De campesino a artista plástico Carlos Delgado, el hombre de las obras tristes
En una navidad que pasó junto a su familia en Cali, su padre le entregó una tarjeta navideña. No recuerda qué dibujo tenía, pero Carlos, de tan solo dos años, se sentó junto al árbol con un papel y un lápiz, y empezó a dibujar exactamente la imagen que estaba en el objeto; sorprendió a todos esa noche. Ese fue solo el comienzo de un artista que ha sido ganador de la residencia de artistas de Power Plant Gallery de Toronto, del premio Art Acces Award de la Toronto Art Foundation. Además, tener sus obras en galerías privadas de Europa, Asia y Norteamérica.
Carlos Enrique Delgado tiene 39 años, heredó el nombre de su abuelo paterno. Es un joven del campo, de papá caldense y mamá nariñense. A sus seis años se fue a vivir a una finca en Riosucio con sus padres, abuelos y hermanas: María Fernanda, su melliza, y Carolina, la mayor de los tres. Desde pequeño aprendió el arte de sembrar café, maíz, yuca, y caña. Para él ser campesino le ha ayudado a crecer en valores y ser el artista que hoy.
Cruzando la puerta
Estudió la primaria en la escuela de la vereda Bonafont en
Riosucio, Caldas. Hizo bachillerato en el pueblo, donde lo expulsaron por ser un alumno indisciplinado. Le gustaba hacer caricaturas de sus profesores y cambiarlas por dulces, sus compañeros las rotaban y al final terminaban en manos de los docentes. La destreza para dibujar la adquirió solo, y la vena artística siempre ha estado en su familia, su padre es músico y su madre era muy buena pintando.
Cuando empezó su carrera artística, Delgado se enfocó principalmente en el muralismo, un movimiento artístico de carácter indigenista que surge tras la Revolución Mexicana de 1910. Señala que disfrutaba tener contacto con las personas mientras hacía sus murales pero esto quedó atrás, ya que el uso de aerosoles y el daño al medio ambiente lo llevó a experimentar nuevas técnicas.
Por cada brochazo que daba para crear sus pinturas
iban germinando los frutos de todo su trabajo, y todavía sigue en la siembra de más.
Hace diez años, su exesposa lo convenció de irse a Toronto, Canadá. Carlos nunca dejó su mayor sueño atrás. Comenzó a mostrar su trabajo en redes sociales y poco a poco fue vendiendo sus obras y ganando reconocimientos por parte de galerías de arte y otros artistas. Recuerda que su primer pintura la vendió en solo 100 dólares.
Ahora tiene su propio taller en casa, en una habitación. En cada una de las paredes y hasta en el piso hay lienzos en blanco, cuadros a medio hacer y pinturas ya terminadas listas para transportar, publicar y vender. Además, en cada esquina de su estudio, encima de una rugosa capa de papel plástico que cubre el piso para evitar las manchas, hay brochas, espátulas, pinceles y tarros de pintura de sus colores favoritos. Estos utensilios siempre están dispuestos para empezar a pintar lo que más le gusta a Carlos, el sentimiento humano. Tristeza bajo la luna
Su afinidad con la pintura va enlazada con lo contemporáneo, que denomina como un conjunto de manifestaciones artísticas surgidas a partir del siglo XX. Para aprender esta técnica se demoró dos años, este tiempo lo dedicó a pensar qué era lo que le gustaba, a rayar y a crear algo diferente.
Su inspiración para pintar son esos espacios en los que se encuentra rodeado de niños, jóvenes, abuelos y adultos. “Cada obra tiene una
historia o hay un por qué”, asegura. Sus pinturas son sentimientos. Algunas están llenas de vida, son rostros hechos en diferentes paletas de colores. Así como en blanco y negro en las que representa tristeza, angustia, tragedia y drama.
Cada vez que llega a su taller suele hacer un Instagram Live. Desde esta plataforma lo ven pintar sus admiradores, familiares y posibles compradores de sus nuevas obras. Carlos se viste con su delantal manchado de pintura, se pone unos audífonos negros grandes y piensa qué colores quiere usar. Comienza a crear sobre un lienzo desnudo de 30x40 centímetros pegado a la pared. Es el rostro triste de un joven en tonos naranja, rojo con detalles en azul, amarillo, blanco y negro. Entre brochazo y brochazo, un fondo hecho con espátula y por último, pinta detalles con un pincel pequeño. En una hora dejó listo a “Us” ( nosotros en español).
“Sus obras no son felices”, le dicen a Carlos la mayoría de sus seguidores. La nostalgia que se refleja en los primeros cuadros es gracias a la violencia en Colombia que vivió durante su niñez en los ochenta. Una época marcada por el narcotráfico, expansión guerrillera y autodefensas.
Pruebas de amor
A sus 22 años decidió ser papá, esto hizo que se retirara de la universidad donde cursaba algunos cursos de pintura. Afirma que no fue ningún accidente, por el contrario, fue “un regalo del universo que quise y busqué”. Ahora su hijo tiene 17 años, vive en Canadá con él, aunque no tiene los mismos gustos artísticos de su padre.
Destaca que creció en un hogar “muy bonito y de muy buen ambiente familiar”. Con sus hermanas, a pesar de la distancia tienen un lazo muy fuerte, “más que hermanos somos amigos, en mi concepto somos socios, alcahuetas y compinches”, indica su hermana mayor Carolina.
Aun así, Carlos ha tenido momentos oscuros como cualquier otra persona, ha pasado por dos divorcios, uno con la madre de su hijo, que ahora es su mejor amiga, y otro reciente con su segunda esposa. “Fue un momento difícil, hubo semanas y meses que el arte no fluyó”.
Este artista, que empezó en el arte de la agricultura, nunca tuvo expectativas siendo empírico, no imaginó viajar, ni exponer en Europa, ni vender obras. En un abrir y cerrar de ojos, por cada brochazo que daba para crear sus pinturas iban germinando los frutos de todo su trabajo, y todavía sigue en la siembra de más. “Sigo con esas ganas que tenía desde el principio”, asegura Carlos Enrique