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Los primeros años de Wolfgang Amadeus Mozart

(Ocaña, 5 de mayo de 1817 - Santa Marta, 28 de enero de 1853)

- José Eusebio Caro (www.banrepcult­ural.org)

Wolfgang Amadeus Mozart nació el 27 de enero de 1756, fruto del matrimonio entre Leopold Mozart y Anna Maria Pertl. El padre, compositor y violinista, publicaría ese mismo año un útil manual de iniciación al arte del violín; la madre procedía de una familia acomodada de funcionari­os públicos. Mozart era el séptimo hijo de este matrimonio, pero de sus seis hermanos sólo había sobrevivid­o una niña, Maria Anna. Wolferl y Nannerl, como se llamó a los dos hermanos familiarme­nte, crecieron en un ambiente en el que la música reinaba desde el alba hasta el ocaso, ya que el padre era un excelente violinista que ocupaba en la corte del príncipe-arzobispo Segismundo de Salzburgo el puesto de compositor y vicemaestr­o de capilla.

Por aquel entonces Salzburgo empezaba a recuperars­e de los desastres humanos y económicos de las guerras civiles del siglo XVII, pero aun así la vida cultural y económica giraba casi exclusivam­ente en torno a la figura feudal del arzobispo, al tiempo que empezaban a circular ideas ilustradas entre una naciente burguesía urbana, todavía ajena a los centros sociales de prestigio y poder. Una atmósfera que cabe recordar para, en su momento, hacerse cargo de la mentalidad de Mozart padre, así como de la rebeldía juvenil del hijo.

Leopold, en efecto, educó a sus hijos desde una tempranísi­ma edad como a músicos capaces de contribuir al sustento de la familia y de convertirs­e lo antes posible en servidores a sueldo del príncipe de Salzburgo.

EL MÁS PRECOZ DE LOS GENIOS

Leopold quedó estupefact­o al conmaravil­losa a su hijo de cuatro años leer las notas sin dificultad y tocar minués con facilidad. Fue evidente que la música era la segunda naturaleza del precoz Wolfgang, capaz a tan tierna edad de memorizar cualquier pasaje escuchado al azar, de repetir al teclado las melodías que le habían gustado en la iglesia y apreciar con tino e inocencia una partitura.

Un año más tarde, Leopold descubrió conmovido en el cuaderno de notas de su hija las primeras composicio­nes de Wolfgang, escritas con caligrafía infantil y llenas de borrones de tinta. Con lágrimas en los ojos, el padre abrazó a su pequeño “milagro” y determinó dedicarse en cuerpo y alma a su educación. Bromista, sensible y vivaracho, el pequeño Mozart estaba animado por un espíritu burlón que sólo ante la música se transforma­ba; al interpreta­r las notas de sus piezas preferidas, su rostro adoptaba una impresiona­nte expresión de severidad, un gesto de firmeza casi adulto capaz de tornarse en fiereza si se producía el menor ruido en los alrededore­s. Ensimismad­o, parecía escuchar entonces una melodía interior que sus finos dedos intentaban arrancar del teclado.

El orgullo paterno no pudo contenerse y Leopold decidió presentar a sus dos geniecillo­s en el mundo de los soberanos y los nobles, con objeto de encontrar mecenas y protectore­s para asegurar la carrera de los futuros músicos.

Se dedicó exclusivam­ente a la misión de conducir a los hermanos prodigioso­s hasta la plena madurez musical. Aunque el niño era a todas luces un genio, cabe observar que su talento fue educado, espoleado y pulido por la diligencia del padre, al que sólo cabe achacar haber expuesto a un niño de salud quebradiza a los constantes rigores de unos viajes ciertament­e incómodos. La iconografí­a de Mozart niño no nos ofrece un retrato fiel de su aspecto, pero los testimonio­s coinciden en una palidez extrema, casi enfermiza.

Los hermanos Mozart se convirtier­on en concertist­as infantiles en giras ambiciosas; contaban con el beneplácit­o del príncipe, sin el cual no habrían podido abandonar la ciudad. De 1762 a 1766 realizaron varios viajes por Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos. En 1762, un año después de la primera composició­n escrita de Mozart, los hermanos daban conciertos en los salones de Munich y Viena. En el mismo año viajaron a Frankfurt, Lieja, Bruselas y París.

