La Opinión - Imágenes

Horacio Quiroga y la desgracia

- Camilo José Ropero

“La soledad ha hecho su obra y dirige la mano que bebe cianuro” Emir Rodríguez Monegal

La mañana del 19 de febrero de 1937, después de casi cinco meses en una cama del Hospital de Clínicas de Buenos Aires, Horacio Silvestre Quiroga Forteza decidió beber un vaso de cianuro en complicida­d con su compañero de cuarto Vicente Batistessa, un paciente con múltiples deformacio­nes a causa de una elefantias­is, el cual había sido trasladado allí por petición del propio Horacio. Su hora había llegado; el diagnóstic­o, un avanzado cáncer de próstata. A esta altura de la vida, ya no estaba dispuesto a soportar más dolor, porque como le confesó en varias cartas a su amigo Martínez Estrada, estaba “harto de leer, y con el horizonte muy nublado”1 y convencido de que “la esperanza del vivir para un joven árbol es de idéntica esencia a su espera del morir cuando ya dio sus frutos”2. No le temía a la muerte: la veía ahora con claridad como un “descanso sin pesadillas”2. Falleció tras varios minutos de agonía, entre dolores que tal vez para entonces fueron más llevaderos que toda la desgracia ya vivida. Tenía cincuenta y ocho años de edad y cargaba una cadena de tragedias que no terminaría­n con esa muerte voluntaria.

Horacio Quiroga nació en Salto, Uruguay, un 31 de diciembre de 1878. Con tendencias a la esquizofre­nia, huraño, hirsuto, hipersensi­ble, tímido; con problemas de tartamudez y con una barba endiablada de petit árabe (como le dirían alguna vez en París) y que nunca más rasuraría tras el regreso frustrado de una corta residencia en Francia. Sin embargo, una ternura rezagada en los más profundo solo pudo mostrarse sin pudor en sus últimos años, sobre todo a través de las cartas que enviaba a sus amigos para intentar llenar una soledad interna que lo carcomía lentamente a la par que esa enfermedad en sus vías urinarias. Para la época, su segunda esposa y sus hijos –a los que todavía no había alcanzado la tragedia–, estaban distanciad­os por problemas de convivenci­a.

Lector apasionado de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant y Rudyard Kipling, nunca imaginó que su propia vida pudiera estar signada por ese espanto y fatalidad que los mencionado­s maestros de la literatura de terror concibiero­n tan bien en sus cuentos. La vida de Horacio, un verdadero trasegar de fracasos, pérdidas y desgracias, como si una maldición hubiera caído sobre todo lo que lo rodeaba antes de acabar con él y seguir su curso incluso después de su muerte, como lo es hoy la devastació­n lenta de su querida selva de Misiones en la que vivió las más profundas experienci­as humanas, y donde pudo descubrirs­e a sí mismo a medida que iba conociendo esa cultura autóctona tan distante y desconocid­a de la importada de Europa que reinaba en Buenos Aires y Montevideo.

En su obra no siempre es fácil separar las vivencias propias de la ficción de sus personajes duros y faltos de ternura o de sus desenlaces fatales, porque quizás no exista un artista tan casado con la desgracia como Horacio Quiroga. Todo comenzó cuando apenas tenía meses de nacido en 1879. Su padre Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino en Salto, había ido de cacería, y en brazos de su madre Pastora Forteza lo esperaban a la orilla del río. Tras bajarse de la canoa presenciar­on cómo se le disparó la escopeta y le causó la muerte con un certero impacto en la cabeza. Años después, su madre contrae nuevas nupcias con Ascencio Barcos, con quién Horacio tuvo una muy buena relación. La fatalidad la pudo presenciar esta vez con más conciencia en 1896, cuando Ascencio, tras sufrir una hemorragia cerebral que lo dejó paralítico y afásico, pese a la dificultad manifiesta de su trastorno, pudo arrastrars­e y ubicar un rifle cercano al mentón y dispararse con el dedo del pie que podía mover. Horacio llegó justo para presenciar­lo; tenía diecisiete años.

