Paracelso como viajero
El médico como viajero: “¿Cómo puede ser buen geógrafo o cosmógrafo aquel que esté siempre sentado en su escritorio? Si alguien quiere conocer toda clase de enfermedades que viaje también; si va muy lejos, aprenderá y conocerá mucho. Quien quiera explorar la Naturaleza, que pisotee sus libros. La escritura se explora mediante sus letras, la Naturaleza de país en país; a tantos países, tantas páginas. Éste es el código de la Naturaleza, y así hay que volver sus páginas.”
El vagabundeo y la rebeldía universal tienen en Teofrasto Bombast von Hohenheim, llamado Paracelso (1493-1541), a una de sus espléndidas figuras. Nacido en un cantón suizo cerca de Zurich, a los nueve años experimenta el alivio y las nostalgias que devienen de la migración. Tras la muerte de su madre, el médico Wilhelm Bombast se traslada con su hijo a Austria donde transcurre la infancia entre emplastos y heridas sangrantes, tratando con todo tipo de gente, recibiendo a una edad temprana los fundamentos del arte médico.
A la manera de los escolares itinerantes del siglo XIII, descritos por Helinando de Froidemont que «corren las ciudades y el orbe todo, buscando las artes liberales en París, los autores clásicos en Orleans, los códices legales en Bolonia, la medicina en Salerno, la magia en Toledo y las buenas costumbres en ninguna parte», muy pronto el joven Teofrasto anda las universidades de Austria e Italia hasta alcanzar en 1515 el birrete de doctor, momento en el cual decide desecharlo considerando tal conocimiento académico solemne e inútil, marchando de inmediato a sus viajes, a «buscar la verdad en otra parte».
Diez años le lleva tal empresa. De Granada a Lisboa a París, a Londres; de Basilea a Zurich a Moscú; atraviesa Polonia, la ribera del Danubio y Praga (de donde se trae grandes secretos); Sicilia, Rodas, Alejandría, buscando aquí y allá, convesando con barberos, monjes y gitanos, los cuales le parecen tan buena fuente de información como la de magos, druidas y astrónomos. Varios príncipes y reyes reciben sus servicios, su fama se expande y Europa le busca asolada por la vergonzante «plaga del placer» (sífilis). En Basilea es recibido como doctor de la ciudad. Paracelso recurre al uso metódico del mercurio, con el cual mantiene a raya a los «súcubos» (demonios femeninos tremendamente lascivos) que operan en burdeles provocando la enfermedad.
Dispuesto a impartir los principios de su «verdadera medicina», Paracelso se conduce a la universidad. Y he aquí, que viniendo muchos a escucharle, el sabio se presenta en traje indigno de su rango, quema en sus narices los tratados de Galeno y Avicena, se dirige a sus alumnos en vulgar alemán en vez del latín de rigor, y procede a exponer pormenorizadamente su herejía pragmática.
Ni un solo alumno le apoya en el temor de comprometer su futuro (350 años más tarde F. Nietzchse publica su revolucionario El nacimiento de la tragedia, como catedrático de la misma universidad, con consecuencias notablemente parecidas).
A las duras críticas y descalificaciones de académicos y elegantes, Paracelso responde con agresividad y audacia, demostrando que no hay mejor escuela que el camino en lo que atañe al difícil arte del insulto: «Os digo que el pelo de mi nuca sabe más que vosotros y todos vuestros escribientes, y los cordones de mis zapatos son más eruditos que vuestros Galeno y Avicena, y mi barba sabe más que todas vuestras universidades». «Ninguno de vosotros quedará en el más apartado rincón en que no meen los perros», donaires sólo comparables a los de su contemporáneo, el médico Rabelais por boca de Gargantúa, dirigidos contra los denunciantes y aguafiestas: «Atrás mojigatos, ¿todavía estáis allí? ¡Fuera de aquí tristones, que el diablo os lleve! Renuncio a mi parte del paraíso si os atrapo ggzzzzzz ggzzzzzz» y «que jamás podáis cagar si no es a correazos».
Diablillos familiares
Rebelde de rebeldes, una vez más inicia su errar interminable, a veces mendigando. «Mi vagar, tal y como
hasta ahora lo he llevado a cabo, me ha agotado sin duda, pero la causa ha sido que nadie se hace maestro dentro de su casa ni aprende agazapado detrás de su estufa». En última instancia, tal como ya lo señalaban las categorías de la remota Grecia, los seres humanos se dividen en: muertos, vivos y que viajan.
Los biógrafos aseguran que el gran médico fue breve de cuerpo, alcanzando apenas los 150 centímetros de estatura, lo cual supo compensar acompañándose allí donde iba de un enorme espadón con la empuñadura suficientemente grande para alojar ciertos diablillos familiares que él mismo se había procurado: tales diablillos se llamaban Láudano (preparado de opio en alcohol y esencias), de los que Paracelso se dejaba siempre aconsejar recibiendo de ellos inspiración, salud e instrucción. Sus preparados de láudano también podían defenderlo de bandidos en ocasiones, simplemente cambiando las dosis y ofreciéndolas según lo prescrito por los antiguos magos: una dosis para que uno se anime y piense bien de sí mismo; el doble para delirar y sufrir alucinaciones; el triple si debe quedar permanentemente loco; el cuádruple, para matar.
La obra escrita de Paracelso es amplísima, abarcando todos los temas posibles: enfermedades, medicamentos, cirugía, psiquiatría, alquimia, muerte y renacimiento, teología, filosofía, cosmografía, cometas, pestes, pronósticos, y una larga lista en la que ciencia y religión son los fundamentos de un saber universal único.
La leyenda que envuelve su muerte no es menos rica que la de su vida: desapareció en el cielo tras un haz de llamas, según unos, o bien, pereció de resultas de una gruesa borrachera con un vino malo, o quizá envenenado con polvo de diamantes. Su gran opositor, el médico Conrad Gessner, insinúa que debió de morir como el heresiarca Arrio, por el cual Paracelso sentía predilección. A éste lo llevaban triunfalmente en andas a su coronación, cuando lo asaltó repentinamente un irreprimible deseo de ir a hacer sus necesidades, dejando allí sus intestinos y muriendo de manera indigna, tal como había vivido.