Publimetro Colombia

Médicos y enfermeras dan su vida por la nuestra

En un hospital de Bogotá… Durante casi un año, médicos y enfermeras se han olvidado de sus vidas para salvar las de muchos en una UCI. ¿No es hora de devolver el favor cuidándono­s?

- JUAN PABLO PINO VARGAS

Traje, lavado de manos, bata, escarpines, gorro, guantes y tapabocas. En resumen, con una armadura. Enfermeros que van, enfermeros que vienen. Todos pasan corriendo. La música de la sala la ponen los equipos de monitoreo que emiten su señal de tranquilid­ad.

Una mesa en el centro de la sala es el punto de abastecimi­ento. Se rompen ampolletas, se destapan jeringas, se botan decenas de guantes por minuto. Se lleva la cuenta hasta cuando se puede, pero en un punto resulta incalculab­le: el número de veces que se cambian las batas, o la cantidad de lavados de manos, o la revisión de cánulas, o la tomada de manos tratando de darles ánimo a los que están en cama. Todo es una sincronía, pero también una rutina.

La pandemia ha llevado a que todos los ojos se vuelquen hacia allá. Las UCI se han convertido en una cifra, en un indicador: si hay UCI, si no hay UCI, ¿qué porcentaje queda de UCI?

Y es que Bogotá, y gran parte del país, pasan por el segundo brote de la pandemia. Colombia ya suma más de 52.000 fallecidos y más de dos millones de contagios en las cuentas oficiales. Pero esta vez ha sido diferente: “Hoy ya sabemos cómo hacerlo mejor, hace casi un año éramos novatos, hoy ya tenemos experienci­a, ya sabemos cómo reaccionar mejor frente a los pacientes, pero esta vez han sido más los pacientes jóvenes, gente que uno no espera ver aquí”, explica Fernando, un enfermero con casi tres décadas de experienci­a.

Fernando explica que la razón de la dureza de este nuevo brote es clara: ha sido descuido, falta de cuidado. Una especie de relajación colectiva que se tradujo en una expansión más fuerte del virus, combinada con la época más festiva del año.

La vida del personal médico del Hospital de La Samaritana, por lo menos la unidad COVID, se va entre acomodar pacientes, revisar cánulas, limpiarlos y revisar sus avances. La frase más repetida durante el turno es: ‘Hay que supinarlo’. Es un trabajo exhaustivo, largo, rutinario, amoroso, peligroso y algunas veces frustrante.

Un hombre de algo más de 30 años lucha. Lo poco que abre sus ojos le permite perder la mirada arriba, como si el techo fuera una ventana al infinito. Trata de respirar con comodidad, pero no lo consigue. Un ventilador lo asiste. Lleva casi un mes allí. No tiene comorbilid­ades, no hay enfermedad­es preexisten­tes, no es el prototipo de paciente que debería estar luchando por su vida conectado a un respirador. “Es porque este virus es así, inexplicab­le”, dice Sandra Sastoque, jefe de enfermeros en el turno de la noche.

“Uno en este trabajo aprende a dormir donde sea”, explica una persona del equipo. Bromean con el compañero que ronca, con el que duerme mucho, o con el que no duerme. Apenas si

"Uno hace esto por vocación, por amor, porque todos los días piensa en qué pasaría si tuviera que ver a un familiar aquí" ANDREA HERRERA Enfermera jefe

“OJALÁ LA GENTE ENTENDIERA… SOLO HAY QUE USAR UN TAPABOCAS, LAVARSE LAS MANOS Y MANTENER LA DISTANCIA, NO ES MÁS. SI USTED HACE ESO, USTED ESTÁ PROTEGIDO” LUIS FERNANDO VENEGAS Auxiliar de enfermería del Hospital de la Samaritana

hay espacio para un café rápido, un pan. Alguien que abre su coca del almuerzo cuando ya empieza a irse la medianoche. Agradecen que este pico ya vaya en descenso.

Pero esos espacios, dan lugar a la reflexión: para el equipo médico lo más frustrante son los mitos que se crearon con la llegada de la COVID-19. “Hay cuentos de que nos pagan más por cada muerto, de que la gente no viene porque acá los matamos. Eso no es verdad, la gente está muriendo porque están tardando mucho en acudir al servicio médico”, explican. “Uno hace esto por vocación, por amor, porque todos los días piensa en qué pasaría si tuviera que ver a un familiar aquí”, cuenta Andrea Herrera, enfermera jefe.

Por fortuna, el nuevo pico de esta pandemia va bajando. Ya el nivel de estrés en las unidades de cuidado intensivo ha disminuido, aunque no se ha ido. Parece que las polémicas medidas de aislamient­o de los gobiernos surten su efecto.

Pero en los hospitales siguen, día y noche, trabajando hombres y mujeres que se le plantan a un enemigo invisible. A ese enemigo le han ganado batallas. En una pizarra consignan los nombres de los que han salido bien, los que han sobrevivid­o. Por fortuna, ya no queda mucho espacio y se va haciendo notoria la necesidad de otra pizarra. ‘Nuestro esfuerzo vale la pena por ellos’, se lee en el tablero.

Pero no hay felicidad completa. Las satisfacci­ones son salpicadas por la tristeza del que no pudo más, del que se fue y no volverá. Del abrazo de alivio que recarga energías para continuar luchando. ”Es muy triste cuando fallecen pacientes. Uno les toma mucho aprecio, pero algunos por momentos presentan mejoría, y al siguiente turno llega uno y lo recibe la mala noticia. Uno se siente muy mal, uno nunca supera eso”, explica Herrera.

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