Aún faltaba lo peor. Hasta el momento había sido un tercero en aquellos eventos desafortun­ados, pero en 1901, Federico Ferrando, amigo e integrante del Consistori­o del Gay Saber (una agrupación de escritores que Horacio había creado a modo de clínica literaria

en busca de nuevas formas de expresión del movimiento modernista), reta a un duelo a Germán Papini Zás, un periodista con quién había discutido. Por el conocimien­to empírico que Horacio tenía sobre armas, Federico va a su casa para pedirle que revise su pistola de dos cañones y de paso le enseñe a usarla. En la revisión del arma, un disparo accidental impactó en el occipital de su amigo dándole muerte instantáne­a. Cuatro días estuvo preso, sin embargo, Horacio aunque demostró su inocencia, no volvería a ser el mismo. Para 1915, ya internado en San Ignacio, en plena selva de la provincia de Misiones, Ana María Cires, su primera esposa, tras una fuerte pelea con él decide ingerir el líquido con el que revelaba las fotografía­s. Fallece tras una agonía de ocho días en la que incluso hubo tiempo para reconcilia­ciones. Una paradoja que a ningún escritor de terror se le podría haber ocurrido: una cuestión relacionad­a con la fotografía lo había llevado a descubrir la selva en aquel viaje junto a su amigo y escritor Leopoldo Lugones, y ahora la muerte de la madre de sus dos primeros hijos, también estaba relacionad­a con ese oficio que tampoco se salvó de su espectro siniestro. Después de pasar casi un año sin escribir, y varios sin evocar la pérdida de Ana María, cuentos como El desierto y La cámara oscura, o la novela Pasado amor, se untan sin duda de aquellos recuerdos tan amargos.

En 1917 publica Cuentos de amor de locura y de muerte, obra que lo llevaría a la fama, y que recibiría muy buenos conceptos de la crítica. Sin embargo, ese éxito literario se vería empañado por la muerte de fiebre tifoidea de sus hermanos Prudencio y Pastora. Toda escasa alegría siempre trajo una pena acompañada. Por eso su muerte aquella mañana de febrero debería ser el fin de esa cadena de desgracias. Sin embargo, tras su deceso en 1938 seguirían los suicidios Eglé, su hija mayor, meses después; de Darío, su hijo, en 1952; y de María Elena, su hija menor, en 1988. Ese fatídico año de 1938 terminaría con los suicidios de Leopoldo Lugones, tras beber cianuro con whisky; y el de la poeta Alfonsina Storni, uno de sus amores imposibles, tras lanzarse a las aguas del mar del Plata.

Horacio Quiroga, sin duda es uno de los cuentistas más importante­s de la literatura rioplatens­e del siglo XX, a pesar de su poca difusión para la época y de críticos como el escritor español Guillermo de Torre, quien afirmó que “no tenía el menor escrúpulo de pureza verbal” o del propio Jorge Luis Borges que sentenció que sus cuentos y en general en su obra “hizo mal lo que Kipling ya había hecho bien”. A pesar de ello, a lo largo de su vida fue puliendo sus imágenes y poniendo más en práctica su propio Decálogo para el perfecto cuentista, sobre todo en lo referente a la sugerencia en lugar de lo explícito en las escenas dramáticas, el control del impulso emotivo al escribir, y la consolidac­ión de la objetivida­d de sus imágenes narrativas. Horacio Quiroga, maestro del oficio de escribir cuentos cortos, una verdadera historia de amor locura y muerte.

1. Carta a Martínez Estrada, 12 de septiembre de 1936.

2. Carta a Martínez Estrada, 29 de abril de 1936.

(*) Camilo José Ropero. Ocaña, (1995). En la V y VII Feria del Libro de Ocaña, ganó el primer puesto en el Concurso de Poesía Lectura para Antón (2012), el Premio Antón de Creación Literaria (2015), siendo incluido en la antología de cuentos La Magia de la Palabra (2015); y el I Concurso de Poesía UFPSO (2020). En 2017 publica La Dicha de Ser Pez, selección poética inédita en la revista virtual Burdeliana­s Poetry. En 2018 hizo parte de la antología La nueva poesía de la antigua provincia de Ocaña, de Imágenes del Diario La Opinión (Cúcuta). Escribe columnas en el blog Ala Candariana y en la Revista Digital Vo- ces.

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 ??  ?? Casa de Horacio Quiroga en Puerto Iguazú.
Casa de Horacio Quiroga en Puerto Iguazú.
 ??  ?? Horacio Quiroga en 1897, antes de su primer viaje a París.
Horacio Quiroga en 1897, antes de su primer viaje a París.
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 ??  ?? Con a sus hijos Eglé y Darío, en sus tiempos en la selva, Infobae (2020).
Con a sus hijos Eglé y Darío, en sus tiempos en la selva, Infobae (2020).
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Detalle de su casa en Salto, Uruguay.
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