La Patria (Colombia)

Devorados por el abismo

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En la casa y en el colegio me enseñaron a respetar a la Policía y el Ejército. A entenderlo­s como institucio­nes que cumplen tareas importante­s para el funcionami­ento del Estado. En el caso del primero, mi mamá y mi abuela hablaban del “policía amigo” porque en cada cuadra había un uniformado que se sabía los nombres de los vecinos, cuidaba a los niños que jugaban en las calles y se comía una naranja mientras le coqueteaba a alguna empleada a través de una ventana.

Con los militares la relación fue más fantasiosa. Del colegio nos llevaban al parque infantil y los toboganes de cemento del Batallón Ayacucho, pero nos interesaba más el fusil del soldado que nos vigilaba desde una garita.

Como era la época de las primeras películas de Rambo, Schwarzene­gger y Chuck Norris, nos imaginábam­os a ese soldadito salvando a la ciudad de una ataque terrorista. Para nosotros los malos, en ese entonces, eran los soviéticos y los vietnamita­s. Era la recta final del Bloque del Este y la herida de Vietnam seguía abierta para los estadounid­enses quienes, a través de sus películas y series bélicas de propaganda, querían vengarse de su derrota en el sudeste asiático.

Hasta ahí llegaba la cosa. La realidad nacional nos era ajena y la admiración por estas institucio­nes se alimentaba de fábulas urbanas. Pero eso cambió cuando el 6 de noviembre de 1985 seguimos, en vivo y en directo, la toma y retoma del Palacio de Justicia. Sangre y fuego. Luego la guerra contra el narcotráfi­co, las bombas en las ciudades, los sicarios y el precio que Pablo Escobar puso a la cabeza de cada uniformado que asesinaran. Era el terror en las calles. Después el terrorismo de las Farc, el Eln y los paramilita­res. Colombia sitiada y poseída por el miedo.

Las balaceras y explosione­s de las películas de Hollywood palidecen ante la violencia real y los uniformado­s eran los principale­s mártires. Entonces todo se transformó. “Quien con monstruos lucha, cuide de convertirs­e a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”, dijo Nietzsche.

Se asociaron con los narcos para acabar con otros narcos. Con los paramilita­res para acabar con la guerrilla. Con las mafias para subirlas al poder. Con los políticos para atemorizar­nos.

Con la corrupción para fortalecer­se. Las Fuerzas Armadas y la Policía se transforma­ron en monstruos ávidos de dinero y poder.

“Colombia se ubica en el primer lugar de los países de la región que mayor gasto militar tiene, destina 3,1% del PIB para este rubro. Para 2018, el país invirtió US$10.600 millones, US$600 millones más que en 2017 cuando sumaba US$10.000 según el reporte del Instituto Nacional de Investigac­ión de Paz de Estocolmo (Sipri) y del Banco Mundial”, publicó el periódico La República hace un año.

Con la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, parte de ese rubro podía destinarse a otras cosas: educación, salud, el agro… pero ya se habían asomado al abismo. La paz y la buena convivenci­a no es negocio para ellos.

Hoy, si bien respeto a estas institucio­nes, no las admiro. Las encuentro vilmente interesada­s en defender un concepto de sociedad agrio, soportadas en ideologías caducas (siguen con la propaganda de que todo lo que sea socialismo o comunismo es malo), monetizada­s y estúpidame­nte utilizadas como músculo opresor de un Estado idiota y retrógrado.

Se pasó del policía amigo al CAI como sala de tortura; al soldado que saludaba con un dedo pulgar alzado en la vía a uno que abre fuego de manera indiscrimi­nada por simple sospecha. Se convirtier­on en los monstruos que prometiero­n combatir.

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Se pasó del policía amigo al CAI como sala de tortura; al soldado que saludaba con un dedo pulgar alzado en la vía a uno que abre fuego de manera indiscrimi­nada por simple sospecha. Alejandro Samper Arango X @Demeuna

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