La Opinión - Imágenes

Palermo y El Gatopardo

- Juan Esteban Constaín (*)

De todas las ciudades italianas que son una joya –o sea todas, o casi todas–, Palermo no es quizás la más bella, ni la más limpia, ni la mejor tenida, ni la más famosa ni la que más brilla. Incluso muchos de sus edi cios más antiguos están derruidos o abandonado­s o a punto de venirse abajo: una sombra que cuelga sobre quienes caminan por sus calles de piedra; una amenaza y un reproche, no hay pasado que no lo sea. La capital de una isla, nada menos y nada más, eso es Palermo: una especie de balcón sobre el mar (basta abrir la ventana), pero también una especie de balcón sobre una historia gloriosa y extraviada en la que se mezclan huellas romanas, bizantinas, árabes, normandas, francesas, españolas, incluso huellas italianas, mientras por ellas caminan los gatos como los últimos custodios de lo que allí oreció.

A veces se nos olvida que uno de los emperadore­s más grandes de la Edad Media, Federico II, “el asombro del mundo”, hizo de la ciudad la sede principal de su corte, en la que convivían sin problema lósofos cristianos, judíos y musulmanes. Como si Palermo fuera al mismo tiempo reino y exilio (como todo reino, como todo exilio), codiciado luego por cuantos quisieron gobernar en el Mediterrán­eo.

Los sicilianos, sin embargo, no renunciaro­n jamás a la libertad; ni entonces ni nunca. Con su lengua que es mucho más que un dialecto, con su nostalgia a toda prueba, con su vino tan áspero y su comida recién sacada del agua: el que allí llegó para mandar, así pasaran los siglos, tuvo que devolverse por donde vino, no pocas veces con el rabo entre las piernas. Nadie pudo usurparle nunca nada a Sicilia, ni el mar.

Lo curioso es que ese aire decadente y nostálgico, bellísimo, que se respira en la ciudad desde que uno entra, ese aire parece que siempre hubiera estado allí, como si las ruinas y el caos no fueran el punto de llegada sino el punto de partida, como si ese paisaje hubiera sido toda la vida el mismo. Y en sus cicatrices, en su desvergüen­za y su descuido y sus fantasmas, está acaso el mayor encanto de Palermo: su razón de ser.

UN LIBRO PÓSTUMO

Y si alguien encarna ese espíritu es el escritor siciliano más célebre de todos los tiempos, el más emblemátic­o y también el más problemáti­co, quizás el mejor: Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de una única novela, El Gatopardo, ublicada un año después de su muerte en julio de 1957. Un clásico de la literatura que nunca supo que lo sería; un maestro que empezó a serlo solo al borde de la tumba.

Y aunque el Príncipe –lo era: Príncipe de Lampedusa, Duque de Palma, Barón de la Torretta y Grande de España– tenía fama en su ciudad de ser un sabio y un erudito, un diletante dedicado por entero a la lectura, a su enorme biblioteca, a su esposa, a sus perros, a sus pocos amigos, nunca nadie, ni siquiera él mismo, él menos que nadie, se imaginó que en su destino melancólic­o pudieran atravesars­e el éxito y la literatura.

De hecho, su biografía es la de un hombre tímido y distraído, sometido siempre al sofocante y caprichoso gobierno de la mamá: una típica mamá italiana, pero además en el ámbito crepuscula­r de la nobleza de Sicilia, que luchaba por sobrevivir en un mundo en el que todos sus pergaminos, y sus honores, y sus valores, y sus palacios y su gloria del pasado parecían una excentrici­dad o una maldición, o ambas cosas.

‘Lampedusa’, como se lo suele llamar, asistió desde niño a esa suerte de liquidació­n de todo un orden histórico y cultural que era el de su clase social, la nobleza, refugiada sin embargo en la prolongaci­ón de sus

viejos prejuicios y sus viejos hábitos: sus banquetes, sus lenguas vivas y muertas, sus chistes, sus paseos, sus viajes... La cción de que todo había cambiado para que nada cambiara; el último aliento de un mundo abolido.

Había peleado en la Primera Guerra Mundial, la ‘Gran Guerra’, pero apenas por muy poco tiempo, pues su mamá le debió de dar la orden, por carta, de que se regresara ya a la casa. Igual en la batalla de Caporetto lo capturaron los austríacos, aunque él hablaba alemán con tanta uidez que una noche logró ponerse el uniforme de un o cial enemigo, ir a la ópera en Viena y luego fugarse para regresar caminando a Italia.

Después de la guerra su vida fue la de un aristócrat­a venido a menos, como todos en la Modernidad, anegada en con

ictos dinásticos y económicos, deudas que había que pagar, casas que había que mantener o vender, en n. Solo lo salvaron, por esos años, sus viajes a Londres con un tío suyo que era el embajador de Italia allí, donde Lampedusa pudo rea rmar su amor por esa lengua y ese país que le parecían la cifra de la civilizaci­ón.

Otra cosa importante que le pasó al príncipe en esa época londinense fue la de haber conocido a quien sería su esposa, la baronesa Alexandra Wolf Stomersee, una cultísima psicoanali­sta letona que era la hijastra de su tío, el embajador. Casi su prima, mejor dicho, aunque en realidad los unió el amor por Shakespear­e y la conversaci­ón. Se casaron en 1932 y fueron felices, pero es que no se veían casi nunca.

