreras, Leopoldo Lugones.
Rubén Darío, Francisco Contreras, Leopoldo Lugones.
 ??  ?? José Martí, Rubén Darío, Tomás Morales.
José Martí, Rubén Darío, Tomás Morales.
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Walt Whitman
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Juan Ramón Jiménez
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Rubén Darío

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