La comida en Colombia, un almuerzo experimental
La espinosa raíz de la comida sostenible
Miles de delegados se dan cita anualmente en Terra Madre, el encuentro mundial de Slow Food. Abejas, pesca y semillas, tres de los ejes de la última edición, dan cuenta de buena parte del complejo panorama de la comida en el mundo.
El 20 de marzo de 1986, Mcdonald’s abrió su primer restaurante en Italia. Protestas contra la segunda caída de Roma y la americanización de la cocina italiana incluyeron a personalidades como el diseñador Rodolfo Valentino, y despertaron el malestar de activistas, entre quienes se encontraba el fundador de la asociación Agrícola, Carlo Petrini. Esa manifestación fue la semilla de un proyecto que hoy aglutina a más de 160.000 miembros oficiales en 160 países de los cinco continentes. La llegada del Fast Food a Italia impulsó el nacimiento de Slow Food como movimiento. Según Marta Arosio, coordinadora de Slow Food para el Área Andina, la fuerza del movimiento radica en una red enfocada en divulgar e influenciar alrededor de tres principios: bueno, limpio y justo. “Bueno para la salud y también para el paladar; limpio para el medioambiente, para la sociedad y el cuerpo, y justo para otorgar a cada parte de la cadena de valor lo que se merece”. Los ideales de Slow Food parecen incuestionables sobre el papel. Sin embargo, ese tinte ideológico, la dificultad de obtener logros significativos en problemáticas globales enmarcadas en un entorno desigual, y la también desigual situación en que viven simpatizantes y miembros (dependiendo de su rol en la cadena de valor) han generado controversias en torno al movimiento y su líder. Incluido en 2008 en la lista de The Guardian como una de las 50 personas que podrían salvar al planeta, Petrini ha sido rotulado por algunos como el “comunista de la comida”, mientras otros se refieren a él como el “gurú de la izquierda caviar elitista”. La prevención de los detractores encuentra sustento en las distancias: los amplios baches entre un contexto como el piedemonte italiano, donde nació este movimiento, y las condiciones de los países pobres en los que viven buena parte de esos pescadores, agricultores y guardianes de semillas cuyos nombres aparecen en las etiquetas de denominación de origen. Una complejidad social ante la cual resulta insuficiente la aclaración de que Slow Food es una “marca de identidad” y no una comercial. Al respecto, Arosio afirma: “Slow Food es visto, y eso queremos cambiarlo, como un movimiento de élite o de cocina gourmet. Y puede que sí haya nacido un poco así, como un grupo de personas que iba a comer bien y a promover el gusto al paladar; pero buscamos un impacto positivo al alcance de todos. En eso consiste Food for Change, una campaña para combatir el cambio climático mediante pequeños hábitos cotidianos en la plaza del mercado. Pasa igual en el otro lado de la cadena: a veces pensamos que es un asunto ‘pequeñito’, pero la agricultura a pequeña escala nos alimenta a todos”. Aunque los avances continúan siendo marginales frente a los hábitos alimenticios globales, dos esfuerzos concretos apuntan a acortar estas distancias. “En 2001 nacen el Arca del Gusto y Baluartes para conocer el origen de los platos que se degustan y apoyar a los productores. Un paso de la gastronomía a la ecogastronomía”, afirma Andrea Amato, coordinador de Slow Food para Latinoamérica y el Caribe. El Arca busca preservar productos en riesgo de extinguirse por haber sido rezagados de la economía global o porque las mismas comunidades los perdieron en el traspaso de saberes de una generación a la siguiente. “Los baluartes son el paso que sigue al Arca del Gusto. Su objetivo es fortalecer esos ingredientes en riesgo por medio de asesorías orientadas a la diversificación productiva y a encontrar nuevos canales de mercado”. Slow Food tampoco ha alcanzado a desarrollar su potencial en la divulgación de sus investigaciones. A pesar de las cifras de miembros en todo el mundo, su impacto en Italia dista ampliamente de su influencia en países como el nuestro. La información acerca del origen de nuestra comida es una tarea en la que han recabado con rigor, pero respecto a la cual las líneas de comunicación siguen siendo limitadas. En la duodécima versión de Terra Madre, encuentro mundial de Slow Food llevado a cabo en Turín, tres de los ejes temáticos, abejas, pesca y semillas –aparte de la carne, asunto que amerita un desarrollo posterior y más amplio–, dan cuenta de buena parte de los problemas y desafíos actuales para aspirar a una comida sostenible. Las voces de directivos de asociaciones, investigadores y productores a pequeña escala permiten acercarse a la manera en que este movimiento hace esfuerzos por mejorar las condiciones en que comienza el ciclo de nuestros alimentos en el cielo, el agua y la tierra.