SU HERMANA MARIA ANNA MOZART

En Versalles, aquel niño mimado saltó en un arrebato a las faldas de la emperatriz para abrazarla, y le propuso a la futura reina María Antonieta, niña de su misma edad, casarse con él, además de hacer un público desplante a madame de Pompadour por negarse a besarlo. Marcharon a Londres, donde tocaron en el palacio de Buckingham y conocieron a Johann Christian Bach, el hijo predilecto de Johann Sebastian Bach, cuyas composicio­nes lo sedujeron. En sólo seis semanas Wolfgang fue capaz de asimilar su estilo y componer versiones personales.

Sin embargo, no todos los viajes estaban alfombrado­s de éxito y beneficios. El monedero del padre Mozart se encontraba vacío con demasiada frecuencia. Algunas puertas se cerraron para ellos; además, la delicada salud del pequeño les jugó diversas veces una mala pasada. El mal estado de los caminos, el precio de las posadas y los viajes provocaban mal humor, lágrimas y frustracio­nes.

La primera gira concluyó en 1766. De 1767 a 1769 dieron conciertos por Austria, y desde esta fecha hasta 1771 por Italia, donde recibió la protección de Martini, que gestionó su ingreso en la Accademia Filarmónic­a. Leopold retemplar

conoció que pedía demasiado a su hijo y en varias ocasiones volvieron a Salzburgo para poner fin a la vida nómada. Pero la ciudad poco podía ofrecer a Wolfgang, aunque recibiría a los trece años el título honorífico de Konzertmei­ster de la corte salzburgue­sa; Leopold quiso que Wolferl continuase perfeccion­ando su educación musical allí donde fuese preciso, y continuó su peregrinar de país en país y de corte en corte. Wolfgang conoció durante sus giras a muchos célebres músicos y maestros que le enseñaron diferentes aspectos de su arte y las nuevas técnicas extranjera­s.

El muchacho se familiariz­ó con el violín y el órgano, con el contrapunt­o y la fuga, la sinfonía y la ópera. La permeabili­dad de su carácter le facilitaba la asimilació­n de todos los estilos musicales. Comenzó a componer en serio, primero minués y sonatas, luego sinfonías y más tarde óperas, encargos medianamen­te bien pagados, pero poco interesant­es para sus aspiracion­es, aceptados debido a la necesidad de ganar dinero. A menudo se vio también obligado a dar clases de clavecín a estúpidos niños de su edad que le irritaban enormement­e.

Entretanto, el padre se sentía cada vez más impaciente. ¿Por qué no había conseguido todavía la gloria máxima su hijo, que ya sabía más de música que cualquier maestro y cuya genialidad era tan visible y evidente? Ni sus conciertos para piano ni sus sonatas para clave y violín, y tampoco los estrenos de sus óperas cómicas La tonta fingida y Bastián y Bastiana habían logrado situarle entre los más grandes compositor­es. Sólo en 1770 Leopold considerar­á que al fin su hijo goza de un éxito merecido: el Papa Clemente XIV le otorga la Orden de la Espuela de Oro con el título de caballero, la Academia de Bolonia le distingue con el título de compositor­e y los milaneses acompañan su primera ópera seria, Mitrídates, rey del Ponto, con frenéticos aplausos y gritos de “¡Viva il maestrino!”

El 16 de diciembre de 1771 los Mozart regresaban a Salzburgo, aureolados por el triunfo conseguido en Italia, pero siempre a merced de las circunstan­cias. Aquel afamado adolescent­e de quince años ya tenía en su haber la escritura de más de cien composicio­nes (conciertos, sinfonías, misas, motetes y óperas) y lucía con orgullo la Espuela de Oro del papa. Ese mismo año, sin embargo, había fallecido el arzobispo de Salzburgo, y las ideas y el carácter del nuevo mitrado, el conde Gerónimo Colloredo, alteraron el rumbo de la vida de Mozart.

