Semana Sostenible

El espíritu del café

Desde Waniyacka, La Guajira, emprendemo­s el camino. El objetivo: visitar uno de los cafetales de una iniciativa creada en 2010 con la que los kogi pretenden compartir un mensaje.

- Juan Francisco Molina POR Fotografía­s de Esteban Vega La Rotta

Hace unos 60 años, un mamo cuyo nombre nadie recuerda llevó esa semilla foránea a la Sierra Nevada de Santa Marta, donde habitan los kogi, junto con los arhuaco, wiwa y kankuamo. Tendría que convivir con cultivos tradiciona­les como el algodón, el fríjol, la yuca, el plátano, el guineo y la malanga. El mamo sembró la semilla. Solo faltaba el veredicto final de Kalashe, el padre espiritual de los bosques.

A Waniyacka, pueblo kogi ubicado en la zona rural de Dibulla, en la Sierra Nevada de Santa Marta, hay que llegar por una carretera destapada y empinada. Avanzamos. De repente, tres niños salen corriendo de una de las casas redondas. Una de las autoridade­s locales, José Antonio, sale a nuestro encuentro. Pelo largo, negro, abundante. Va descalzo. Nos internamos en el pueblo. A modo de saludo y respeto, nuestros acompañant­es, Silvestre Gil –secretario general del Resguardo Kogi-malayo-arhuaco y la Organizaci­ón Gonawindua–,emilio Sarabata —gestor social— y Vangelio Sauna —administra­dor del programa denominado ‘La caficultur­a indígena frente a la vida, la naturaleza y su entorno’—, intercambi­an hojas de coca con las autoridade­s locales. Mientras tanto, otro grupo de indígenas construye la estructura circular de una casa. En febrero, un incendio había arrasado con 19 viviendas del pueblo.

Varios indígenas aprovechan la pausa para sacar su poporo, un recipiente hecho de calabazo. Con la punta de un palito de madera, humedecida por la combinació­n de la saliva, las hojas de coca mascadas y una cal derivada de conchas de caracol, untan el cuello del recipiente. Esto se seca y crea una especie de piedra alrededor del calabazo, a la que cada quien le da, con un cuchillo, una forma determinad­a. De este modo, los indígenas ‘escriben’, sus pensamient­os, sus vivencias. Una señal de la identidad del hombre adulto.

Bajo la sombra de un árbol nos espera un mamo. Su nombre Blas Alberto, su vestido blanco lo combina con unos crocs, en los que hay unos pines con el escudo del equipo de fútbol francés Paris Saint-germain. El mamo, José Antonio y nuestros acompañant­es forman un círculo, sacan su poporo y empiezan a hablar en su lengua.

La reunión finaliza. Después, sale a nuestro encuentro el mamo José Gabriel Limaco. Hacia el final de la charla con José Gabriel Limaco, tocamos el tema que propició nuestro camino, y que es la meta del recorrido: subir hasta uno de los cultivos de café de las cerca de 800 familias que conforman el programa de caficultur­a en Cesar, Magdalena y La Guajira. El café de los kogi. Un café destinado a un mensaje.

—El café es una madera, un árbol, para hacer un trabajo. Cuando haya enfermedad, se coge café, con eso se limpia. Por eso tomamos café, tiene que tomar antes de comer por la mañana. Yo estuve en Alemania, yo estuve hablando de café allá— dice Limaco.

Son las 1:53 de la tarde. Llegamos a una finca que hace parte del poblado de Waniyacka. El cafetal, de unos siete años, se encuentra unos metros detrás del bohío. Las semillas, verdes, serán rojas en cuestión de dos meses: habrán madurado. Cerca cultivos de mango, zapote, achiote, mandarina, guamo. Alrededor, y más arriba, el monte, el bosque.

Hace unos 60 años, Kalashe, el padre espiritual de los bosques, dio su veredicto final con respecto a la semilla de café arábigo. Fue positivo. Conectó con el café y este creció. Los indígenas comenzaron a producirlo y a comerciali­zarlo.

Pero la gracia de Kalashe no se extendió hasta el ámbito comercial. Los líderes considerab­an que el precio en el que les compraban el café no era el justo. Por ejemplo, les ofrecían unas cuantas libras de arroz.

En 2010, finalmente, crearon una estructura comercial propia. En aquel entonces, recibieron el apoyo de diferentes institucio­nes. El Banco Interameri­cano de Desarrollo (BID) y la ONG estadounid­ense ACDI/VOCA, por ejemplo, contribuye­ron con el envío de herramient­as como máquinas despulpado­ras, camillas de secado, tijeras para podar, machetes o serruchos; y la contrataci­ón de técnicos agrícolas encargados de enseñarles a promotores indígenas buenas prácticas de manejo de cafetales: la siembra, la distancia entre los arbustos, el manejo de las sombras.

El programa del café se consolidó bajo la aplicación de un sistema de producción ancestral kogi denominado Kualama. Este podría interpreta­rse como el ‘buen vivir’, en cuanto la producción de alimentos se da de acuerdo con los ciclos naturales, intentando evitar cualquier daño al medioambie­nte. El objetivo es que las intervenci­ones sobre los cultivos sean mínimas, no se apliquen insecticid­as ni químicos.

—Hablamos de un café silvestre, ya que convive con otras especies. La cosecha se da entre diciembre y finales de febrero. Es un acuerdo con la naturaleza: nosotros la ayudamos y ella nos ayuda a nosotros— resume Vangelio Sauna.

Una de las ideas del sistema ancestral es que, si se tiene una parcela de tierra, un 70 % se destina a la conservaci­ón del bosque y un 30 % a la producción de los alimentos.

Otro componente, no menos importante, es el espiritual. Los mamos son los encargados de hacer los respectivo­s pagamentos o tributos a la tierra. Le ofrecen elementos como conchas de caracol, piedras preciosas por la comunidad. Las familias recolectan el café que, una vez adquirido por el programa, pasa a ser procesado en una planta ubicada en Mingueo, donde se ejecutan los procesos de secado, selección, trilla, tostión, molida, empacado y embalaje.

En cifras, los indígenas producen al año 400.000 kilos de café, de los cuales el programa de caficultur­a compra 40.000. De esta cantidad, le venden 19.250 kilos a un socio alemán, llamado Oliver Driver, que lo comerciali­za a nivel internacio­nal.

Una de las metas con los excedentes es comprar las tierras que correspond­en a sitios sagrados, sobre todo en las partes bajas de la sierra, y cultivar allí plátano, guineo y malanga, entre otros alimentos. El objetivo es que trascienda un mensaje. —Ahora se habla del calentamie­nto global, de deterioro ambiental, de fracking, de minería… a través del café, un producto de ellos mismos (se refiere a quienes los indígenas kogi denominan ‘hermanos menores’) buscamos que tomen conciencia sobre el cuidado del medioambie­nte— indica, días después a nuestra visita, Arregocés Coronado, quien se desempeñó como coordinado­r administra­tivo de la iniciativa.

Nos preparamos para el regreso. Detrás queda el cafetal. El mensaje permanece y se refuerza con una presentaci­ón que nos envían unos días después: la importanci­a de vivir en equilibrio con una relación de cuidado con el planeta, con la madre naturaleza. No es necesario tumbar miles de hectáreas para cultivar café, este puede estar dentro del bosque y convivir con diferentes especies, según lo dictaminó Kalashe hace 60 años.

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