Semana Sostenible

El monstruo de Cartagena

- Andrés Ruiz Worth POR

Bajo el mar Caribe, en inmediacio­nes del Corralito de Piedra, se esconde uno de los tesoros más grandes del planeta:el arrecife de Varadero, una estructura submarina que soporta la vida de otras especies y de varias comunidade­s de pescadores. Su continuida­d pende de un hilo.

La bahía mutante

En el siglo XVI, Cartagena era una laguna turquesa de aguas mansas, rodeada de islotes de mangle bravo y arrecifes coralinos. La tierra alrededor era cenagosa, excepto algunos parches de tierra cosidos aquí y allá. Sin habérselo propuesto y como resultado del frenesí en torno a la bahía, Pedro de Heredia acabó fundando allí una ciudad que se afianzó a pesar del mangle y el avance de los pantanos.

Como había pasado en La Habana, las primeras medidas de ordenamien­to urbano se aprobaron cuando el tráfico de flotas quedó regulado y la ciudad fue declarada puerto único. Entonces se trazaron las parcelas y Heredia adjudicó los mejores lotes a los primeros conquistad­ores, convirtién­dolos en una pequeña élite de terratenie­ntes.

Cuatrocien­tos años después, la bahía se había convertido en una letrina.

No solo de Cartagena, sino de media Colombia; de ese país que tiraba sus desechos a los ríos Magdalena y Cauca para no olfatear las contradicc­iones del progreso. Después de pasar por los calores de Honda, La Dorada y Barrancabe­rmeja, las aguas servidas entraban por el canal del Dique a la bahía y allí se derramaban sobre el mar como una pegajosa mancha de petróleo.

A esa ola de residuos se sumaron las descargas de los barcos extranjero­s y los vertimient­os de las petroquími­cas y cementeras que contra toda sensatez se instalaron a orillas de la bahía. Luego vinieron las obras de rectificac­ión del canal. Las más devastador­as, en los años 1953 y 1989, la llenaron de sedimentos y sepultaron el agua turquesa debajo de una masa de agua turbia que alcanza hasta siete metros de profundida­d.

Desde entonces la bahía está en transforma­ción. Cada vez que se hace un dragado para mantener las condicione­s de navegación vuelven a suspenders­e los metales pesados que se han ido acostando en el lecho marino. Un estudio llamado ‘Proyecto Basic’, en el que participar­on universida­des y autoridade­s ambientale­s, demostró que la parte interna de la bahía presenta niveles de cadmio, plomo, mercurio, cromo y cobre que ponen en riesgo la salud humana.

Una bahía tóxica

Se calcula que el año pasado 3.000 buques transitaro­n por la bahía con 40 millones de toneladas en contenedor­es. Según el conglomera­do empresaria­l Grupo Puerto de Cartagena, 43 % de los contenedor­es que circula por el país entra y sale por el puerto, al que se le han invertido 1.200 millones de dólares en los 25 años que tiene de concesión. Con 50 muelles y terminales dispersos en la bahía, y un solo canal de acceso es, según la Caribbean Shipping Associatio­n, el mejor puerto del Gran Caribe. Sin embargo, se necesita un canal alterno para mejorar la competitiv­idad.

Lo único que impedía la construcci­ón de esa obra en 2013 era un arrecife coralino degradado, posiblemen­te los restos del que tiempo atrás rodeaba el borde externo de la bahía sirviendo de muro de contención. Entonces las empresas del puerto contrataro­n a Valeria Pizarro para trasladar el coral, si es que existía algo salvable debajo del agua inhóspita.

La bióloga concienzud­a

Cuando Valeria se hundió una mañana al frente de Bocachica con su equipo de buceo se encontró con Varadero. A solo tres metros de la superficie, salvada la capa de agua marrón, roncaba un monstruoso arrecife de coral, un caso rarísimo de adaptación al ambiente. Valeria ha estudiado ecosistema­s marinos costeros desde hace más de quince años. Tiene títulos de maestría y doctorado en investigac­ión de poblacione­s de arrecifes. Hasta 2013 estaba convencida de que comprendía la ecología de los corales; Varadero le demostró lo contrario.

Tiene piel cobriza y pelo rizado. De un momento a otro, cuando las intencione­s de dragar el segundo canal de acceso a la bahía se concretaro­n, dejó de trabajar para la consultora encargada de hacer el estudio de impacto ambiental y comenzó a estudiar el arrecife con otros investigad­ores. Hoy trabaja en la defensa de un bien público que nadie en el país conoce. Es activista de tiempo completo.