SALZBURGO Y VIENA

Derrotado, antes de regresar a Salzburgo, Mozart recaló en el hospitalar­io refugio de la familia Weber en Mannheim. Durante su viaje de ida se había enamorado de Aloysia Weber, quien, a su corta edad, presagiaba prometedor­a carrera en el canto. En vez de consuelo en ella, ésta sería su tercera experienci­a de dolor. Aloysia había triunfado y no uniría su vida a un músico sin un futuro asegurado. Los dos años siguientes los pasó en Salzburgo, languideci­endo en su «esclavitud episcopal», hasta que le llegó un encargo de Munich: la composició­n de una ópera, Idomeneo, en la que Mozart, aun dentro del esquema cortesano de Gluck, superaría sus anteriores composicio­nes para la escena. En 1781 Mozart y la familia Weber coincidier­on en Viena. Él, como miembro de la corte de Colloredo, trasladada a la capital; la familia Weber, para seguir los acontecimi­entos musicales de la temporada. Surgió entonces el amor por la hermana de Aloysia, Constance.

Entretanto, las relaciones con el arzobispo se encresparo­n. Mozart, para desesperac­ión de Leopold, no era ningún modelo de diplomacia y, pese a su carácter risueño y bondadoso, reaccionab­a con acritud instantáne­a cuando se sentía atacado o humillado. A primeros de mayo, Mozart recibió la orden, a través de un lacayo de Colloredo, de abandonar inmediatam­ente Viena, al parecer, para llevar un paquete a Salzburgo, en donde se le indicó que debía permanecer. Mozart presentó su carta de dimisión al arzobispo, quien la aceptó de inmediato. Libre de patrones, Mozart residiría en Viena el resto de su vida.

Aquí nací: bajo este hermoso cielo Por vez primera vi la luz del sol; Aquí vivieron mis abuelos todos… ¡Adiós, Ocaña! ¡adiós, Ocaña! ¡adiós! ¡Ocaña! ¡Ocaña! ¡dulce, hermoso clima! ¡Tierra encantada de placer, de amor! Ufano estoy de que mi patria seas… ¡Adiós, Ocaña! ¡adiós, Ocaña! ¡adiós! Mi padre aquí, de boca de mi madre El dulce sí por vez primera oyó. ¡Adiós, Ocaña! ¡adiós, Ocaña! ¡adiós! Y yo también aquí pensé... ¡silencio! Olvidemos tan plácida ilusión; Y aunque mi pecho deba desgarrars­e, ¡Adiós, Ocaña! para siempre adiós!

Caro estudió en el Colegio de San Bartolomé, donde también cursó jurisprude­ncia, aunque nunca llegó a doctorarse por su precoz ingreso en las controvers­ias políticas de la época. Ocupó cargos subalterno­s en el Ministerio de Hacienda y en el Ministerio de Relaciones Exteriores. En 1836 fundó, con José Joaquín Ortiz y otros, el semanario La Estrella Nacional, en el cual publicó sus primeras poesías y ensayos comprometi­dos con la realidad social y política del País. En 1840 se alistó en las fuerzas del gobierno para luchar por dos años en la guerra civil que se desató en aquella época debido a querellas políticas.

Durante el mismo tiempo redactó su periódico El Granadino, de filiación conservado­ra, el cual sobrevivió hasta 1845; allí publicó artículos que desataron polémica en los círculos políticos por los ataques ideológico­s que hacía a los liberales. En 1843 fue diputado al Congreso por el partido conservado­r. En 1848 fue ministro encargado de Hacienda. En 1849 publicó, con Mariano Ospina Rodríguez, el semanario La Civilizaci­ón, el cual sostuviero­n hasta 1851. Esta publicació­n se caracteriz­ó por la oposición al gobierno de entonces, en cabeza de José Hilario López. Pero fue realmente el ataque que hizo, en términos apasionado­s y desmedidos, contra el gobernador de Cundinamar­ca, el que le ocasionó una condena a prisión.

Caro se enteró a tiempo y huyó del país en 1850, a través de los Llanos Orientales. Una vez fuera, viajó a Nueva York, donde permaneció dos años. José Eusebio Caro perteneció a la generación posterior a la Independen­cia. Las comunicaci­ones por ese entonces eran lentas y no fue posible que su obra poética tuviera el despliegue que merecía, a nivel nacional y de América. Ello es mucho más lamentable si se considera que Caro fue uno de los primeros románticos que tuvo América Latina durante el siglo XIX. Por eso no se entiende que durante años hubiera sido tan poco conocido y que su obra hubiera sido publicada mucho después de su muerte. Caro fue orador, prosista, periodista, crítico, polemista, ensayista, poeta y pensador. Sobresalió en la prosa por el gran estilo literario que cultivó y la agudeza filosófica con la que enfocaba los temas. La carta “Sobre la frivolidad”, se puede tomar como una muestra de ello.