Abejas (La soledad del apicultor)
Aunque al verlas pensemos solo en miel, según un estudio de apicultura biodinámica publicado por Demeter International,
un tercio de nuestra comida depende directamente de la polinización de las abejas. Una sola de ellas visita cerca de 7000 flores al día, y 1 kilogramo de miel equivale a cuatro millones de esas visitas florales. Además de la polinización, las abejas funcionan como una especie de sismógrafo que indica el estado del mundo natural y agrícola: su comportamiento puede anunciar graves desequilibrios ambientales. Las antófilas –amantes de las flores– comenzaron a ser cultivadas hace más de 4000 años. Recientemente, una suma de factores las ha puesto en crisis, planteando una gran amenaza para la seguridad alimentaria. El primer problema es la reducción de áreas y de diversidad. Diego Pagani, director del Consorzio Nazionale Apicoltori (Conapi), sostiene que en los últimos veinte años hemos perdido el 25 por ciento del territorio agrícola, y Demeter International identifica como principal amenaza los monocultivos y el paulatino desplazamiento de las flores. Otros peligros directos son la contaminación y los pesticidas asociados a la agricultura industrial. “En Italia, el 30 por ciento del agua superficial contiene hasta 35 químicos”, sostiene Pagani. La respuesta ante este panorama de riesgo recrea un escenario tan distópico y trágico como un capítulo de Black Mirror. “Hace un par de meses recibí un artículo que me envió el presidente de Apimundi América, Misael Cuevas Bravo –agrega Pagani–. Según la noticia, cuya veracidad no he podido constatar, Monsanto está diseñando una abeja transgénica resistente a los neonicotinoides, pesticidas que se utilizan en cultivos de maíz, girasol y alfalfa, entre otros. Aunque se exagera y se especula mucho respecto a empresas como Monsanto, esa posibilidad resulta una locura total que haría completamente inviable para los apicultores artesanales, como nosotros, competir contra algo así”. Nuestro contexto sufre el mismo rigor químico. De acuerdo con Francisco Silva, representante legal de Apisred, “en Colombia murieron 16.000 colmenas envenenadas con pesticidas utilizados en los cultivos de café, lulo y papa en 2017. Esta sustancia ha causado un terrible impacto en el Huila, Cundinamarca y Quindío, y ha obligado a algunos apicultores quindianos a trasladarse a los Llanos Orientales, donde el mismo problema comienza a asomar”. En estas zonas, también han muerto numerosos insectos y aves pequeñas, como colibríes. Mientras que en Colombia prácticamente no existen grandes apicultores, en Europa las dimensiones del negocio rondan cifras de 800.000 colmenas solo en Alemania. Debido a esta escala industrial, otro riesgo son los métodos intensivos de apicultura. La práctica de comprar colonias rápidamente e importar abejas reinas desde largas distancias aumenta la presión sobre los insectos y reduce su vitalidad. La apicultura biodinámica, los protocolos Demeter y otras prácticas artesanales apuntan a sortear estas amenazas al reducir el uso de fertilizantes, eliminar pesticidas y sustancias sintéticas, prohibir que se corten las alas de las abejas reinas y no permitir que se caliente la miel por encima de la temperatura de la colmena. Creado con el impulso de Rudolf Steiner, este tipo de apicultura ve la granja como un organismo vivo que es influenciado por lo que ocurre en su entorno, pero a su vez afecta el mundo alrededor. Bajo esta luz, plantas, animales, suelos y humanos conforman juntos la totalidad sincronizada de la granja ideal. Sin embargo, la apicultura biodinámica apenas ha comenzado a desarrollarse en décadas recientes y hasta el momento hay 100 apicultores Demeter certificados. En el caso de Alemania, de donde es originaria, estas colonias no alcanzan ni el 2 por ciento de la apicultura nacional; las demás obedecen a las mismas dinámicas tradicionales de maximización de la miel. Entidades como Conapi se han levantado contra industrias como Bayer para lograr que Italia sea el primer país en el mundo en suspender el uso de las tres principales moléculas pesticidas. Por otro lado, se la han jugado en un terreno atípico para esta disciplina: las ciudades. Un ambicioso proyecto de ampliación del verde público ha iniciado en la región de Emilia-romaña y ya cubre 50 municipalidades con parques y zonas verdes libres de pesticidas. Al hablar de estos temas, Diego Pagani suena tan informado como emotivo, alternando entre las cifras duras, los logros en los tribunales internacionales y la intensidad de una pasión compartida en familia; una pasión imposible de completar. “El del apicultor es un trabajo de soledad y de silencio. Todos los sentidos son necesarios para interactuar con las abejas. Nuestro ritmo e intensidad tienen que ser los mismos que los del insecto con
el que compartimos: lento y tranquilo. Las abejas te sienten. Lo aprendí de mi padre y me hace muy feliz, pero también implica frustración: los apicultores amamos estar entre las abejas, pero ellas nos hacen saber que somos intrusos, que somos otros. Es bello y triste: queremos estar en la colmena, hacer parte de su mundo, pero ellas están mejor si nosotros no estamos ahí”. En La inteligencia de las flores, su extraordinario ensayo de 1907, el premio Nobel belga Maurice Maeterlinck escribió: “La planta tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado”. Del mismo modo en que la planta logra valerse de su flor para escapar de la inmovilidad soterrada de su raíz gracias a las alas de la abeja amante, la abeja logra seducir a esos hombres envueltos en armaduras blancas de algodón para desafiar, junto con ellos, los designios y venenos dictados por otros hombres y por la industria.
