Inseguridad urbana
El creciente deterioro de la seguridad en las grandes ciudades requiere más medidas inmediatas de choque que una discusión estructural.
No pasa una semana sin que los medios de comunicación y las redes sociales registren casos de atracos masivos y robos en las ciudades del país. Constantemente quedan grabados en cámaras y celulares dramáticos episodios en los que los delincuentes incluso disparan armas de fuego sobre inocentes transeúntes para robarles sus pertenencias.
Si bien una mayoría de hurtos registrados en los medios se presentan en Bogotá, el deterioro de la seguridad ciudadana es un fenómeno presente en la mayoría de grandes urbes. De acuerdo a la más reciente encuesta Invamer, entre abril y agosto, el porcentaje de colombianos que identifica la inseguridad como “el principal problema de Colombia en estos momentos” se duplicó al pasar del 7 al 15 por ciento.
De hecho, el 96 por ciento de los colombianos considera que la seguridad está empeorando en el país. Este es el nivel de pesimismo en este tema más alto en casi trece años de mediciones. La preocupación por la inseguridad es hoy mayor al de la corrupción -91 por ciento-, el desempleo -80 por ciento- y la economía 79 por ciento-. El contraste entre la urgencia de los ciudadanos sobre esta problemática y su poca discusión en la campaña presidencial y otros espacios de debate público es descorazonador.
El fenómeno es tan generalizado que superó hace meses el tradicional dilema entre la percepción de inseguridad y la realidad de la victimización. La situación es tan grave que el gremio de los comerciantes ha advertido que los robos generalizados son un factor que pone en riesgo el ritmo de la reactivación.
Lo que es peor: ahora los expertos en el tema, como el centro Futuros Urbanos, discuten el incremento en la violencia asociada a estos hechos de delincuencia, la expansión del robo de celulares a tarjetas de crédito y licencias de conducción y la mayor sofisticación en la planeación de los hurtos. Algunos ejemplos son los asaltos masivos a restaurantes, así como ciudadanos que terminan asesinados o gravemente lesionados en medio de los robos.
La reapertura generalizada de las actividades económicas ha estado en el centro de este aumento de la delincuencia. La tentación de culpar a la crisis social de la pandemia por la inseguridad es alta y ya se escuchan voces políticas que reviven la peligrosa relación entre pobreza y delincuencia, así como entre migración y delincuencia. El primer llamado es a evitar el populismo en esta materia y recoger lo aprendido en décadas de investigación seria y aprendizaje de políticas públicas de seguridad urbana en Colombia.
Las respuestas del Gobierno Nacional y de las administraciones locales giran más hoy en torno a una discusión estructural- incluyendo la presentación de proyectos de ley- que a las medidas de choque que la ciudadanía necesita y está demandando. La zozobra de los habitantes por la vulnerabilidad en el espacio público no cede y requiere de atención especial e inmediata, en especial, de una administración nacional del partido Centro Democrático, cuyo discurso político gira en torno a la capacidad de brindar seguridad.
Es claro que no existe una solución única ni fórmula mágica para enfrentar tanto la comisión de esos delitos, con más violencia y sin control, como la sensación de miedo permanente de los ciudadanos. Hay que encontrar rápido ese cóctel entre pie de fuerza, medidas específicas, concentración de policías y mejor coordinación con la administración de Justicia, y un balance entre acciones de corto plazo y las reformas de más largo aliento.
El creciente deterioro de la seguridad en las grandes ciudades requiere más medidas inmediatas de choque que una discusión estructural”.
En estos últimos tres años América Latina se ha movido de manera pendular entre la pandemia y la indignación. En medio de este panorama, los responsables de las políticas públicas se han visto obligados a replantear su accionar frente a la pérdida de sintonía entre las percepciones de la gente y las decisiones de quienes hoy ostentan cargos de representación política.
Pero no se trata solo de un asunto de percepciones. Los datos ‘duros’ son contundentes. De acuerdo con las cifras de la Cepal, en el primer año de la emergencia sanitaria, América Latina aumentó en 22 millones el número de pobres, con una tasa de incidencia de pobreza del 33,7%, que le representó un retroceso de 12 años en este indicador y su consolidación como la región más desigual del mundo. Colombia, por su parte, con un total de 2 millones de personas que regresaron a la pobreza, experimentó un retroceso de 8 años, sobre la base de una incidencia superior, de 37,5%, muy por encima de Chile (10,9%) y Perú (21,9%) con quienes comparte desafíos institucionales. El retorno a esta realidad le representa a Colombia tener que disputarse hoy con Brasil el penoso honor de ser el país más desigual del continente.
No resulta gratuito que las percepciones y las realidades de la gente hayan coincidido en esta coyuntura para expresarse en la movilización social, especialmente en Colombia, donde el deterioro de algunos indicadores sociales ha sido más acentuado. Y en este contexto, resulta evidente que las aproximaciones convencionales a las políticas públicas, desde la arrogante ‘tiranía del mérito’ o desde populismos fracasados, hacen parte del inventario de un futuro inviable.
En esta perspectiva, los esfuerzos del ministro de Hacienda, José Manuel Restrepo, por construir consensos alrededor de la reforma tributaria, a través de encuentros con actores políticos, económicos y sociales en las regiones del país, resultaron auspiciosos porque atendieron las demandas ciudadanas por una política fiscal solidaria, austera y eficaz.
No hay duda, sin embargo, que después de estos meses turbulentos, el país reclama un consenso más profundo sobre el rumbo de la nación, en aspectos como la adopción de una estrategia anticorrupción con el respaldo de toda la sociedad; la creación de condiciones para una paz duradera, sin más adjetivos ni dilaciones; la reconstrucción del proceso de descentralización para superar las profundas inequidades territoriales; la continuidad de una política industrial y de exportaciones que ponga a las mipymes en el centro de las estrategias productivas; el diseño de una robusta agenda medioambiental y de desarrollo sostenible; y la priorización de la cobertura y la calidad de la educación como grandes palancas de equidad intergeneracional.
Tengo la convicción de que estos temas, que ahora hacen parte del debate electoral, son pilares fundamentales para construir un futuro viable. Ese sí para el recuerdo.
El país reclama un consenso más profundo sobre el rumbo de la nación, en aspectos como la adopción de una estrategia anticorrupción con el respaldo de toda la sociedad”.