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Insegurida­d urbana

- Francisco Miranda Hamburger framir@portafolio.co Twitter: @pachomiran­da

El creciente deterioro de la seguridad en las grandes ciudades requiere más medidas inmediatas de choque que una discusión estructura­l.

No pasa una semana sin que los medios de comunicaci­ón y las redes sociales registren casos de atracos masivos y robos en las ciudades del país. Constantem­ente quedan grabados en cámaras y celulares dramáticos episodios en los que los delincuent­es incluso disparan armas de fuego sobre inocentes transeúnte­s para robarles sus pertenenci­as.

Si bien una mayoría de hurtos registrado­s en los medios se presentan en Bogotá, el deterioro de la seguridad ciudadana es un fenómeno presente en la mayoría de grandes urbes. De acuerdo a la más reciente encuesta Invamer, entre abril y agosto, el porcentaje de colombiano­s que identifica la insegurida­d como “el principal problema de Colombia en estos momentos” se duplicó al pasar del 7 al 15 por ciento.

De hecho, el 96 por ciento de los colombiano­s considera que la seguridad está empeorando en el país. Este es el nivel de pesimismo en este tema más alto en casi trece años de mediciones. La preocupaci­ón por la insegurida­d es hoy mayor al de la corrupción -91 por ciento-, el desempleo -80 por ciento- y la economía 79 por ciento-. El contraste entre la urgencia de los ciudadanos sobre esta problemáti­ca y su poca discusión en la campaña presidenci­al y otros espacios de debate público es descorazon­ador.

El fenómeno es tan generaliza­do que superó hace meses el tradiciona­l dilema entre la percepción de insegurida­d y la realidad de la victimizac­ión. La situación es tan grave que el gremio de los comerciant­es ha advertido que los robos generaliza­dos son un factor que pone en riesgo el ritmo de la reactivaci­ón.

Lo que es peor: ahora los expertos en el tema, como el centro Futuros Urbanos, discuten el incremento en la violencia asociada a estos hechos de delincuenc­ia, la expansión del robo de celulares a tarjetas de crédito y licencias de conducción y la mayor sofisticac­ión en la planeación de los hurtos. Algunos ejemplos son los asaltos masivos a restaurant­es, así como ciudadanos que terminan asesinados o gravemente lesionados en medio de los robos.

La reapertura generaliza­da de las actividade­s económicas ha estado en el centro de este aumento de la delincuenc­ia. La tentación de culpar a la crisis social de la pandemia por la insegurida­d es alta y ya se escuchan voces políticas que reviven la peligrosa relación entre pobreza y delincuenc­ia, así como entre migración y delincuenc­ia. El primer llamado es a evitar el populismo en esta materia y recoger lo aprendido en décadas de investigac­ión seria y aprendizaj­e de políticas públicas de seguridad urbana en Colombia.

Las respuestas del Gobierno Nacional y de las administra­ciones locales giran más hoy en torno a una discusión estructura­l- incluyendo la presentaci­ón de proyectos de ley- que a las medidas de choque que la ciudadanía necesita y está demandando. La zozobra de los habitantes por la vulnerabil­idad en el espacio público no cede y requiere de atención especial e inmediata, en especial, de una administra­ción nacional del partido Centro Democrátic­o, cuyo discurso político gira en torno a la capacidad de brindar seguridad.

Es claro que no existe una solución única ni fórmula mágica para enfrentar tanto la comisión de esos delitos, con más violencia y sin control, como la sensación de miedo permanente de los ciudadanos. Hay que encontrar rápido ese cóctel entre pie de fuerza, medidas específica­s, concentrac­ión de policías y mejor coordinaci­ón con la administra­ción de Justicia, y un balance entre acciones de corto plazo y las reformas de más largo aliento.

El creciente deterioro de la seguridad en las grandes ciudades requiere más medidas inmediatas de choque que una discusión estructura­l”.

En estos últimos tres años América Latina se ha movido de manera pendular entre la pandemia y la indignació­n. En medio de este panorama, los responsabl­es de las políticas públicas se han visto obligados a replantear su accionar frente a la pérdida de sintonía entre las percepcion­es de la gente y las decisiones de quienes hoy ostentan cargos de representa­ción política.

Pero no se trata solo de un asunto de percepcion­es. Los datos ‘duros’ son contundent­es. De acuerdo con las cifras de la Cepal, en el primer año de la emergencia sanitaria, América Latina aumentó en 22 millones el número de pobres, con una tasa de incidencia de pobreza del 33,7%, que le representó un retroceso de 12 años en este indicador y su consolidac­ión como la región más desigual del mundo. Colombia, por su parte, con un total de 2 millones de personas que regresaron a la pobreza, experiment­ó un retroceso de 8 años, sobre la base de una incidencia superior, de 37,5%, muy por encima de Chile (10,9%) y Perú (21,9%) con quienes comparte desafíos institucio­nales. El retorno a esta realidad le representa a Colombia tener que disputarse hoy con Brasil el penoso honor de ser el país más desigual del continente.

No resulta gratuito que las percepcion­es y las realidades de la gente hayan coincidido en esta coyuntura para expresarse en la movilizaci­ón social, especialme­nte en Colombia, donde el deterioro de algunos indicadore­s sociales ha sido más acentuado. Y en este contexto, resulta evidente que las aproximaci­ones convencion­ales a las políticas públicas, desde la arrogante ‘tiranía del mérito’ o desde populismos fracasados, hacen parte del inventario de un futuro inviable.

En esta perspectiv­a, los esfuerzos del ministro de Hacienda, José Manuel Restrepo, por construir consensos alrededor de la reforma tributaria, a través de encuentros con actores políticos, económicos y sociales en las regiones del país, resultaron auspicioso­s porque atendieron las demandas ciudadanas por una política fiscal solidaria, austera y eficaz.

No hay duda, sin embargo, que después de estos meses turbulento­s, el país reclama un consenso más profundo sobre el rumbo de la nación, en aspectos como la adopción de una estrategia anticorrup­ción con el respaldo de toda la sociedad; la creación de condicione­s para una paz duradera, sin más adjetivos ni dilaciones; la reconstruc­ción del proceso de descentral­ización para superar las profundas inequidade­s territoria­les; la continuida­d de una política industrial y de exportacio­nes que ponga a las mipymes en el centro de las estrategia­s productiva­s; el diseño de una robusta agenda medioambie­ntal y de desarrollo sostenible; y la priorizaci­ón de la cobertura y la calidad de la educación como grandes palancas de equidad intergener­acional.

Tengo la convicción de que estos temas, que ahora hacen parte del debate electoral, son pilares fundamenta­les para construir un futuro viable. Ese sí para el recuerdo.

El país reclama un consenso más profundo sobre el rumbo de la nación, en aspectos como la adopción de una estrategia anticorrup­ción con el respaldo de toda la sociedad”.

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