Pesca (Tres mujeres a bordo)
Una pescadora del Caribe insular, una gestora italiana radicada en Yucatán y una transformadora de alimentos africana revelan facetas muy distintas del complejo universo de la pesca, quizá aún más desafiante cuando se trata de una mujer. Akeisha Clarke es una joven pescadora de Granada, apenas un punto náufrago en el extremo del archipiélago caribeño de la Pequeña Martinica. Su voz enérgica no es solo la de una mujer cuyas palabras deben combatir el viento a bordo de una embarcación, sino también la de una joven activista enfrentada a corrientes más violentas como líder de la asociación Women in Action. “En Granada, la mayoría de las familias vivimos de la pesca. En cada hogar hay al menos un bote atunero. Atún, pez espada, dorado. Nuestra pesca va a parar a Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Alemania; pero nosotros no tenemos contacto con ese mercado. Llevamos el pescado a tierra firme, lo vendemos a un intermediario en la isla y desde ahí se lo llevan en avión. Nosotras estamos en el
extremo de mierda de la cadena. Si una libra de pescado llega al comprador final en 25 dólares, lo más probable es que nosotros no recibamos ni siquiera 5 de esos dólares, y si a eso le sumamos la tasa de cambio de nuestra moneda, el abismo abierto entre los beneficios de los intermediarios y los nuestros es enorme”. La intermediación caníbal es una de las preocupaciones transversales que Slow Food debe sortear en todos sus capítulos. La italiana Barbara Origlio, quien trabaja en México como coordinadora de Slow Fish Caribe y Colectividad Razonatura, ha convertido la autogestión en una de las banderas de su proyecto. La iniciativa, que articula seis cooperativas de Sian Ka’an y de Banco Chinchorro en la península de Yucatán, intenta acortar la distancia entre el pescador y el consumidor. “En todo lo que tiene que ver con pesca tradicional, la capacidad o incapacidad de gestión empresarial de las comunidades constituye un tema central. El problema es que, originalmente, se trata de una actividad para consumo propio, que al momento de insertarse en un contexto glocal sufre los efectos de la globalización y la aceleración a nivel comercial. En ese punto, la mayor parte de los pescadores quedan rezagados por no tener conocimientos, recursos y una organización que les permita responder a los retos actuales. Quizá el principal de ellos es hallar la manera de saltar al intermediario. Una langosta que puede costar 90 dólares en un restaurante de lujo en Cancún reporta un beneficio menor a 20 dólares para quien la pescó; los 70 dólares se pierden en esa larga hilera de mediadores. Parte de nuestro trabajo es fortalecer esa gestión y promover una capacidad de endeudamiento que les permita escoger a quién venderle y en qué condiciones. En nuestro caso, hemos logrado constituir una marca colectiva que les pertenece a las seis cooperativas y reconoce su langosta como un producto con identidad de origen. No ha sido fácil que el valor agregado que ello supone se refleje en el mercado. Seguimos acompañándolos en el proceso para lograrlo”. El otro frente en el cual Razonatura lucha con la bandera Slow Food es la preservación de prácticas tradicionales que contribuyen a la protección del medioambiente. En este caso no solo se aplica lo aprendido del pasado, sino también la tecnificación que se nutre de esos saberes intuitivos. “Estas comunidades han sido pioneras de la conservación desde antes que este concepto se llevara a la mesa de debate científico o político. Simplemente se dieron cuenta de que necesitaban cuidar su recurso, en este caso la langosta, si querían prosperar como sociedad. Sus sistemas de pesca han ayudado a recuperar el crustáceo, en particular después de 1988, tras el paso del huracán Gilberto, que arrasó con ese territorio. La conciencia de no sobrepescar los llevó a tomar medidas como la instauración de ‘casitas’, un modelo aprendido de los cubanos que sirve como refugio para proteger a las langostas. Lo siguiente fue pescarlas vivas, una práctica revolucionaria que permite hacer una selección de los individuos por talla. También dejaron de usar ganchos y pasaron a usar redes pequeñas, y por último establecieron como obligatoria la pesca a pulmón, lo que no les permite descender a una profundidad mayor a los 15 metros, un nivel por debajo del cual la langosta se reproduce; de ese modo el espécimen que tiene crías no puede ser atrapado”, afirma Origlio. Los