El silencio de los colegios
“Ha sido toda una complicación para los profesores, los padres y, sobre todo, para los niños y los jóvenes que, como tanto se ha repetido en estos últimos meses, necesitan de la convivencia para desarrollar su arquitectura cerebral, que depende de las interacciones entre ellos y también con sus maestros”
En los casi 11 meses de pandemia, cuarentenas y, por lo tanto, de caminatas restringidas a unas 25 o 30 cuadras a la redonda de la casa, he recorrido decenas de veces un trayecto por el barrio La Calleja Baja que me lleva desde la calle 127 a la 134. En esa caminata casi siempre paso por los colegios ubicados en ese sector. Uno de ellos está a apenas dos cuadras de mi casa. Los otros tres, unas pocas más al norte.
He caminado por allí en días hábiles, en horas de la mañana y de la tarde, en las que en los ya remotos tiempos de ‘la normalidad’ había clases. En estos últimos 10 meses no recuerdo haber visto nunca estudiantes a la entrada o en los patios de los cuatro grandes colegios, como tampoco a la salida de uno bastante más pequeño.
Esporádicamente he visto padres que dejan a sus niños en los jardines infantiles del barrio, pero han sido muy breves ráfagas que no duran más de un par de semanas. Abren y vuelven a cerrar. Ahora que lo recuerdo, alguna vez me crucé con tres alumnas en uniforme que salían de uno de esos colegios. Una vez en 11 meses no es mucho.
He pasado a pie una y otra vez por sus parqueaderos casi siempre desocupados, sus jardines, prados y campos deportivos desiertos. Ya casi no recuerdo cómo eran los trancones de las busetas y buses escolares que a las tres de la tarde pasaban por la cuadra de mi casa antes de tomar la carrera 19.
Una de las cosas que añoro desde que comenzó el confinamiento es la voz de la profesora del preescolar vecino a mi casa, que les cantaba a los niños con una voz muy bonita y afinada. El kínder cerró, cambió de dueños, y hacia el final de año volvieron los niños, pero hace rato que no veo movimiento allí.
El silencio de los colegios es, sin duda, uno de los aspectos más inquietantes que nos ha dejado 2020 y lo que va corrido de 2021.
Ha sido toda una complicación para los profesores, los padres y, sobre todo, para los niños y los jóvenes que, como tanto se ha repetido en estos últimos meses, necesitan de la convivencia para desarrollar su arquitectura cerebral, que depende de las interacciones entre ellos y también con sus maestros.
Hace poco leí que lo más parecido a una clase a través de una pantalla es una visita a un preso a una cárcel con el que sólo se puede hablar a través de un micrófono porque los separa un vidrio blindado. Y esa imagen, como ninguna otra, me mostró la dimensión del daño que puede provocarles a los niños y jóvenes no estar en contacto directo con sus amigos y compañeros.
Es curioso. Tanto que renegaba yo del ruido y desorden que provocan los colegios cuando se vive cerca a alguno de ellos y ahora yo daría lo que fuera por volver a ver los uniformes de los estudiantes que a la salida de clases se reunían en el parque de la Calleja Baja, por volver a ver la fila interminable de buses a las tres de la tarde a través de la ventana de mi cuarto.
“HACE POCO LEÍ QUE LO MÁS PARECIDO A UNA CLASE A TRAVÉS DE UNA PANTALLA ES UNA VISITA A UN PRESO A UNA CÁRCEL CON EL QUE SÓLO SE PUEDE HABLAR A TRAVÉS DE UN MICRÓFONO PORQUE LOS SEPARA UN VIDRIO BLINDADO”