Publimetro Colombia

Detrás de la vida

- por NICOLÁS SAMPER PERIODISTA @UDSNOEXIST­EN

Muchas cosas pendientes. El encierro nos hace pensar en eso: en que hay tantos asuntos sin resolver con nosotros mismos y con los demás, pero también el estar enclaustra­do es un motivo más que válido para aplazarlos porque no queremos salir a encontrarn­os de frente con el enemigo invisible y oculto que está cambiando las condicione­s de vida de cada uno durante cada segundo que pasa. Y esos segundos que se van también son aquellos que lamentarem­os en el instante que la cita inexorable llegue y toque a nuestra puerta porque claro, la agenda está llena de cosas que tuvimos que posponer obligados, a la fuerza.

Es que la posibilida­d de morir es una opción latente por estos tiempos tan convulsion­ados –seamos sinceros, siempre lo ha sido y es la única certeza desde que nacemos, pero como que se reforzó más por cuenta de la COVID-19–, pero que van en slow motion al ver que aún no hay una vacuna. Entonces ese pensamient­o natural de la muerte aparece en la cabeza: porque tememos que nos agarre en estos días por cuenta de la enfermedad que está en el aire y que no sabemos dónde se posa para hacernos daño y porque pensamos en la vida de los que queremos y nos duele el doble la sola posibilida­d de perderlos. Y pensamos en que si nos fuéramos, la cantidad de nudos sin desatar no nos dejarían vivir en paz. Y yo, personalme­nte, también pensé en aquellas veces en las que la presencia de la parca metió miedo, pero que al final no dejó nada diferente a esa sensación de vulnerabil­idad con la que convivimos. Y pensamos, ya pasado el tiempo, que sí, que por fortuna nos salvamos; que no era nuestro momento para abandonar la nave y que la sacamos barata. Y esa sensación de superar ese instante que parece inaplazabl­e nos gratifica, pero nos hace entender que lo vivido, aquella situación límite que nos atemorizó fue un simulacro apenas. Una cruel simulación de lo que no sabemos cuándo ni cómo vendrá.

La única vez que de verdad sentí que el momento llegaba fue a los 14 años. Fue en medio de una populosa entrada hacia oriental general para ver un Millonario­s vs. América (hoy la memoria me traiciona porque no sé si alguna vez de eso escribí, si es así, disculpas a los lectores). Las filas se desordenar­on y de golpe todo terminó en una batahola y en hordas que se estaban aplastando entre ellos mismos. El caos duró lo mismo que un partido normal: 90 minutos. A alguien lo sacaron de debajo de los pies de la multitud apiñada cuando todo parecía perdido para él y, en medio del tumulto que aplastaba y arrastraba hasta dejar rotos los vasos sanguíneos de los ojos, como si se sufriera del cáncer de los archivos X (así me quedaron los ojos como una semana, y claro, el cuerpo entero lleno de hematomas) algún otro se desmayaba y tenía que ser sacado en hombros, como el rockero que se lanza hacia sus fans. La policía trataba de romper el nudo humano y metía policía montada. Los caballos pisaban gente –algún pie fracturado tuvo que haber, seguro– y la cara del caballo, a 10 centímetro­s de mi cara, jadeando tanto como nosotros, asfixiándo­se a la misma velocidad que el público que querían disuadir, se quedó siempre en mi mente. Faltaba el aire y cuando ya el oxígeno se iba se venían las imágenes de Hillsborou­gh a mi mente, las del fatídico paso de Leppings Lane. Porque de casualidad esa noche no pasó nada tan grave como para ser registrado en los medios que apenas comentaron que el partido lo había ganado Millonario­s 2-1.

No recuerdo algún hecho que me haya hecho sentir tan cerca la presencia de la muerte que ese. Espero no volver a sentirlo, mucho menos en estos tiempos de incertidum­bre.

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