EL VALOR DEL NO
Lindo es aprender a decir que no. Ese día en realidad, en el que esa premisa aparece delante de nuestros ojos y decidimos tomarla, es en el que podemos considerarnos verdaderos adultos. Porque claro, en general siempre estamos dispuestos a decir a todo que sí, ya que creemos que es muy alto el riesgo que ofrece el camino de negarnos. Que puede ser contraproducente y que además es una fuerte herramienta para herir a los demás. Aunque decir que no ha estado siempre en nuestras vidas como una opción, nos costó trabajo usarlo. Hasta que alguna vez apelamos a la valentía y preferimos utilizarla con el único fin de no ser tan infelices. Y, cosa curiosa, ese negarse a algo casi siempre resulta ser una puerta abierta hacia la tranquilidad y hacia la paz propia.
Y digo que para la paz propia porque a veces nos rendimos a pronunciar el sí por pura conmiseración con el otro, sin que al final nos importe nuestro bienestar. Es eso: cedemos nuestra capacidad de estar bien para dársela a alguien más porque cómo vamos a hacer sentir mal a alguien de esa manera si en nuestras manos está la posibilidad de que ese escenario no ocurra. O a veces decimos sí por falsa cortesía, a sabiendas de que haber dado vía libre a cierta prerrogativa nos va a hacer infelices, pero ese costo lo asumimos para que el otro no viva el tormento de decepcionarse.
Pasa con las cosas más pequeñas: con no querer repetir más puré de ahuyama –porque lo odiamos–. Comimos la porción que nos dieron de inicio y eso ya pareciera ser un sacrificio más que loable y al tratar de ocultarlo entre alguna lechuga sobrante, el dueño de casa nos dice que por qué no te lo acabaste; que si es que está feo. Que te van a servir otro poquito porque en esa casa todo el mundo se debe comer todo el plato.
Y aceptas porque no quieres herirlo. Pasa con aquella invitación que nos hacen y a la que hemos estado buscándole el quiebre por pura y física pereza, pero que finalmente aceptamos con resignación interna y dientes sonrientes hacia afuera, como si en realidad nos diera gusto ir. Genuinamente preferimos que un terremoto rompa en dos la tierra y que se lleve al que hizo la propuesta que nos tiene en vilo por no saber decir que no, pero terminamos mintiéndonos a nosotros mismos sobre lo que verdaderamente anhelamos. Pasa con esas relaciones amorosas que no se acaban nunca a pesar de que hay más puré de ahuyama que amor y que, sin importar maltratos o golpes, el afectado no consigue darle un cierre por mil miedos.
Pero por lo general llega el día en el que la fuerza no nos abandona y decimos NO. Sin explicaciones –porque no hay que darlas– y si hay que darlas, pues hágale que tenemos tiempo.
Los Nacionales de Washington ganaron su primera serie mundial de béisbol y el plantel fue invitado a la Casa Blanca. Todos van a ir menos Sean Doolittle. Dijo que no y de inmediato lo interrogaron sobre el porqué. Sin titubear respondió: ‘Mi cuñado tiene autismo y Trump es un tipo que se burló de un reportero discapacitado. ¿Cómo le explicaría a él si me junto con alguien que se mofó en la manera en la que él habla o mueve sus manos? No puedo dejar pasar eso’. Continuó Doolittle: ‘Mi esposa y yo defendemos la inclusión, hemos trabajado con refugiados, gente humilde que proviene de esos países ‘letrina’ –Trump hizo referencia en uno de sus discursos a esta condición–. Simplemente no puedo estar ahí con ese señor”.
Más Doolittles en el mundo, por favor.