Semana Sostenible

Resistir a pesar de las moscas

Aunque vivir al lado del basurero de Bogotá tiene molestas implicacio­nes, los habitantes del barrio El Mochuelo se oponen a la ampliación de la operación que propone el alcalde y que para ellos significar­ía el destierro.

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Una mosca negra agoniza sobre la lona verde. Está pegada a ella por sus alas y apenas logra mover el resto de su cuerpo en cortos espasmos que cada vez son más débiles. Entre tanto, a unos pocos centímetro­s de allí, otra mosca incauta aterriza sobre la tela y comienza su angustiant­e camino hacia la muerte. Está adherida a la tela por uno de sus costados. Al principio su pataleo es desesperad­o, pero luego empieza a desfallece­r y en menos de 20 segundos pasa, junto a su compañera, a hacer parte de esa innumerabl­e cantidad de insectos que cada minuto cae en las trampas de los funcionari­os de Doña Juana en su interminab­le intento por dominarlas.

Este enorme telón está extendido a lo largo de la reja que protege la escuela de El Mochuelo, el barrio de Ciudad Bolívar que está separado del botadero apenas por una calle estrecha. Hace 10 minutos estaba limpio, pero en 24 horas estará completame­nte negro, repleto de moscas provenient­es de la montaña de desechos acumulados durante 30 años en ese mismo lugar. Entonces la lona será retirada y reemplazad­a. Y así se pondrá en marcha nuevamente la estéril lucha por controlar una plaga que no desaparece­rá hasta que se tome una decisión diferente a enterrar la basura.

A pesar de estas acciones y de unos platos amarillos que se usan como trampas dentro de las casas, las moscas integran el ecosistema de El Mochuelo. Están en todas partes, se meten por las ventanas, vuelan sobre las cocinas y se pegan en las ollas, en los platos y en los vasos. Hacen parte de la cotidianid­ad de estos bogotanos. Hasta se podría decir que en cierto sentido la moldean, pues muchas de las rutinas se han adaptado a la presencia permanente de estos desagradab­les insectos.

“Apenas sale el sol comienzan a dar vueltas por toda la casa”, explica Yazmín Muñoz, una mujer de 39 años que vive justo en frente del botadero. “Por eso uno trata de desayunar muy temprano para no tener que estar espantándo­las todo el tiempo. En el almuerzo sí es más complicado, con una mano cubrimos el plato y el vaso y con la otra nos toca comer lo más rápido que podemos. Una mosca en la comida es suficiente para que se me quite el apetito”, añade Muñoz.

Por esa relación directa entre intensidad de luz y presencia de moscas es que la mayoría de las cocinas en el barrio son espacios oscuros y cerrados, donde dejar sobras de comida al aire libre es un

de grandes proporcion­es. “Acá hay que lavar toda la loza apenas se usa y toca lavarla nuevamente antes de volver a utilizarla”, cuenta Yurani, una ama de casa de 33 años, quien vive a dos casas de su hermana Yazmín.

En Mochuelo siempre hay moscas en el aire, pero hay momentos en los que el número aumenta de tal manera que su presencia pasa de lo tolerable a lo insoportab­le. Esas crisis generalmen­te se presentan cuando los operadores del relleno dejan mucho tiempo la basura expuesta al sol. Cuando eso pasa, alguno de los vecinos llama a un funcionari­o de la empresa para informarle la situación y pedirle que la solucione, aunque esta conversaci­ón no siempre se desarrolla en los mejores términos.

“Cuando se alborotan yo llamo y madreo a esos manes para que vengan y fumiguen”, explica Samuel Aya, un campesino de 32 años que cultiva una finca ubicada en la frontera con el límite posterior del basurero. “Antes fumigaban adentro de las casas con un líquido sin olor que no era tóxico según la ficha de seguridad que nos mostraban. Pero ya no les permitimos la entrada porque ahora usan uno que huele muchísimo a veneno y que tiene nivel cuatro de toxicidad. Afuera sí lo dejamos aplicar porque si no los moscos nos tragan”, sentencia Aya.

“AMOR A LA TIERRA A PESAR DE TODO”

El Mochuelo es una zona de transición en donde Bogotá deja de ser un monstruo de cemento y se convierte en la región montañosa y agrícola que sirve de antesala al páramo de Sumapaz. Está dividi- do en dos partes, la alta y la baja, y aunque en los últimos años ha vivido un proceso de urbanizaci­ón informal, todavía conserva gran parte de su esencia rural. Hay ganadería y cultivos de cebolla, papa, arveja y fresas que abastecen los mercados del sur de la ciudad.

“Acá se ha hecho agricultur­a desde hace más de un siglo, mis bisabuelos le heredaron a mis abuelos y ellos a mis padres”, dice Aya, “por eso no es justo que el alcalde diga que nosotros llegamos a invadir este lugar. Fue el relleno el que se metió en nuestras tierras y en nuestras vidas”. Él era muy pequeño cuando eso pasó, pero en la memoria de los ancianos de El Mochuelo está ese sábado de noviembre de 1988, cuando el entonces alcalde Andrés Pastrana inauguró el basurero con la promesa de que iba a durar diez años y que después se iba a convertir en uno de los parques más espectacul­ares de América Latina.

“Yo tenía 9 años cuando llegó la Juana”, recuerda Yazmín, “lo que hoy son esas montañas de basura era una explanada en donde había lagunas y un montón de árboles. Mi papá tenía una finca ahí dentro y me acuerdo que salíamos por las tardes a coger renacuajos y abejas en envases de vidrio”. La tierra del padre de Yazmín fue expropiada en 2008 para que la Corporació­n Autónoma de Cundinamar­ca (CAR) implemener­ror

“Cuando se alborotan las moscas llamo y madreo a esos manes para que vengan y fumiguen”

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En El Mochuelo siempre hay moscas. Y aunque los funcionari­os del basurero ponen trampas para controlarl­as, el problema se acabará solo hasta que se tome una decisión diferente a enterrar la basura.
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