La Patria (Colombia)

Tenis, piano y modelo

- Efraín Castaño Arboleda

Isabel Catez Rolland nació en Francia en 1880 en un campamento militar, su infancia la vivió normalment­e como hija, estudiante, colaborado­ra en las faenas de casa y se distinguía por ser de ánimo alegre y activo.

De joven ya era conocida por sus actividade­s a campo abierto y por su abierta vida social, estaba pronta para excursione­s sobre todo con su familia y grupos de juventud se la veía en apertura fraterna tanto en la playa, riendo en el mar jugando al tenis de campo como buena deportista.

Su juventud la vivió como etapa de servicio, formación y solidez en el sentido de la vida; aprendió el arte del piano y en muchas ocasiones era el centro de reuniones y conciertos.

Tomó en serio el compromiso de la fe y con viveza se la veía acudir a la parroquia cercana para celebrar la vida sacramenta­l, ser catequista y dirigir el coro parroquial; a todos quería y todos la querían, pues era amable y acogedora la tenían como modelo de joven al día.

Su interior estaba habitado por el amor, pues desde su primera comunión ya se sentía amiga del Señor, atraída por su Evangelio y sobre todo atraída por Jesús de Nazareth. A los diecisiete años posa para una fotografía después de un concierto radiante de simpatía y belleza; la envía a una de sus amigas y debajo escribe: “¿sabes? estaba pensando en Él, en su amor “.

Comienza una etapa decisiva en su vida, el 2 de agosto del 1901 ingresa al monasterio de Dijon, después de misa en la capilla del convento se despide de su madre y hermana y entra por la puerta que al cerrarse la sumerge en su soñada vida, encuentro del todo con toda ella, toma un nombre certero: Isabel de la Santísima Trinidad.

Su vida es ejemplar y luminosa, pronto se le descubre en el convento su profundida­d en el amor total: “hay dos palabras que (escribe) a mi entender resumen toda la santidad y todo el apostolado, unión y amor “; dedicaré mi vida a ser como dice San Pablo “alabanza de la gloria de Dios”.

Alegre, sólida y modelo en medio de la sociedad y el mundo, pero también en el ámbito de su monasterio. A los 26 años (sólo cinco de vida conventual) la enfermedad toca su puerta como eco de una tuberculos­is contrae la enfermedad de Addison.

El 9 de noviembre de 1906 muere diciendo “Me voy a la luz, al amor, a la vida”.

Entre piano, tenis y oración... un modelo en el siglo XX.

Su vida es ejemplar y luminosa, pronto se le descubre en el convento su profundida­d en el amor total: “hay dos palabras que (escribe) a mi entender resumen toda la santidad y todo el apostolado, unión y amor”.

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