logros de este capítulo caribeño del Slow Fish en cuanto a intermediación, preservación y medioambiente dejan abierta una brecha en la que aún queda mucho por hacer en todas las comunidades pesqueras de países en vía de desarrollo: la inequidad de género. Ernestina António Chipita, transformadora de pescado angoleña y directora de la cooperativa Centro de Apoio às Mulheres Processadoras, es enfática al resaltar la dura lucha que viven las mujeres en Namibe, región donde escasean los recursos y en la que la pesca es dominada exclusivamente por los hombres. “En mi comunidad no hay mujeres pescadoras; apenas hay transformadoras. Los hombres traen el producto y nosotras somos quienes lo dejamos listo para la venta. Las mujeres quisiéramos tener nuestras embarcaciones y poder procurarnos nuestra propia subsistencia sin depender del pescado que nos traigan los hombres”, sostiene. El caso africano tiene un eco directo al otro lado del Atlántico. Al frente de Women in Action y a través de su trabajo como pescadora, Akeisha Clarke trata de revertir esquemas culturales que impactan directamente sobre la economía y la independencia de las mujeres de su isla. “Estamos preparando una generación de jóvenes para que puedan vivir de la pesca, aunque no es bien recibido por los hombres. Ellos sienten que es algo ‘suyo’”. En este esfuerzo por la equidad, Akeisha quiere meterse hasta las fibras mismas del idioma. Para ello impulsa una campaña en la que en lugar de la palabra genérica fishermen – hombres pescadores, al traducirlo literalmente
del inglés– se utilice fisherfolks, que involucra de manera indistinta ambos géneros. El espacio de Terra Madre no solo sacó por primera vez de sus países a estas mujeres, sino que les permitió dialogar sobre sus experiencias análogas y sus luchas de género. Los 8670 kilómetros que separan a Granada de Angola se disuelven al recordar que tanto esa sal como los peces que viajan a través de ella comparten la misma agua. En esta tarde de otoño italiano, una al lado de la otra, Ernestina y Akeisha parecen versiones de África, vieja y obstinada, junto a un joven Caribe afortunado de haber heredado la misma fuerza. “Mi nombre es Ernestina António Chipita y estoy contenta de conocer a otras mujeres del mundo que también trabajan la pesca y que enfrentan los mismos problemas que nosotras. Hoy es mi cumpleaños y me siento muy orgullosa de dar una entrevista en Italia, y de poder decirles que todos mis hijos son profesionales y que ninguno tendrá que abrir las tripas de un pescado para vivir”. En un ardiente portugués africano y en un jugoso inglés antillano, este par de voces negras reclaman intensamente el mismo lado femenino que Hemingway desnuda a los ojos del viejo frente al océano: “Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, lo llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía evitarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer”.
Semillas (El ombligo enterrado)
“África no es una tierra de comida procesada, sino un lugar donde uno todavía puede agarrar la sublime simplicidad del grano, la naturaleza única de la hierba, el distintivo sabor de la carne de un animal alimentado únicamente con pasto y heno. Una travesía gastronómica desde el sentimiento de la pureza ancestral”. Con estas palabras, Piero Sardo, presidente de la Fundación Slow Food para la Biodiversidad, presentaba el catálogo de productos y platos tradicionales de Uganda, From Earth to Table. Esta emocionante visión de una África vista por ojos europeos contiene mucho de verdad y otro tanto de generosa exotización. Al contrastar esta versión de la riqueza del suelo africano con la voz ronca de Elphas Masanga es posible descifrar el matiz que tiñe con dos tonos ese mismo suelo: “Vengo de Kenia y trabajo para empoderar a los pequeños agricultores de mi país, para que juntos recuperemos nuestra biodiversidad. La mayor parte de los campesinos ha perdido su soberanía: al tener que comprar semillas que no son autóctonas también están comprando los agroquímicos que vienen con ellas. Nuestro suelo es el mismo, pero hemos perdido un pedazo de lo que nos ataba a él y queremos recuperarlo”. Masanga y sus aliados fundaron su asociación en 2009, después de que varios guardianes de semillas kenianas asistieran al Terra Madre de 2008 y recibieran el impulso y los consejos de Vandana Shiva y Carlo Petrini para pensar qué hacer con sus semillas nativas ante la entrada de grupos agroindustriales.