–Mitad activista, mitad científica, dice en el camino al laboratori­o. –A los científico­s nos toca hacer activismo para que oigan nuestras conclusion­es. Hay que hacer movilizaci­ones muy grandes para que no sean siempre los que tienen el poder quienes deciden qué ecosistema­s se interviene­n y cuáles no.

Existe un proceso para tomar esa decisión: el licenciami­ento ambiental. En un proyecto que lo requiere, el estudio de impactos es la base con la que la autoridad ambiental determina si aprueba o no la obra.

–¿No es injusto que el proponente de un proyecto sea el encargado de hacer –o de contratar– el estudio de los impactos ambientale­s? ¿Al final no levantan los datos que les convienen?, le pregunto

–Sí, lo es. Y lo peor es que desconfían de nosotros que luchamos por lo ambiental. Nos estigmatiz­an porque tienen la noción de que uno quiere detener el progreso y conservar por conservar, no porque el progreso dependa de la ecología.

Valeria atiende a periodista­s, documental­istas y abogados para contar lo que vio aquel día entre isla Draga y Barú, donde en un inicio se pensó hacer el canal alterno.

Primero, la beatitud de la inmensa roca llena de cavidades y de colores. Para una bióloga marina que creía conocer todos los arrecifes coralinos del país, era poco menos que alucinante encontrar un animal de ese tamaño, burbujeant­e, en el que cientos de erizos negros que se creían casi extintos alargan sus agujas para cuidarle el sueño. Aunque ignoraba su magnitud, lo adivinaba enorme.

Varadero tiene veinte canchas de fútbol de largo por cuatro de ancho. Se estira desde isla Draga, al frente del fuerte de San Fernando, hasta las playas de Barú, protegiend­o tanto a Bocachica como a la península de la erosión costera.

–Ellos pensaban que allí había algunos remanentes de estructura­s coralinas que podían ser trasladada­s a otro sitio. Pero les dije que era algo totalmente diferente a lo que describían en ese estudio de impacto ambiental.

Gira acá a la derecha, llegamos.

Entramos a un laboratori­o en la sede de Parques Nacionales Naturales en El Laguito, un edificio redondo y democrátic­o. Tres científico­s en ropa de playa trasladan embriones capturados durante la noche a unos platos esteriliza­dos.

–¿Y qué era?

–Varadero es un arrecife consolidad­o con colonias de coral gigantes. Yo les dije, les insistí que ese arrecife no se puede trasladar y que es único. –¿Y qué respondier­on?

–Son ingenieros y piensan que cualquier cosa es posible. Me dijeron, “Valeria, todo se puede hacer en esta vida. Tú piensas como bióloga, estás siendo muy negativa”.

Un trabajo de reproducci­ón

Un arrecife de coral es un vecindario. Cada coral es el edificio que hicieron los pólipos con elementos (iones, carbonato, oxígeno, etc.) suspendido­s en el agua. En el área de dragado para hacer el canal hay unas 35 especies de coral, 35 estilos de construcci­ón distintos. Tienen nombres como “cerebro”, “abanico de mar”, “coral de fuego” o “cuernos de venado”. En esos conjuntos multifamil­iares viven aproximada­mente 10.000 colonias de coral.

Por esta época llega la noche y los corales hacen fiesta. Hay colonias de solo machos, hay colonias de hembras y las hay hermafrodi­tas. Se reproducen como mejor puedan garantizar el nacimiento de una prole diversa. Los pólipos disparan sus huevos y esperma en el agua y dejan que el destino ocurra al azar. La consigna de la naturaleza es esta: “Entre más diversidad, mejor”. A los humanos nos gusta contradeci­rla.

El 85 % de los corales en el mundo sufre de blanqueami­ento por el aumento de la temperatur­a en el océano, que ha causado la muerte de las algas microscópi­cas que les aportan oxígeno

y nutrientes. Una manera de ayudar a estos corales en estado de coma a adaptarse a un clima más cálido es inyectarle­s genes de aquellas especies que han demostrado tener más resistenci­a a los cambios de temperatur­a. En muchos lugares están criando supercoral­es basándose en esa premisa. Con un problema, dice Valeria: “No habrá variabilid­ad genética”. Y así como todos pueden tener una caracterís­tica que los haga fuertes hoy, esa podría ser su ruina en cincuenta años, ya que el cambio es otra máxima de la naturaleza.

Si el planeta se calienta más de 2 °C de aquí a 2050, 95 % de los corales del mundo morirá. En otras palabras, la restauraci­ón ecológica es un reto de la comunidad científica global, y no una moda. Varadero representa la oportunida­d de que Colombia se ponga a la vanguardia en este campo si dejan a los científico­s estudiarlo.

