Leyenda de la laguna La Cocha - Nariño
El cacique Pucara (Fortaleza), estaba enamorado de la princesa Lluvia de Estrellas, logró conquistarla y formar con ella un hogar donde nacieron tres hijos: Lucero, Estrella y Viento. Vivían felices en ese valle de los Andes que albergaba a siete ciudades, según testimonio tradicional de los viejos pobladores del sector. No podía faltar la presencia de maldad y envidia, y así, durante una de las fiestas del Baile del Sol, cuando los niños de Lluvia de Estrellas estaban grandecitos, Fortaleza invitó a su esposa a una de las ciudades, donde celebraban las mejores fiestas en honor del dios Sol, allí se divirtieron mucho hasta el amanecer.
Narran que Munani (el amante), era el bailarín principal de la comparsa e impresionó al público en general, pero de manera particular dejó caer su gracia y su encanto en la princesa Tamia o Lluvia de Estrellas. Para ella los días no fueron los mismos, pensaba en el danzante Munani. Un día, cuando Pucara no se encontraba en casa, llegó Munani a buscar a Tamia, ésta salió y regocijada atendió al danzante, quien había impactado en su corazón. Besos y abrazos se dieron los nuevos amantes. Concertando citas a partir del momento, acordaron un día romper con su silencio y decir a todos lo que estaba sucediendo.
Dicen que cuando la gente se dio cuenta de que Tamia y Munani estaban enamorados, Pucara se entristeció, acabó con su liderazgo y no queriendo estorbar en el camino de los nuevos amantes, se fue a la montaña con sus tres hijos y comenzó a criar y cuidar insectos.
Tamia y Munani comenzaron a andar por las ciudades, se entregaron al amor y la diversión sin restricción, situación que escandalizó a la comunidad entera, obligandola a no prestar ninguna clase de servicio a los amantes.
Dicen que un día, golpeando de puerta en puerta, pedían que les regalaran un pilche (totuma o mate) con agua y nadie respondía. Hasta cuando engañaron a un niño con la entrega de un pedazo de pan, logrando el pilche con agua.
Los dos enamorados, se acostaron en un potrero cercano y dejaron el pilche con agua a sus pies, y el hombre lo regó. No se dio cuenta que el agua derramada de la totuma comenzaba a crecer hasta que prácticamente los estaba ahogando; en ese momento, llegó un insecto, de los que Pucara criaba y cuidaba con sus tres hijos, lo picó y lo hizo botar abundante agua por la boca y nariz. Era tan grande su caudal que inundó la totalidad del valle, quedando bajo el agua las siete ciudades. Cuentan los pobladores, que un sonido de campana fue lo último que se escuchó sobre lo que hoy conocemos como el Lago Guamuez o Laguna de La Cocha.
Pucara, que asombrado y entristecido observaba desde la montaña con sus hijos el encantamiento del lugar, lloró tristemente su desgracia, se acogió cariñosamente a sus tres hijos y se quedó petrificado para siempre en la montaña que lleva el nombre del insecto que picó a su rival !El Tábano! Cuenta la tradición que Pucara llora tristemente la traición en medio de rayos y centellas, y sus lágrimas rebosan la laguna, causando estragos en las orillas de La Cocha.
Cuenta Labranza, un pintor al óleo por escuela sanguínea, de formidable brochazo limpio y claro sobre el lienzo, semejante a las quebradas cristalinas de su tierra, llamada como él, pues le hurtó el nombre para firmar sus cuadros. Cuenta Labranza la vivencia que tuvo con un anciano brujo, reconocido por sus poderes curativos y el dominio ejercido sobre las doncellas de la región, a quien la gente consultaba con frecuencia y pagaba con generosidad, y de quien se decía, había firmado pacto con el diablo. Pues bien, estando presente con algunos familiares en la espaciosa casa de los Mantillas, de anchos corredores y gruesas paredes de bareque, con techo de teja de barro, sembrada a orillas de la carretera que conduce a la población de Abrego, en el sitio conocido como Guayabal; llegó a media mañana de visita el an-ciano brujo, hombre de mirada penetrante y sólidos ademanes, de paso, con rumbo a Capitanlargo.
Se enfrascaron quienes allí estaban en amena charla, permitiendo salir a flote las inverosímiles anécdotas de milagros y curaciones, hechas por el recién llegado, a la par que brindaron el aguardiente casero en tragos dobles. Por extraño reflejo en los gestos, le pareció al joven pintor que el brujo entendía cierta torva mirada de una muchacha como manifestación de suspicacia; creía percatarse de la falta de fe, y a cada nueva historia contada, le sucedía, adornadas por murmullos de sorpresa colectiva, otras más asombrosas todavía.
A medida que aumentaron los tragos, aumentó la expresión de duda de la muchacha y por réplica el anciano quiso dejar una prueba indiscutible de su poder, no sin dirigir certeramente su mirada, como lo había hecho todo el tiempo transcurrido, a los ojos intensos de aquella mujer; ella le sonrió con desdén.
El hombre extendió el brazo izquierdo, limpió la palma de la mano con una toalla colgada al hombro, estiró los dedos cuan largos son y colocó extendida la mano sobre la pared, presionándola fuerte como si quisiera moverla; desde luego inútil esfuerzo, pues permaneció inamovible en su sitio, y de inmediato la retiró con sumo cuidado. Cuál no sería la sorpresa de todos los presentes, al ver fundida en la pared, en bajo relieve, la huella de la mano del brujo. Fulgió un destello brillantísimo en sus ojos, abarcando la mirada huidiza de la incrédula, quien ya no lo fue más; por el contrario, ella enamorada, cayó rendida a sus pies, dice Labranza.
Todavía hoy permanece la traza en el mismo lugar.