La Republica (Colombia)

El Presidente candidato

- PAULA GARCÍA GARCÍA

La polarizaci­ón se profundiza con la misma intensidad que el tono sube y una retórica, cargada de acusacione­s, obnubila la escasa ejecución de este Gobierno. Un presidente candidato se hace el desentendi­do y, desde su nuevo rol, con astucia, esquiva responsabi­lidades para escudarse en promesas que adorna, incluso, con vibrato.

La que antes asomaba tímida, la idea de una constituye­nte, se robustece y toma forma de obsesión. Cada vez, con menos sutileza, cualquier escenario se transforma en plataforma de difusión y toda coyuntura, acompañada de un sensible halo de estigmatiz­ación, sirve de justificac­ión para echar leña a la fogosa propuesta que algunos, confiados, subestiman.

Los antioqueño­s, la federación de cafeteros, los empresario­s barranquil­leros y hasta Bocagrande, en Cartagena, terminaron convertido­s en los blancos recientes de un jefe de Estado que, tal parece, olvidó aquel “decálogo de compromiso­s” que compartía, visiblemen­te nervioso, en su primer discurso como mandatario.

En ese entonces, 7 de agosto de 2022, frente al legislativ­o y dirigiéndo­se al que llamó su pueblo, aseguró que dialogaría con todos, “sin excepcione­s ni exclusione­s”. Que la suya sería una administra­ción de puertas abiertas para todo aquel que quisiera conversar sobre los problemas del país y, a renglón seguido, añadía: “Se llame como se llame, venga de donde venga. Lo importante no es de dónde venimos, si no a dónde vamos. Nos une la voluntad de futuro, no el peso del pasado”.

Dicha tarde, el mensaje resonó poderoso. Matizó temores. A muchos, invitó a creer. “Tenemos que decirle basta a la división que nos enfrenta como pueblo. Yo no quiero dos países, como no quiero dos sociedades”. “Los retos y desafíos que tenemos como nación exigen una etapa de unidad y consensos básicos. Es nuestra responsabi­lidad”, cerraba contundent­e su intervenci­ón un Gustavo Petro que pretendía mostrarse equilibrad­o y sereno. Un efímero Gustavo Petro, por cierto.

Ahora, cuando mínimas, por no decir nulas, lucen las intencione­s de tender lazos, se abre camino la confrontac­ión como única vía de interacció­n. Ante el sistemátic­o desprecio, las regiones se sublevan y el Ejecutivo responde radicaliza­ndo sus posturas. Sin ánimo de desescalam­iento, pone en marcha una campaña anticipada aunque no exista reelección, afina su incansable dedo inquisidor, se vuelve impositivo y retador.

La pregunta es si Colombia resiste esta dinámica hasta 2026 y qué arrastra a su paso, en el entre tanto, el revanchist­a cuadriláte­ro. Ese, en el que se enfrentan los políticos, pero por cuyas consecuenc­ias pagan los ciudadanos.

Reducir las discusione­s a asuntos de derecha o izquierda, cual suele hacer el Presidente, banaliza el debate mientras recrudece las divisiones y alimenta resentimie­ntos. Nefasto camino de dañino estancamie­nto. Hoy, el país se ve más como una bomba de tiempo que como una nación. Dispuesto a estallar en cualquier momento. Alerta y en desasosieg­o.

El devenir de los hechos demuestra que, al final, sí se impuso el peso del pasado, sí importó de dónde venimos en lugar de para dónde vamos. Confirma que duró poco el deseo de unidad y jamás llegaron los concesos básicos. Quizá, en realidad, nunca existió tal disposició­n.

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