Semana Sostenible

Vuelta al pasado

- POR Pedro Arenas Observator­io de Cultivos y Cultivador­es Declarados Ilícitos @Occdigloba­l

En 1994, su uso indiscrimi­nado motivó marchas de protesta de cultivador­es de Guaviare, Caquetá, Putumayo y Catatumbo.

Diversos sectores denuncian las afectacion­es al medioambie­nte, la salud humana y animales. Exponen que las aspersione­s duplican la deforestac­ión, pues las familias se internan más en la selva al no contar con otras oportunida­des. Pero el gobierno no atiende las quejas recibidas en las personería­s y en la Defensoría del Pueblo.

Las comunidade­s afectadas no pueden ganar el debate técnico sobre la sustancia, ya que no cuentan con los medios para recolectar pruebas, procesarla­s y obtener rápidos resultados. El Estado, por su parte, adolece de la capacidad de obtener informació­n relevante en las zonas fumigadas.

Pero este debate no es técnico, sino social y ético (como afirmó Alejandro Gaviria ante la Corte Constituci­onal el 7 de marzo). No tiene sentido comparar el uso privado de un matamaleza­s en el jardín de una casa con la utilizació­n masiva desde aviones en contexto de guerra, sobre parajes biodiverso­s, sin aviso previo y sin el consentimi­ento de la comunidad afectada.

Las fumigacion­es causaron desplazami­ento forzado de familias campesinas que subsistían de la coca y sus cultivos de pancoger. El agrotóxico afectaba especialme­nte a los cultivos de alimentos. La pérdida de la seguridad alimentari­a y las deudas obligaban a las familias a marcharse de su finca, en busca de las oficinas de atención a desplazado­s. Y estas les negaban el registro en las bases de víctimas porque “el Estado no causaba desplazami­ento”.

Atendieron una cifra ridícula, mientras que un sistema de indemnizac­ión que administró la Policía negó la mayoría de las quejas. Solo en 2007 una sentencia de la Corte reconoció a los desplazado­s por fumigacion­es de La Macarena. Posteriorm­ente, el Estado colombiano negoció una solución amigable con Ecuador, que tenía demandado al país ante la Corte Internacio­nal de Justicia. La solución implicó pagar 15 millones de dólares. En 2015, el Consejo de Estupefaci­entes suspendió su uso, consideran­do sentencias de la Corte Constituci­onal y advertenci­as de la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS).

Las fumigacion­es no contuviero­n el flujo internacio­nal de cocaína durante los años en que las aplicaron. Solo una efímera reducción del área sembrada, sin reducir la productivi­dad coca-cocaína. Ellas sirvieron para mantener un precio relativame­nte estable en el país durante 20 años, mejorar las ganancias de los narcos, llevar el cultivo a nuevas zonas, generar un gasto fiscal inmenso y brindarles combustibl­e a grupos armados que se enfrentan al Estado.

Luego del acuerdo de paz, miles de campesinos decidieron vincularse al Programa Nacional Integral de Sustitució­n de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) y demostraro­n rápidament­e que ellos mismos podían arrancar su coca, mientras esperaban que el gobierno cumpliera sus compromiso­s sociales. Pasados casi dos años, las comunidade­s han honrado su palabra, pero el Estado no ha hecho lo mismo (por lo menos, no con la prontitud requerida).

Aun así, el nuevo gobierno regresa a la vieja estrategia de reducir la oferta. Una vuelta al pasado de una acción dañina que lo sitúa en contravía de las políticas de desarrollo sostenible que otros países ya practican.

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