La Opinión - Imágenes

Don Cecilio

- Beto Rodríguez

Era común ver llegar a la barriada patrullas policiales, en horas insólitas, porque Cecilia, se entregaba en la bronca de sus seguidas jumas a desafiar a los vecinos y apedreaba las puertas de los opositores a su condición de adoradora de los versos de Safo inspirados en la paz de la isla Lesbos. No era total mujer, se trataba de una virago de peludo pecho, encarnaba a un monstruo mitológico e hizo fácil presa a golpes a aquellas optimistas dispuestas a enfrentarl­a en la sangrienta arena de su pasión por la insular Mitiline.

A su triunfal paso dejaba contusos huéspedes de hospitales, candidatos a difuntos, porque el celo le segaba el juicio y actuaba feroz en su condición de hembra y casi hombre al tiempo.

Dicen algunos de sus allegados, sobrevivie­ntes de copas, que, en noches de aquelarre a la luz de la llena faceta de la luna, Cecilia se entregaba a largas borrachera­s. Apenas sabía el pretendido varón de anchas caderas y voz de bajo, donde empezaba la parranda. Podía ser en un club, pero jamás donde llegaba el final del líquido sacrificio.

Lo esperaba la cárcel, clínica y en intoxicado extremo el Cementerio donde disfrutan de la sobriedad escapista, en silenciosa posición muchos millones de borrachos. Cecilia en su niñez no fue amante de las muñecas, ni imitadora de las adultas en todos sus afanes.

Apenas encarnaba a un supuesto castrado muchacho agresivo, de pezuña hendida, soez, dado a los juegos de machazos, a las peleas callejeras, a imponer la Ley del más fuerte, presto a cobrar peaje o derecho de pernada a cuanta bella aparecía en sus pagos.

Golpeaba sin piedad a quien le recordara su condición de Cecilia, fumaba puros, gritaba improperio­s, practicaba billar, brindaba a los contertuli­os, les prestaba dinero y aparecía en público, pistola al cinto, con chicas a quienes llamaba eficientes sobrinas secretaria­s.

Egregia trabajador­a, Cecilia era dueña de automotore­s, manejaba un pesado camión, dominaba a la perfección un vulgar lenguaje al que el pueblo llama carretilla, mientras lanzaba largos escupitajo­s y gritón esgrimía el vicio de la maldición.

Incursionó en la pequeña industria, estableció una fábrica de arepas, obleas, cachapas, pizas, patacones, pan al por mayor y acaparó el mercado de las cremosas tortas de las celebracio­nes.

De sus operarias Cecilia hizo sus aliadas fieles a los secretos laborales del amasijo y el masaje, listos para el horno, gracias a la ventaja de la miel femenina y a su hiel de patrón en el momento de imponer autoridad empresaria­l.

En una tarde de riña de gallos, ruleta, dados, póker y pelea conyugal, partió iracunda a gran velocidad y estrelló el vehículo contra un muro, al tratar de no arrollar a una vendedora de tortillas.

Sus amigos y aún los enemigos le rindieron homenaje de tres días, la enterraron en medio de apasionado­s discursos en relieve de sus aspectos positivos y ahí se supo que los cercanos la llamaban Cecilio, porque en su bravura era impune e inmune a la monilia.

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