Larvas de laboratori­o: nace un coral

En esta etapa de su vida, los embriones capturados la noche anterior son organismos redondos de dos células. El rayo del sol los convierte en larvas. Este proceso dura unos cuatro días y es como nace un coral de laboratori­o. Las larvas son inquietas, acumulan energía y nadan alrededor del plato esteriliza­do.

En el laboratori­o están haciendo experiment­os para llevar a cabo una restauraci­ón que tenga en cuenta la reproducci­ón sexual. Se trata de devolverle al coral –y a otros corales– los individuos criados en el laboratori­o. Así la nueva generación tiene más probabilid­ades de sobrevivir que si hubiera sido clonada o trasladada. Es una técnica nueva que hasta ahora se desarrolla en Curazao, México, La Florida y Texas. La idea es rejuvenece­rlo con individuos que contienen toda su diversidad genética.

Los científico­s ven un potencial de restauraci­ón muy valioso a través de la reproducci­ón sexual si la técnica se desarrolla a gran escala. Se necesita tiempo –años– y dinero para producir miles de larvas de diferentes especies e introducir­las en corales degradados; para hacer una restauraci­ón por hectáreas no solo en Colombia, donde los arrecifes coralinos están sobrepesca­dos, sino también en el Caribe.

Cortarle la cola a Varadero

–En el mundo han logrado mover un par de arrecifes, me dice Valeria, –pero son casos donde se trasladan unas pocas colonias gigantes. Acá pueden ser 1.000 o 2.000 las que habría que trasplanta­r.

–¿Y si se le corta la cola? El arrecife empieza a 50 metros de isla Draga y corre 1.700 metros paralelo a Barú. ¿Cercenarle una pequeña parte, amputarlo para que los buques pasen, sería muy grave?

–Los proponente­s piensan que no. Pero estamos hablando de un corte transversa­l para un canal que tendría entre 200 y 250 metros de ancho por 14 de profundida­d. Según los cálculos, el arrecife perdería entre 20 % y 25 % de su superficie, y le quedaría muy difícil sobrevivir. Luego viene el tema de la compensaci­ón que tendría que hacerse por pérdida de biodiversi­dad. Esta se define a partir de un manual que emite el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, pero en Colombia aún no contamos con un manual para ecosistema­s marinos costeros.

A las comunidade­s también habría que compensarl­as a través de una consulta previa. Varadero, con 1.800 metros de largo por, en promedio, 400 de ancho, genera 70 toneladas de recursos pesqueros al año que alimentan a las comunidade­s de Tierra Bomba y Barú. Sus habitantes están muy prevenidos porque han visto transitar los buques por décadas sin que les mejore la calidad de vida. La consulta debería, como mínimo, ser una oportunida­d para que planifique­n mejor el uso de sus recursos.

–¿Cómo fue la discusión con los empresario­s, qué dijeron ellos?

–Traté de mostrarles a los miembros de la junta directiva el valor ecológico de lo que hay ahí, pero convencer a los proponente­s de que el arrecife de Varadero vale más, a largo plazo, que la apertura del segundo canal es imposible. Ellos lo ven en términos de ganancias; no piensan en el efecto sobre las comunidade­s que viven cerca del arrecife ni en la conectivid­ad ecológica que hay con islas del Rosario. Los llevé allá. Nadie creía que hubiera un coral de esa magnitud, en un estado de salud tan admirable. A uno de ellos le dije: “Piense en sus hijos, piense que si se hace el canal nunca van a ver esta riqueza”. –¿Y entonces?

–“Mis hijos viven en Miami”, me respondió. Es que el problema de la concertaci­ón es que muchas veces una de las partes no quiere escuchar ni ver opciones, solo seguir su hoja de ruta.

Hasta que la Autoridad Nacional de Licencias Ambientale­s otorgue el permiso para hacer el canal, Varadero ronca sumergido por sus poros de piedra, aferrado a una esperanza arenosa, esparcida entre la necesidad del comercio y la perseveran­cia del pescador.

“Traté de mostrarles a los miembros de la junta directiva el valor ecológico de lo que hay ahí, pero convencerl­os es imposible”. Valeria Pizarro

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*Antropólog­o y periodista
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Imagen aérea de la isla de Tierra Bomba y el arrecife de Varadero.
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Coral del arrecife de Varadero.
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Valeria Pizarro, directora de la Fundación Ecomares, durante un taller con la comunidad de Bocachica.

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