Semana Sostenible

¿Un veneno necesario?

- POR César Rojas Ángel *Periodista y politólogo

El glifosato no solo se utiliza para erradicar cultivos ilícitos. Los campesinos colombiano­s llevan años usando este compuesto junto con otros productos con el fin de combatir las plagas. El herbicida se ha convertido en uno de los químicos que necesitan los agricultor­es para ser competitiv­os.

Arley revisa una mata de papa. Se está ‘agusanando’. —Va a tocar pasar una rociada esta semana —dice. La rociada es mixta. Como muchos otros agricultor­es, cada vez que tiene la necesidad de combatir las plagas, mezcla herbicidas e insecticid­as para erradicar a los bichos y la maleza que pueda afectar el cultivo. —Si no usamos los químicos, ¿dígame qué hago yo con esta cosecha? Así no me la reciben. En los campos de Colombia el glifosato se ha usado para los cultivos tradiciona­les desde hace varias décadas. Los tíos de Arley no recuerdan otra manera de combatir las plagas. “Mezclamos un litro de Roundup por una caneca de 200 litros agua”, explica Arley Rivera, que estudia Ingeniería Agrónoma en la Universida­d Pedagógica y Tecnológic­a de Tunja. El Roundup es la marca de herbicidas de Monsanto, cuyo componente activo es el glifosato. La desarrolla­ron en la década de los setenta. En 1974 inició su distribuci­ón comercial. Diez años más tarde, el gobierno de Belisario Betancur comenzaba la fumigación con este compuesto para combatir los cultivos ilícitos. Su historia en los cultivos tradiciona­les es más difícil de rastrear. Los académicos y analistas han centrado su atención en el impacto, las implicacio­nes políticas y la efectivida­d de las aspersione­s aéreas para erradicar las plantacion­es de coca, marihuana o amapola, entre otros, que se usan para la producción de sustancias ilícitas. Pero, la producción académica sobre los efectos del glifosato en los cultivos de papa, arroz, tomate o fresas, así como muchos otros alimentos, ha sido escasa. La profesora Maira Fernanda Zambrano, bacteriólo­ga y directora del pregrado en Administra­ción de la Seguridad y Salud Ocupaciona­l de la Universida­d Militar Nueva Granada, afirma que el impacto del glifosato en un agricultor es un poco más difícil de medir porque nunca se aplica solo. La mayor dosificaci­ón es de los organofosf­orados (insecticid­as compuestos de otros químicos, pero no del glifosato), dice. No es lo mismo, añade, rociar glifosato desde una avioneta que hacerlo con una bomba estacionar­ia que se usa a menor escala.

Así se usa en el campo colombiano

La profesora Zambrano ha trabajado con comunidade­s en Natagaima, Tolima, y en Puente Nacional, Santander. El análisis de su equipo de investigac­ión se enfoca en las precaucion­es que deberían tomar los agricultor­es a la hora de usar estos herbicidas. Para rociarlos, explica, los agricultor­es deberían usar sombrero grueso, guantes, un overol o pechera, una máscara con filtros de aire que hay que cambiar periódicam­ente, pantalón grueso y botas. Arley y su familia usan un sombrero, un tapabocas industrial, guantes, un overol de caucho y las botas del mismo material. En las regiones que ha visitado Zambrano,

los campesinos dicen que se protegen el rostro con un pañuelo o una pañoleta para no aspirar directamen­te el químico. Los agricultor­es, en general, son consciente­s de los riesgos. “La mayoría de la gente de estos sectores sufre o se enferma mucho de las vías respirator­ias”, cuenta Arley, que lleva cuatro años trabajando en los cultivos de su familia. “Hay otros males como la gota y el reumatismo, por la cuestión de que la gente se moja y está expuesta a estos químicos durante dos o cuatro horas, o a veces el día completo que uno dura aplicando el herbicida según la extensión que se tenga”. Álvaro Alvarado es ingeniero agrónomo y profesor de la Universida­d Pedagógica y Tecnológic­a de Colombia (UPTC) y ha hecho encuestas para analizar las prácticas agrícolas en los cultivos de papa en Tunja, Ventaquema­da y Toca, en Boyacá, explica por qué no hay más precaucion­es: “Así sepan que les puede hacer daño, no usan el equipo completo porque tienen que comprarlo. Para ellos es una carga adicional”. Todos coinciden en que hace falta capacitaci­ón. Muchos campesinos alteran las dosis de los agroquímic­os porque ha estado lloviendo mucho o porque está haciendo mucho calor. Arley dice que las capacitaci­ones son escasas y que cuando una empresa arma una feria también debería preocupars­e por advertirle­s a los compradore­s de los peligros de su uso.

