Vuelta al pasado
En 1994, su uso indiscriminado motivó marchas de protesta de cultivadores de Guaviare, Caquetá, Putumayo y Catatumbo.
Diversos sectores denuncian las afectaciones al medioambiente, la salud humana y animales. Exponen que las aspersiones duplican la deforestación, pues las familias se internan más en la selva al no contar con otras oportunidades. Pero el gobierno no atiende las quejas recibidas en las personerías y en la Defensoría del Pueblo.
Las comunidades afectadas no pueden ganar el debate técnico sobre la sustancia, ya que no cuentan con los medios para recolectar pruebas, procesarlas y obtener rápidos resultados. El Estado, por su parte, adolece de la capacidad de obtener información relevante en las zonas fumigadas.
Pero este debate no es técnico, sino social y ético (como afirmó Alejandro Gaviria ante la Corte Constitucional el 7 de marzo). No tiene sentido comparar el uso privado de un matamalezas en el jardín de una casa con la utilización masiva desde aviones en contexto de guerra, sobre parajes biodiversos, sin aviso previo y sin el consentimiento de la comunidad afectada.
Las fumigaciones causaron desplazamiento forzado de familias campesinas que subsistían de la coca y sus cultivos de pancoger. El agrotóxico afectaba especialmente a los cultivos de alimentos. La pérdida de la seguridad alimentaria y las deudas obligaban a las familias a marcharse de su finca, en busca de las oficinas de atención a desplazados. Y estas les negaban el registro en las bases de víctimas porque “el Estado no causaba desplazamiento”.
Atendieron una cifra ridícula, mientras que un sistema de indemnización que administró la Policía negó la mayoría de las quejas. Solo en 2007 una sentencia de la Corte reconoció a los desplazados por fumigaciones de La Macarena. Posteriormente, el Estado colombiano negoció una solución amigable con Ecuador, que tenía demandado al país ante la Corte Internacional de Justicia. La solución implicó pagar 15 millones de dólares. En 2015, el Consejo de Estupefacientes suspendió su uso, considerando sentencias de la Corte Constitucional y advertencias de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Las fumigaciones no contuvieron el flujo internacional de cocaína durante los años en que las aplicaron. Solo una efímera reducción del área sembrada, sin reducir la productividad coca-cocaína. Ellas sirvieron para mantener un precio relativamente estable en el país durante 20 años, mejorar las ganancias de los narcos, llevar el cultivo a nuevas zonas, generar un gasto fiscal inmenso y brindarles combustible a grupos armados que se enfrentan al Estado.
Luego del acuerdo de paz, miles de campesinos decidieron vincularse al Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) y demostraron rápidamente que ellos mismos podían arrancar su coca, mientras esperaban que el gobierno cumpliera sus compromisos sociales. Pasados casi dos años, las comunidades han honrado su palabra, pero el Estado no ha hecho lo mismo (por lo menos, no con la prontitud requerida).
Aun así, el nuevo gobierno regresa a la vieja estrategia de reducir la oferta. Una vuelta al pasado de una acción dañina que lo sitúa en contravía de las políticas de desarrollo sostenible que otros países ya practican.