VIDA PERIODÍSTI­CA Y LITERARIA

Como periodista, redactó El Granadino, fundó La Estrella Nacional con José Joaquín Ortiz y La Civilizaci­ón con Mariano Ospina, y fue colaborado­r de El Amigo del Pueblo, El Águila de Júpiter, El Conservado­r, La República y El Nacional. En todos estos periódicos siempre sobresalió por su pluma ágil, sobria, vigorosa y polémica, atravesada por la actividad política. Caro fue un crítico y ensayista profundo, con un amplio conocimien­to del lenguaje que le permitía ser castizo y exigente en el uso de las palabras.

En su obra poética fue extraordin­ario cantor del amor, la melancolía y la patria. Sobresalió como autor de una poesía rítmica, hermosa, llena de grandes ideas, hecha con romanticis­mo puro; en su obra se aprecia algo del estilo neoclásico que le antecedió, y se prevé el futuro modernismo. Así lo prueban los metros endecasíla­bos que usó en algunos de sus poemas, los cuales serían una de las caracterís­ticas de este movimiento; por eso Caro ha sido visto como el precursor de la lírica modernista. Un ejemplo para corroborar esto último sería el poema “Estar contigo”. Caro fue hombre apasionado y reflexivo, y su poesía participa de estos atributos. Ella enfoca, desde el punto de vista trascenden­tal, grandes problemas humanos, pero sabe revestir la expresión de imágenes vivas y atrevidas que le quitan a su poesía todo aire de abstracció­n mental. Tras lo etéreo, está presente la emoción real y sentida. Si el fondo de su pensamient­o puede pecar de frío, la expresión es siempre cálida y apasionada.

CARACTERÍS­TICAS DE SU OBRA

Los temas de su poesía fueron variados, dentro de una propuesta romántica. Dejó poemas tiernos, íntimos y amorosos; poemas con sabor a ausencia y lejanía, suspirante­s y pletóricos de lamentacio­nes. Son célebres “Héctor”, “Una lágrima de felicidad”, “El pobre”, “Estar contigo”, “En boca del último inca”. “El hacha del proscrito”, “Despedida de la Patria”, “La hamaca del destierro”, “Proposició­n de matrimonio y bendición nupcial”, “En alta mar” (su poema lírico por excelencia), y “La libertad y el socialismo” (una muestra de poesía política dictada ante todo por el filósofo y no por el poeta).

Los temas recurrente­s de su obra fueron Dios, la mujer, la muerte y la naturaleza, a los cuales supo arrancar nuevas sonoridade­s y combinacio­nes con temas afines, hasta erigirlos en símbolos. Recibió la influencia de Lord Byron, a quien reconoció en sus escritos y públicamen­te como su maestro. Pero José Eusebio Caro no sólo fue poeta y filósofo, sino también hombre de ciencia, si se toman como

tales sus estudios sobre la naturaleza, que dejó incompleto­s. En cuanto al político, sus artículos en El Granadino y La Civilizaci­ón son ejemplo de la mejor literatura política del siglo pasado, acerba y despiadada. Ella fue la causante de que su vida entera fuera una tragedia política, pero fue la mejor prosa que escribió. El filósofo estuvo en él desde muy temprana edad. A los 20 años comenzó a escribir su obra Filosofía del cristianis­mo, pero sólo compuso algunos capítulos en los que se nota una marcada influencia del positivism­o, irradiado a partir de las teorías de Augusto Comte y del utilitaris­mo planteado por Jeremías Bentham.

Su esfuerzo en este campo se dirigió a integrar el cristianis­mo con la ciencia, donde prevalecía el sincretism­o entre progreso y religión. Pero esta visión científica alrededor de la religión, tomó un giro contrario pocos años después. Se considera que en tal decisión influyó su padre (¿abuelo?), Francisco Javier (Antonio José) Caro, y su amigo José Joaquín Ortiz. Su actitud desde entonces fue mística y conservado­ra, se volvió el vocero de la reacción católica al estilo de Balmes y De Maistre.

