La Patria (Colombia)

Una hija y un padre habitan el desamparo

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Carolina Ruales nace en Cali en 1982 es autora del libro (Colección Canta Rana de la UCEVA. 2018). En el 2020 obtuvo el Primer Puesto Concurso de Autores Vallecauca­nos, Premio Jorge Isaacs con su libro que hoy se encuentra en su segunda edición con Taller Blanco Ediciones, la casa que dirigen los escritores venezolano­s Néstor Mendoza y Geraudí González con mucho acierto, y ha publicado también sus poemas en varias antologías de poesía nacionales y extranjera­s.

Este año su libro recorre los caminos de estantería­s y lectores, y al leerlo advertimos que sus versos y sus prosas se inscriben en una tradición literaria que ve al padre como el sujeto poético que realiza ya en nuestra literatura un largo recorrido.

En Colombia cada vez más se escribe desde la narrativa o la poesía sobre la figura del padre. No cabe aquí enumerar títulos pero esta literatura hecha desde los hijos gana espacio entre lectores.

El libro de Carolina, sin embargo, se distancia del tono elegíaco que supone la pérdida del padre. Destaca porque renueva esta figura al inventarlo desde la ausencia. Lo inventa para poder sostener a manera de diálogo una historia que nunca vivió como hija.

El padre ausente por muerte en la guerra, desaparici­ón forzosa, o por huida ve a su niña por última vez a los tres años, nos dice la autora y desde ese lejano recuerdo, 37 años más tarde Carolina Ruales escribe un libro lleno de fuerza, soledad y memoria. Uno que debió costar muchas noches de insomnio, llanto, desesperac­ión, melancolía y duelo.

En los poemas están escritos indudablem­ente desde el desamparo. Cada uno evoca un rostro perdido para siempre, una voz jamás repetida y un nombre que nadie pronuncia.

Los poemas del libro tienen dos voces. La primera escrita en prosa es “Nombre a la deriva” aquí la voz del padre en tono epistolar habla a la hija. Ese tono fantasmal traza una imagen perpetua de una relación y de un tiempo que son personales y a la vez tan universal que cada lector sentirá los poemas escritos para él. La segunda va escrita en verso y es “El despertar del abandono”, aquí la voz de la hija traza el diálogo milenario de los lazos familiares y parece responder las misivas del padre creando una atmósfera poética que conmueve y emociona a los lectores.

Todo pasa entre ellos dos sin olvidar la figura de la madre. Ésta sostiene ese endeble andamio de la niña/ hija, ahora convertida en mujer/hija que puede venirse abajo con tan solo un recuerdo. Y pasa además en un año siniestro ese lejano 1985, porque en el libro la relación de ellos tres sirve además para recordarno­s qué país habitamos, y la autora nos lo recuerda no desde el sensaciona­lismo sino desde la palabra que nombra para que no nos cubra el manto del olvido.

Así llega el lector a “La quietud de la memoria” la tercera y última parte del libro donde de nuevo la voz de la mujer/hija parece hacer un pacto con el pasado y deja desde las últimas palabras un futuro apenas vislumbrad­o donde la ausencia o el abandono serán para siempre ese motivo por el cual ella fue capaz de dar vida a su padre en estas páginas y sellar ese encuentro escribiend­o esas palabras que nunca se dijeron y vivir desde la poesía esos momentos que nunca pudieron tener, y todo esto como dice en la contra portada la poeta María Tabares: “abrir los ojos para no olvidar, porque como bien nos dice alguien debe hacerlo””

HIJA ROTA, SOY TU PADRE

Mis palabras retoñan en el cáliz de tu boca. Visito tus espinas cada vez que miras revolotear las aves del centro de Buenaventu­ra.

Te asombras de las plantas que crecen a lo largo de sus edificios.

Sales del trabajo y vas frente al mar, a pensar en ese amor que no se queda.

Ves una familia completa y piensas en mí, tu padre sin materia, en tu madre que extrañas pese a tener su aliento tan cerca.

Hoy escribes palabras dictadas desde la espesura de mi camino ahuecado, las que alcanzas a agarrar en el aire de tu cuarto huérfano. Las demás se escaparon con los años, las escribes para que tu largo dolor, quepa dentro de mi nombre.

Quizá lo indecible es decir: no tienes padre.

Sólo un progenitor que perdió de vista tu capul.

Quizá lo indecible es decir: lo tienes, porque así se te antoja.

Prefieres su figura de piedra atada a tu pecho.

Cada una de estas líneas es una mentira necesaria.

Te aferras a ellas tus músculos dicen la verdad como el dolor del silencio.

Te empeñas en soportarlo ignoras la daga que te partió desde ese año maldito cuando no escribías su presencia.

Caminas con ella atravesada en tu frente.

Ignoras muchacha rota tu descomunal resistenci­a

al despertar del abandono.

La noticia de su voz aún no llega y esa incerteza convierte a los desapareci­dos en vivos sin cuerpo, tumbas vacías por la eterna postergaci­ón de los velorios, seres que por amor no puedes sentir como muertos, gritar como vivos. Sólo esperas que toquen la puerta y saluden como si siempre hubiesen estado allí. Permanecen idénticos, no envejecen ni cambian, se fosilizan en el último recuerdo de su estampa. Con él es una ventilada tarde en el parque, es 1985, tengo tres años y el capul en los ojos, la ropa sucia por el cholao y vuelo sobre un columpio, riendo a más no poder. Luego me lleva de su mano a un carruaje con caballo de madera, donde nos tomamos la última fotografía. El amor de ese instante no se diluye en los recuerdos, pero sí los detalles. Eso es todo, y a estas alturas ya no sé qué tanto es realidad o ficción mía, pero es lo único a lo que puedo aferrarme, distinto a esa certeza de su sangre corriéndom­e por las venas. He deseado que no fuera parte de esta guerra, el bando ya no importa, que la lucha armada nunca lo sedujera y sus batallas no llegaran más allá de la página en blanco, donde ahora resuena su nombre a través de todas mis palabras.

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