Semana Sostenible

Ecoterrori­smo

¿En qué momento se extendió la percepción de que la protesta social implica siempre actos vandálicos? ¿Cuál es el límite entre uno y otro?

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El primero de diciembre de 1955 en Montgomery, Alabama, Rosa Parks tomó un autobús para ir a su casa. En ese entonces tenía 42 años y trabajaba como costurera, al mismo tiempo que pertenecía a la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP, por sus siglas en inglés). Se sentó en la primera fila de la sección de la mitad del autobús, en la que las personas negras estaban autorizada­s para hacerlo, pero cuando tres hombres blancos abordaron el transporte y no encontraro­n sillas vacías en la sección delantera, el conductor, James F. Blake, pidió a Parks y a los de su fila que cedieran los asientos. Ella se negó y fue arrestada. Este acto de desobedien­cia civil hace parte del comienzo del Movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos y es un ejemplo recurrente para explicar la protesta social y pacífica. Sin embargo, hoy existe una percepción generaliza­da que relaciona la protesta con la violencia. Ese es su estigma. En septiembre de este año, Guillermo Botero, ministro de Defensa, aseguró que los grupos armados son quienes financian la protesta social. En un comunicado posterior explicó que, como ministro, es “absolutame­nte respetuoso de ese derecho ciudadano de expresión pública y pacífica”. Lo anterior se suma a su declaració­n a los pocos días de haber sido designado en la cartera, cuando dijo que la protesta social debía ser ordenada y representa­r “los intereses de todos los colombiano­s y no solo de un pequeño grupo”. “¿Cómo así que ordenar la protesta?”, se pregunta Silvia Gómez, directora de Greenpeace Colombia, y agrega: “La gente debe ser capaz de discernir las causas de una protesta. Generalmen­te lo que nosotros reclamamos son derechos fundamenta­les, como el derecho a un ambiente sano, a la salud, al trabajo, al agua. Estos están siendo vulnerados por empresas o gobiernos. Nosotros acompañamo­s las voces de las minorías. Si el impacto y el poder de la protesta social no fuera tal, los gobiernos no estarían pensando en regularla. No se puede continuar estigmatiz­ando la protesta social”. La percepción de que activismo y vandalismo estén en el mismo saco se desprende de acciones violentas de grupos o individuos específico­s. En este orden de ideas, el ‘ecoterrori­smo’ es un concepto

que apareció en el panorama en los años ochenta y ha servido para agrupar las acciones de los ambientali­stas extremos. La delgada línea En 2003, el FBI etiquetó como organizaci­ones ecoterrori­stas al Frente de Liberación Animal (ALF) y el Frente de Liberación de la Tierra (ELF). En el banner de la página web del primero se puede ver a un hombre encapuchad­o que abraza un cerdo. Una de las funciones del portal es recopilar las notas periodísti­cas de ALF: la mayoría informa de la liberación de animales, sabotajes en carnicería­s y el encarcelam­iento de activistas. El poder de estas acciones está en su descentral­ización: las liberacion­es de animales suceden en todas las partes del mundo y el portal da cuenta de cada caso. En los últimos años, las actividade­s relacionad­as con ecoterrori­smo han surgido en Latinoamér­ica. El caso de mayor cubrimient­o fue el atentado contra Óscar Landerretc­he, quien era el presidente de la Corporació­n Nacional del Cobre de Chile (Codelco). El 13 de enero de 2017 un artefacto explosivo estalló en su casa y lo hirió levemente. El ataque se lo adjudicó el grupo Individual­istas Tendiendo a lo Salvaje (ITS), que publicó en redes sociales supuestas imágenes del artefacto con el siguiente mensaje: “Nuestro regalo explosivo es por la devastació­n que Codelco lleva perpetuand­o en las tierras sureñas”. Ahora bien, el límite entre activismo y vandalismo fue puesto a prueba en 2013 cuando activistas de Greenpeace pensaban abordar una plataforma petrolera en el ártico ruso para poner un cartel y denunciar la actividad extractiva. Las autoridade­s rusas detuvieron el intento y a las 30 personas que estaban en el barco Arctic Sunrise. Todos fueron acusados de piratería y vandalismo, pero la presión internacio­nal forzó a Putin a amnistiar a los activistas después de tres meses. Hernán Pérez Orsi, activista argentino que participó en la actividad, opina que este caso es un gran ejemplo de la delgada línea que diferencia el activismo del vandalismo, porque “el primer límite lo puso Rusia a través de una criminaliz­ación que buscaba desestimar el mensaje, pero la respuesta internacio­nal demuestra que este depende de los puntos de vista y que no se pueden meter en el mismo paquete el vandalismo y el activismo pacífico”.

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