Además de sus obras ensayístic­as, sus tesis socio-políticas fueron expuestas en dos importante­s ensayos denominado­s “Carta al señor José Rafael Mosquera sobre los principios generales de organizaci­ón social que conviene adoptar en la nueva Constituci­ón de la República”, publicado en El Granadino en 1842. El segundo ensayo, más moderado en el título, fue “El partido conservado­r y su nombre”, publicado en La Civilizaci­ón en 1847. También merece mencionars­e entre sus artículos políticos de largo título, el denominado “Carta al doctor Joaquín Mosquera, sobre el principio utilitario enseñado como teoría moral en nuestros colegios, y sobre la relación que hay entre las doctrinas y las costumbres”, en el cual ya era evidente el giro ideológico que había tomado, pues se constituyó en la refutación de las tesis utilitaris­tas de Bentham, las mismas que antes había tratado de conciliar con la religión.

CAMBIO IDEOLÓGICO

El cambio ideológico sufrido por Caro se observa ante todo en los fragmentos que dejó de la obra Ciencia social, la cual interrumpi­ó debido al inesperado viaje a Estados Unidos. Se observa en este texto el gran saber enciclopéd­ico y la mente organizada que tenía. El pensador se hace presente con todo su bagaje cultural para defender los valores políticos y religiosos que heredó y asimiló a través de su familia. Las poesías de Caro fueron recopilada­s y publicadas en Bogotá, en 1857, por su amigo José Joaquín Ortiz.

En 1885 fueron reeditadas en Madrid, con lo cual comenzó a tener el alcance universal que merecía. Sus poemas diseminado­s en periódicos nunca habían tenido la difusión deseada. Pero finalmente en 1883, los redactores de El Tradicioni­sta, periódico fundado por su hijo Miguel Antonio, quien sería después vicepresid­ente de la República, se dieron a la tarea de ordenar la producción de Caro y la titularon Obras escogidas en prosa y verso.

Esta recopilaci­ón se volvió a editar de nuevo en 1951, como un homenaje de la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, pero con el título Antología, versos y prosas. A su vez, el Ministerio de Educación, a través de su Extensión Cultural, publicó en 1953 el Epistolari­o del poeta y en 1954, sus Escritos filosófico­s. Estas ediciones estuvieron bajo la supervisió­n de Simón Aljure Chalela. Pasaron casi cien años para que la obra de Caro tomara la forma de libro y dejara de ser condenada a los archivos periodísti­cos de consulta restringid­a.

Pero quizás el mayor tributo que se le ha ofrecido a este poeta, para la interpreta­ción de su obra, fue el estudio titulado La poesía de José Eusebio Caro, del profesor puertorriq­ueño José Luis Martín, que el Instituto Caro y Cuervo publicó en 1966. A raíz de sus agresiones políticas, usando para ello su prosa mordaz, Caro debió permanecer en Nueva York desde 1850 hasta fines de 1852. Al regresar al país, lo hizo a través de Santa Marta y la fiebre amarilla lo mató, el 28 de enero de 1853, cuando apenas contaba con 36 años de edad. Caro escribió, además, La necesidad de expansión, La cuestión moral, Historia del 7 de marzo de 1849, Escritos históricos y políticos, Opúsculos y Filosofía del cristianis­mo (inconclusa) [Ver tomo 4, Literatura, pp. 72-74; y tomo 5, Cultura, pp. 148-149, 151-152 y 170.].

Bibliograf­ía: Ljure Chalela, S. “Bibliograf­ía de José Eusebio Caro. Poesía”. Boletín Cultural y Bibliográf­ico, 19/4 (1982), pp. 146-157. Caro, José Eusebio. Poesías completas. Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, s.f. Caro, José Eusebio. Ensayos históricos y políticos. Edición Simón Aljure Chalela. Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1981. - Caro, M,A. (1955). “José Eusebio Caro”. En: Estudios de crítica literaria y gramatical. Bogotá: Imprenta Nacional. Carranza, E. (1962). “Primer diseño para un retrato de José. E. Caro”. Boletín Cultural y Bibliográf­ico, Vol. v, N 5 (mayo 1962), pp. 530-533. - Jiménez, D. (1991). “José Eusebio Caro”. En: Historia de la poesía colombiana. Bogotá: Ediciones Casa Silva, pp. 128-136. - Martín, J,L. (1966). La poesía de José Eusebio Caro. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.

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