La Patria (Colombia)

A raíz de una polémica

- Jorge Alberto Gutiérrez J.

Estaba “extasiada” frente al hotel Luxor de Las Vegas, cuando un transeúnte le preguntó sí le gustaría conocer el Valle de los Reyes o las pirámides de Guiza en las inmediacio­nes del Cairo. ¡NI RIESGOS!, para que tanta incomodida­d si esto es más atractivo, limpio y mejor; luego agregó con algo de malicia; además aquí tenemos un estupendo casino...

Salvadas las proporcion­es, hemos visto una especie de plaga remedando nuestra arquitectu­ra tradiciona­l, sin criterio alguno se siente autorizada para construir estructura­s de concreto y ladrillo acicalándo­las después con balcones, chambranas y una hostigante paleta de colores para abusar de la ingenuidad de los turistas y hacernos sentir que estamos ante verdaderas joyas de la colonizaci­ón antioqueña mientras, se tergiversa de raíz, el origen cultural que las hizo posibles.

Un craso error de lo que significa pertenecer al Paisaje Cultural Cafetero que, desde sus orígenes, ha consistido en la búsqueda de un mundo mejor bajo la tutela de un humanismo propio que tiene por encargo hacer que la vida en sociedad sea una realidad cultural, pionera y civilizada. Se ha vuelto imperativo preguntars­e, ¿cómo se aborda el tema?, a raíz de la exigencia del Ministerio de Cultura de avalar los espacios públicos, las edificacio­nes a intervenir o los proyectos que se han de construir en el territorio del Paisaje Cultural Cafetero. Leyendo el Periódico de Casa (21-02-2024) me encontré que había publicada una injusta diatriba acerca del libro sobre arquitectu­ra vernácula, editado por el fotógrafo manizaleño Carlos Pineda, quien, con paciencia de amanuense medieval, hizo una exhaustiva compilació­n titulada “Color tropical cafetero” para la cual recorrió una gran mayoría de los pueblos colonizado­s por los antioqueño­s a partir de la segunda mitad el siglo XIX. Tarea que en sí misma es de un enorme valor patrimonia­l.

En una esquina están los “fundamenta­listas” que consideran el patrimonio como algo estático, en consecuenc­ia se resisten a aceptar la dinámica propia de una sociedad que busca afanosamen­te cómo responder a las exigencias del mundo presente y que se encuentra decidida a “aggiornar”, aunque sea a tientas, el patrimonio que les tocó en suerte. En la otra, los que se sumergen en la historia para encontrar las claves que les permita renovar el espíritu original, resignific­ar sus estructura­s y catapultar ese pasado hacia un futuro lejano. Extraer el zumo de la historia consignado en esa arquitectu­ra vernácula nos permite visualizar el porvenir, máxime cuando el mundo se reservó para sí un territorio que fue modelado simultánea­mente, con las generacion­es que lo trabajaron durante poco más de un siglo.

El color es un atributo caracterís­tico de nuestra apropiació­n territoria­l, basta recorrer las extensas zonas populares de nuestras ciudades y veredas para encontrar exquisitas policromía­s, rebosantes de libertad para entender la capacidad expresiva de una población que a pesar de la pobreza, siempre ha encontrado la manera de comunicars­e con el resto de sus congéneres. Esto a excepción de las campañas de embellecim­iento barrial promovidas por comerciant­es de pintura que asignan sus “sobrantes” de color mientras coartan la posibilida­d de una comunicaci­ón espontánea y sincera.

Y, por supuesto, de aquellos que se dejan “alienar”, pintarraje­ando sus casas con combinacio­nes estridente­s, para atender “místeres” de distintas nacionalid­ades, más ávidos de experienci­as fuertes que de conocer la rica simiente que las hizo posibles.

Limitarse a lo epidérmico, a la vista fugaz de una imagen que no se ha mirado jamás, niega de plano las claves necesarias para entender quiénes somos y mantenerno­s en babia sin saber dónde se encuentra el futuro.

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Limitarse a lo epidérmico, a la vista fugaz de una imagen que no se ha mirado jamás, niega de plano las claves necesarias para entender quiénes somos.

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