Bocacerrada: un pueblo olvidado hasta por Dios
Crisis ambiental, ausencia estatal y apatía de la comunidad. Estos tres males tienen en la ruina a Bocacerrada, un pueblo de afrodescendientes ubicado en una alejada pero exuberante zona de Sucre. Su historia es parecida a la de cientos de comunidades rur
Sobre Bocacerrada ni siquiera se puede decir que sea un pueblo abandonado a la buena de Dios. De hecho, pareciera que hasta el mismísimo Dios se olvidó de los 479 afrodescendientes que viven en este caserío costero ubicado justo antes de que Sucre se convierta en Bolívar. Basta mirar la iglesia para tener esa impresión. La casa del Señor en Bocacerrada no tiene techo, mucho menos puerta; sus paredes están desconchadas y agrietadas; las campanas de bronce que alguna vez causaron orgullo por parecerse a las de la Catedral de Milán hoy sucumben bajo una gruesa capa de óxido, o mejor dicho, de olvido.
Adentro, por supuesto, la iglesia carece de esa especie de mística silenciosa que caracteriza a estos lugares. Un grafiti escrito en una de las paredes en letras rojas declara el amor de dos personas. En la parte posterior, detrás de lo que debería ser el atrio, el templo de Dios es más bien una letrina que algunos usan cuando les da pereza ir hasta los manglares que bordean el pueblo.
Porque en Bocacerrada no existen los baños, al menos esos espacios dotados de taza, lavamanos y ducha que sirven para que el agua se lleve las suciedades humanas. Por lo menos las físicas, claro. María del Carmen Rodríguez, una mujer de 53 años de edad, acuerpada y de cara risueña, explica el mecanismo alternativo. “Lo hacemos en unos caminos que trazamos
en el monte o en platillos voladores” dice, y luego suelta una carcajada. Los objetos a los que se refiere son las heces empacadas en bolsas y lanzadas indistintamente al río, a un potrero del pueblo que sirve como basurero o a los propios manglares.
Imaginar la posibilidad de un sistema sanitario 'moderno' para Bocacerrada choca de inmediato con el hecho de que ninguno de los habitantes tiene acceso a agua potable. Recogen la lluvia en invierno y en temporadas secas algunos de ellos van hasta un caño a hora y media de distancia para traerla. Luego la venden a 1.000 o a 2.000 pesos según del tamaño de la pimpina, que en el mejor de los casos es de cuatro litros. “Le damos las gracias al Señor que ahorita nos la está regalando de arriba. En este momento no nos estamos ganando nada, ¿con qué íbamos a pagarla si la tuviéramos que comprar?”, se pregunta Mavin Miranda, de 45 años. En la madrugada ella salió a pescar con su marido y luego de sacar una parte de la faena para su casa, vender la otra y restar el dinero de la gasolina, apenas le quedaron 4.000 pesos.