La verdad es que la baronesa, a quien todos llamaban ‘Licy’, no soportaba la intromisió­n permanente de su suegra, de cuyo dominio no se liberó nunca el príncipe. Así que hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, y aun después de ese año, la pareja solo se vio unas pocas veces y cada seis o siete meses. En Riga, donde ella vivía y tenía su palacio, en Roma, donde estaba su madre, en Palermo... De resto, todo por carta. Pero fue la guerra la verdadera consumació­n de ese desastre, esa lenta agonía y la muerte de la vieja nobleza siciliana con su nostalgia y su anacronism­o. Sobre todo, porque Palermo quedó destrozada por los bombardeos aéreos, y ahora el n del mundo no era solo un concepto espiritual o estético sino también físico, con todos los palacios reducidos a escombros.

Y no solo los palacios: las biblioteca­s, los cuadros, los recuerdos, el mundo de ayer: todo hecho un puñado de ceniza. Allí, en ese rescoldo, está quizás el origen de la novela que Lampedusa escribió una década después, y que en teoría es sobre su bisabuelo, Giulio Fabrizio Tomasi, un príncipe astrónomo al que le tocó también ver cómo su tiempo se le deshacía entre las manos con la llegada de la revolución y el liberalism­o.

Ese es el modelo del Gatopardo, que es como le decían los sicilianos al bisabuelo de Lampedusa: el leopardo, el leopardo rampante de su escudo de armas. Y en su época está situada la acción de la novela, en el ‘Resurgimie­nto’ italiano, desde 1860. La protagoniz­a un príncipe siciliano, Fabrizio Salina, que observa con cinismo y distancia cómo se muda y se acaba todo lo que su clase social creyó alguna vez eterno y para siempre.

Muchos creen que es una novela histórica, cuando es todo lo contrario, o es mucho más que eso: una re exión (la más bella y desoladora) sobre el poder, sobre la hipocresía de toda revolución, sobre cómo las oligarquía­s se sirven siempre del cambio para perpetuars­e y para apuntalar el orden establecid­o. La revolución como un instrument­o conservado­r y reaccionar­io; la trampa de la política, su gran mentira.

Al nal El Gatopardo es sobre todo una exaltación, en el acto, de la literatura como el único camino para recordar: la única forma creíble y perdurable de la memoria, la única cura que existe contra el paso del tiempo. “La verdad no es más que la peor interpreta­ción posible de un hecho cualquiera”, solía decir el Príncipe, quien aún para iluminar los rincones más oscuros de su propia vida se sirvió de la cción.

Eso lo sabemos bien porque desde 1950, más o menos, Lampedusa empezó a ver a un grupo de jóvenes que lo veneraban como a un verdadero prodigio; en realidad eran ellos los que lo frecuentab­an a él, asistiendo incluso a unas clases de literatura inglesa que decidió darles por puro placer, y de las cuales quedó el manuscrito de lo que hoy es uno de los libros más bellos de la lengua italiana, las Lecciones sobre la literatura inglesa.

Fue allí, en ese espacio de vitalidad recobrada, donde Tomasi di Lampedusa se decidió por fin a escribir esa novela que había arrastrado consigo, entre pecho y espalda, desde niño: la historia de su bisabuelo, pero también la historia de su propia vida, reparada por la cción. Un ajuste de cuentas con el pasado, con el espíritu siciliano, con la ingenuidad de toda convicción rme y perdurable.

Es probable que El Gatopardo empezara a escribirse a nales de 1954 o principios de 1955, también porque Lampedusa vio que un primo suyo, Lucio Piccolo, se había vuelto poeta, y no sin éxito. Cómo no iba a poder él, que no era más estúpido que su primo, escribir una novela, se dijo, y entonces la escribió. Un viaje suyo a Palma di Montechiar­o, la tierra de sus mayores, fue el detonante para escribir sin parar.

En mayo de 1956 y en febrero de 1957, mientras Lampedusa seguía puliendo su libro, dos editoriale­s recibieron el manuscrito, primero Mondadori y después Einaudi, pero ambas lo rechazaron. La razón era que era un libro muy anticuado, muy extraño. Dos rechazos que le añadieron algo más de desconsuel­o al príncipe, que ya viajaba a Roma para tratarse de un tumor en el pulmón. Allí murió el 23 de julio de 1957.

Por esos mismos días Giorgio Bassani, consultor en la editorial Feltrinell­i, recibió de Elena Croce una copia incompleta de la novela. Leyó una página, dos, no lo podía creer; cómo era posible que una obra maestra así no estuviera publicada, quién había escrito eso. Luego supo que su autor acababa de morir, entonces viajó a Palermo de inmediato a buscar las huellas del Gatopardo.

El libro se publicó en septiembre de 1958 y fue el éxito editorial y literario más grande de la historia italiana, consagrado por la película que en 1963 hizo de él Luchino Visconti.

Un clásico póstumo, no en vano dice su protagonis­ta: “Mientras hay muerte hay esperanza”.

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Giuseppe de Lampedusa

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