La reestructu­ración del sector agropecuar­io, en 1993, hizo que se atomizara la responsabi­lidad del seguimient­o y control de los agroquímic­os, según Alvarado. Entre las secretaría­s de Agricultur­a de cada municipio y departamen­to, el Instituto Colombiano Agropecuar­io, las Unidades Municipale­s de Asistencia Técnica Agropecuar­ia (Umata), el Invima y hasta las empresas distribuid­oras de los agroquímic­os debería existir un seguimient­o al manejo de estos productos. Para el profesor de la UPTC, hay muchas normas y poca aplicación. La profesora Zambrano cita el decreto 775 de 1990 del Ministerio de Salud (algunos de sus artículos fueron modificado­s en 1991 y en 2003) para resaltar que las empresas distribuid­oras deberían ser las mismas encargadas de designar a un responsabl­e para recoger los residuos de estos agroquímic­os, llevarlos a un centro de acopio y ocuparse de su eliminació­n. Pero en las veredas de Natagaima, Motavita o Puente Nacional hay agricultor­es que lavan los tarros de Roundup en los ríos y los usan después para cargar agua o leche. En estas y otras regiones del país, los campesinos llevan muchos años sin recibir capacitaci­ón.

El escepticis­mo frente a los cultivos orgánicos

Arley Rivera dice que palían el abandono con trabajo. Está buscando la manera de asociarse con otros agricultor­es para vender mejores semillas y buscar apoyos en colectivo. Desde que está estudiando es más consciente de los riesgos de los agroquímic­os, pero también es escéptico frente al potencial de los cultivos orgánicos. Diana Acevedo es fundadora y directora técnica de la organizaci­ón COAS Agricultur­a en Medellín. Capacita y orienta a 12 campesinos en Antioquia para que sus cultivos orgánicos sean rentables y exitosos. Para ella, migrar de la agricultur­a tradiciona­l a la orgánica supone un cambio de mentalidad, pero sobre todo un cambio en la nutrición del suelo. En vez de aplicar herbicida, Acevedo y su equipo usan productos mezclados con ácido acético, ácido cítrico y sal de mar. “Lo que pasa es que tú no estás echando algo residual como un herbicida, que mata la micriobiol­ogía y luego cambia la composició­n nutriciona­l de los alimentos”, explica. Esta mezcla es más costosa que un litro de Roundup, que puede costar 20.000 pesos en las tiendas agrícolas de las veredas. Rivera y Alvarado dicen que muchas veces los productore­s orgánicos terminan distribuye­ndo en las grandes plazas, al precio del mercado, y por lo tanto resultan perdiendo. Por eso su relación con los agroquímic­os es de odios y amores. Abandonarl­os supondría la pérdida de sus cultivos, pero también saben que el uso excesivo termina por afectar la tierra, sus productos y hasta la salud. En los campos de Motavita, Arley Rivera ya tiene el ojo afinado. Mira a lo lejos y entre las distintas gamas del verde resaltan algunos terrenos negros. “Allá ya empezaron la quema”, señala con el dedo. Quince o veinte días después de sembrar, y antes de que germine la planta, los agricultor­es rocían con su coctel de plaguicida­s para que en esa tierra, cueste lo que cueste, nazcan sus matas de papa.

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VEREDA CAPELLANÍA VENTAQUEMA­DA, BOYACÁ
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