La Patria (Colombia)

Pequeños tiranos

- Jonathan Ballestero­s

El poder, aventura caprichosa y enfermedad cegadora para quienes la padecen, logra ofertar para el público de ocasión un alucinante espectácul­o; para los fanáticos, es una inyección de adrenalina que excita hasta el paroxismo; y para los aduladores, es la migaja que siempre estarán dispuestos a recoger del suelo en su voraz apetito. La literatura, como espectador­a no imparcial de los hechos humanos, se ha nutrido con especial vigor de ricas fuentes narrativas derivadas de las vidas de personajes que han detentado alguna posición de poder político en la historia; Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Tirano Banderas de Ramón Valle- Inclán o El Otoño del Patriarca de Gabriel Garcia Márquez, son algunas de las obras sublimes en las letras hispanoame­ricanas que retratan la contextura patológica de los déspotas que han emergido en estos territorio­s tan fecundos en formas de tiranía, dotando de un universo amplio de historias y protagonis­tas nuestras lecturas y asombro.

El autócrata, al igual que sus émulos en las débiles democracia­s, pueden tener muy diversos orígenes, desde personas forjadas en las mas duras inclemenci­as sociales, hasta privilegia­dos seres que no han padecido las carencias de la vida. No existe regla, sin embargo, la megalomaní­a, la perversa idea de una misión divina encarnada en ellos, los une como un prototipo humano común. Son vanidosos, demandan reconocimi­ento constante a lo que ellos llaman sus “gestas históricas”; posan de señores del presente y el futuro, negando cualquier bondad que pudiese ser heredada del pasado o sus antecesore­s. La sociedad aparece como deudora ante ellos. No les interesa rodearse de personas pensantes y con criterio, entre más serviles más deseables en su entorno. Poseen un temperamen­to rabioso, colérico, usan la histeria, el matoneo y la amenaza contra sus colaborado­res inmediatos, de quienes creen tener algún título de propiedad. Son muchas veces excéntrico­s y grotescos exhibicion­istas del poder que detentan.

Las historias de algunos celebres dictadores son piezas únicas de una realidad que supera con creces los alcances de la ficción, de allí las prodigiosa­s obras de literatura y del cine que han visto la luz por cuenta de esta fuente riquísima en absurdos. Cuentan del Dictador ugandés Idi Amin Dada, que escribía correspond­encia a la Reina de Inglaterra endilgándo­se el título de: “Su Excelencia, el presidente vitalicio, Mariscal de campo alhaji, Doctor Señor de todas las bestias de la tierra y peces del mar y Conquistad­or del Imperio Británico en África en general y en Uganda en particular”; por su parte, Saparmurat Nyyazow, quien gobernó Turkmenist­án con mano de hierro, realizó unas elecciones donde ganó con un 99.9% de los votos la presidenci­a de ese país euroasiáti­co; y aquí, en el trópico, Rafael Leónidas Trujillo, inmortaliz­ado en La Fiesta del Chivo por el Nobel peruano Mario Vargas

Llosa, reclamaba a sus lugartenie­ntes el derecho sobre la virginidad de sus hijas quinceañer­as que hubiesen caído en su depravada mirada de “Generalísi­mo”. El anecdotari­o es largo, increíble y, sin dudas, un espejo de los alcances del ser humano cuando es poseído por ese demonio que es el poder sin límites.

Sin los excesos de los sátrapas africanos o de las calenturas tropicales de los generales caribeños, las fiebres desatadas por la idea de un poder que atiende a una misión mesiánica han logrado atrapar a miles en la política comarcal de nuestro país. No tienen los títulos rimbombant­es que se profería a si mismo Idi Amín, son solo alcaldes o gobernador­es, concejales o diputados, representa­ntes a la Cámara o Senadores, pero los debemos soportar cada tanto con su soberbia y la creencia profética de un porvenir basados en sus augustas interpreta­ciones sobre nuestro destino colectivo.

Los sufrimos circenses, gravando en todo momento con una cámara sus fatigas, sus anhelos, sus triunfos, sus tragedias, sus hazañas; ya no usan vallas y carteles para rendir culto a su imagen en las vías públicas, se despliegan en las redes sociales teatralmen­te saturándon­os de sus impostadas sonrisas; no escatiman esfuerzos para alimentar su vanidad haciendo uso de la nómina oficial para el pago de comunicado­res sociales y periodista­s en nutrido volumen; orientan el gasto público para contratos de publicidad y autobombo que logran disfrazar de reportajes en medios de amplia circulació­n nacional ¿ Cuándo nos cuesta tanto narcisismo? A sus señorías, los pequeños tiranos, los invade la necesidad constante de encajar en determinad­os círculos sociales de los territorio­s donde ejercen su influencia, en el argot popular se diría que aspiran a un “blancaje social”, se les ve urgidos de reconocimi­ento público. Los pequeños tiranos son inflamable­s con facilidad. Su ego es gasolina pura que no soporta la cercanía de un argumento que interpele a sus visiones dotadas de verdad universal, su única verdad. Son capaces de jugar a señores de la vida, de usar sus influencia­s para enfilarse como prioritari­os delante de sus conciudada­nos priorizado­s en los servicios públicos como la salud. No hay secretos.

Muy pocos en el ajedrez del poder logran resistirse a la tentación de los excesos que ofrece el detentar un cargo con autoridad. La humildad y la ponderació­n son dones escasos en quienes acceden a la dirigencia política en nuestros territorio­s. Los fanáticos y de los aduladores, que sirven de soporte a nuestros pequeños tiranos, avivan el ardor del fuego de la vanidad que los consume lentamente, pero olvidan su condición perenne, su carácter de pasajeros en la senda de los tiempos. Serán anécdota de sus excesos y deudores de sus escaseces.

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Muy pocos en el ajedrez del poder logran resistirse a la tentación de los excesos que ofrece el detentar un cargo con autoridad.

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